La captura soviética de Budapest, a través de la mirada de una nena
Tenía 11 años cuando sufrió en carne propia la tragedia de la Segunda Guerra; hoy recuerda la capital húngara devastada y las prohibiciones del comunismo impuestas por los rusos
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Después de meses resistiendo los embates del Ejército Rojo y de la ocupación nazi, el 13 de febrero de 1945, Budapest fue conquistada por las fuerzas soviéticas. La dramática caída de la capital húngara pasó a la historia no solamente como una de las batallas más devastadoras libradas en una ciudad durante la Segunda Guerra, sino también como el fracaso de todos los esfuerzos militares del Tercer Reich por contener la última barrera de protección en el frente oriental.
La ventaja aseguraba una victoria territorial de los Aliados sobre el Eje y, de manera decisiva, el dominio soviético que habría de signar el futuro de Europa Central. Vencida Hungría era inminente el avance sobre Viena como paso siguiente en el imparable camino a Berlín. Con los rusos atacando desde el Este y los norteamericanos, británicos y franceses desde el Oeste, ya se vislumbraba el fin de la guerra y la derrota nazi. Tanto fue así que, en la misma noche de la rendición húngara, los Aliados iniciaron el bombardeo sobre Dresde, “la tormenta de fuego” del 13 de febrero de 1945 que significó uno de los golpes más duros de la guerra total.
Con la toma de Budapest se cerraba para Hungría uno de los capítulos más brutales de su historia reciente y comenzaba otro, tan terrible y oscuro, e incluso más prolongado que aquel: el capítulo de la invasión soviética.
En ese sombrío momento teñido de incertidumbre y devastación comienza este relato acerca de las vivencias de una niña húngara de familia judía (Emma O. es el seudónimo con el que su verdadera identidad ha sido resguardada), a la espera de las tropas rusas.
En tierra de nadie
“El final de la guerra nos encontró refugiados en un pequeño pueblo de Eslovaquia. Los alemanes ya se habían ido y los rusos todavía no habían llegado. Era tierra de nadie” -cuenta Emma O. quien por entonces era una niña de once años de edad refugiada junto a sus padres, un hermano dos años menor que ella y otros diez húngaros con los que compartían una vieja casona al pie de los montes Tatras, más cerca de Polonia que de Hungría, casa a la que llegaron después de una travesía de supervivencia pasando por distintos alojamientos para eludir la cacería nazi: hoteles, un castillo y hasta un rancho de barro con piso de paja en medio de un bosque nevado.
“Vivíamos con un miedo infernal -recuerda-. En esos días corría el rumor de la llegada de los rusos. Se decía que violaban a todas las mujeres y que se llevaban a los hombres a trabajos forzados. Sabíamos cómo eran los alemanes, los franceses, los ingleses… pero a ellos nadie los conocía. No teníamos idea de lo que significaba una invasión del ejército ruso. Sólo que eran salvajes. Y que eran ateos.”
“Vivíamos con un miedo infernal -recuerda-. En esos días corría el rumor de la llegada de los rusos. Se decía que violaban a todas las mujeres y que se llevaban a los hombres a trabajos forzados. Sabíamos cómo eran los alemanes, los franceses, los ingleses… pero a ellos nadie los conocía. No teníamos idea de lo que significaba una invasión del ejército ruso. Sólo que eran salvajes. Y que eran ateos.”
Otra cosa que sabían era que vendrían a tomar las mejores casas para instalar a su gente. Y la de ellos, un petit château destacado del resto, sería la primera. Pensaron que un certificado de enfermedades infecciosas clausurando la entrada los ahuyentaría, pero la excusa no surtió efecto y seis oficiales del Estado Mayor del ejército ruso irrumpieron en la propiedad, se instalaron allí y convivieron con los refugiados húngaros “de un modo tolerable”, según palabras de aquella niña evocando un tiempo extraño del cual nunca escuchó un lamento de sus padres.
Ninguna de las tropelías que imaginaban finalmente sucedió. El hecho de que fueran oficiales de alto rango, provenientes de clases sociales educadas, marcó la diferencia con los soldados rasos. No eran gente de cometer abusos ni atropellos. Sí eran vehementes y causaban estupor cuando en las noches del invierno se volvían violentos a medida que avanzaban las horas y se sumergían sus penas en los vahos del alcohol y del temperamento crispado por la ira.
“Me acuerdo que tenían balas debajo de la piel. Ya habían luchado en la batalla de Stalingrado y habían sufrido el asesinato de sus familias -reconoce Emma con un dejo de piedad porque aún en el candor de su niñez había llegado a comprender que el dolor y la tragedia los atravesaba a todos-. Yo era como una mascota para ellos. Creo que me tomaron cariño. Me contaban sus historias y sus anécdotas (porque al hablar eslovaco, también entendía el ruso) y los veía escribir cartas y llorar como chicos delante de las fotos de sus familiares, pasando del afecto a la violencia con una facilidad asombrosa, con un extremismo en sus sentimientos que sólo he visto en la literatura. Y por supuesto, en la noche se daban a la bebida… Tomaban litros y litros de vodka. Nosotros no estábamos acostumbrados a ver esos excesos. Ni siquiera mi padre a quien obligaban a seguir el ritual de las borracheras a punta de pistola.”
Un día llegó la noticia de que la batalla de Budapest había terminado. Era inaplazable la decisión de volver a la Hungría liberada. La cuestión era cómo y cuándo.
En la ciudad ocupada
En Budapest se habían quedado los abuelos, los tíos y primos, y la propiedad de la familia O. completamente destruida. La fábrica, en cuyo predio el padre había construido un refugio, había sido bombardeada el 4 de mayo de 1944. “Sesenta y ocho bombas incendiarias -precisa Emma-. De la fábrica y de la casa, que estaban juntas, no quedó nada. Tampoco del mobiliario, ni siquiera de las fotos de familia. No nos quedó absolutamente nada.”
La posibilidad de volver demandaba dos condiciones: documentos para cruzar la frontera y un medio de transporte. “Teóricamente los rusos ya estaban al mando, pero en la práctica aún no estaban organizados y como la guerra continuaba en otras zonas, los soldados seguían en sus puestos. No había infraestructura ni gente para operar los sistemas de transporte y comunicación. Las conexiones estaban todas interrumpidas, y nosotros, que habíamos salido de Budapest con pasaportes falsos que ahora carecían de valor legal, no teníamos cómo volver.”
Primero los padres viajaron solos para evaluar la situación y dejaron los hijos al cuidado de una campesina. “Nos quedamos en un campo con desconocidos, sin documentos para ser identificados y sin saber cuándo volverían nuestros padres. Ni siquiera si volverían… Era una situación precaria, aunque lo básico estaba cubierto porque en los pueblos las necesidades nunca son tan graves como en una ciudad. Se puede cortar leña para calefaccionar, se puede matar una gallina, conseguir huevos, faenar un chancho.”
A la vuelta de los padres, emprendieron la odisea del regreso a Budapest. Viajaron con lo puesto, envueltos en unas mantas para protegerse del frío extremo. Primero en un carro tirado por caballos; luego recostados entre los obuses que transportaba un vagón a cielo abierto, padeciendo largas horas de temperaturas bajo cero
A la vuelta de los padres, emprendieron la odisea del regreso a Budapest. Viajaron con lo puesto, envueltos en unas mantas para protegerse del frío extremo. Primero en un carro tirado por caballos; luego recostados entre los obuses que transportaba un vagón a cielo abierto, padeciendo largas horas de temperaturas bajo cero; y finalmente, apiñados contra el tanque de agua de una locomotora a vapor.
“Cuando por fin llegamos, yo esperaba volver a la ciudad esplendorosa donde había transcurrido mi vida, aquella Budapest que dejamos antes de los bombardeos. En cambio, llegué a una polvorienta estación de trenes de carga y lo primero que vi, nunca olvidé esa escena, fue una mujer con la cabeza vendada arrastrando una carretilla con un colchón. Fue la primera imagen consciente del padecimiento de la guerra. Recuerdo la angustia terrible que me invadió el corazón.”
El asedio a Budapest se había cobrado un alto costo en vidas: 38.000 civiles murieron atrapados en el lapso de dos meses entre el corte de las rutas de salida de la capital y la toma del castillo por parte de las fuerzas soviéticas. Sin evacuaciones ni vías de escape, la ciudad se volvió una trampa mortal. A ese saldo se sumaron las bajas en ambos ejércitos: 40.000 soldados húngaros y alemanes, y 80.000 soldados del Ejército Rojo, más otras tantas decenas de miles asesinados o llevados prisioneros a los campos soviéticos.
El asedio a Budapest se había cobrado un alto costo en vidas: 38.000 civiles murieron atrapados en el lapso de dos meses entre el corte de las rutas de salida de la capital y la toma del castillo por parte de las fuerzas soviéticas. Sin evacuaciones ni vías de escape, la ciudad se volvió una trampa mortal. A ese saldo se sumaron las bajas en ambos ejércitos: 40.000 soldados húngaros y alemanes, y 80.000 soldados del Ejército Rojo
Los alemanes, obedeciendo la orden de Hitler de inmolarse para sostener la posición en el castillo hasta el último hombre, volaron todos los puentes que cruzaban el Danubio. Nada quedaba para entonces de la bella Budapest imperial al final de la Segunda Guerra. Sólo muertos. El pacto con el diablo le había costado a Hungría 900 mil vidas de las cuales más de medio millón eran judíos ejecutados en nombre de la “solución final”; 600 mil húngaros llevados en cautiverio a la Unión Soviética, de los cuales regresó menos de la mitad; y la pérdida de dos tercios del territorio nacional y la casi total aniquilación de Budapest.
Para cuando Emma regresó, al cabo de esta sangrienta batalla, los guetos ya habían sido liberados, los muertos habían sido enterrados y los restos de los caballos, cuya carne había servido de alimento a la población a lo largo del invierno, habían sido retirados de las calles. De las ruinas, comenzaba a recuperarse la vida.
“Ese fue el comienzo de una vida diferente -asegura Emma-. Mi padre reconstruyó su fábrica, mi madre acondicionó un departamento donde vivir y con mi hermano volvimos a la escuela. La ciudad estaba repleta de rusos, montones de soldados que salían en masa por todas partes. Todo lo que nos rodeaba era ruso en Budapest y pronto debimos aprender a decir aquellas palabras que podían salvarnos, como por ejemplo ‘reloj’ porque los obsesionaba conseguir relojes. Teníamos que tener mucho cuidado en la calle, no tomar atajos, no salir de noche y siempre estar en grupos porque el riesgo cierto era el de la violación: a las chicas nos aterraba la idea porque esas atrocidades sucedían en verdad.”
En la imposición del comunismo
De la furia y la tristeza que dejó la guerra se pasó a la propaganda de que empezaba un mundo mejor y la juventud fue captada por ese espíritu. Stalin había sentenciado: “Quien ocupa un territorio, impone su sistema”. Y así fue. Al retomar una cierta normalidad, Emma se reencontró con un primo que había sido salvado de las deportaciones por el partido comunista. “Le dieron documentos falsos para escapar de los nazis y lo convirtieron a la ‘fe comunista’. Lo adoctrinaron -cuenta-. Yo lo adoraba porque él se formó como un líder y me incorporó a un grupo al estilo de los pioneros. Al comienzo era agradable la idea de una vida en comunidad: campamentos, excursiones, estímulos a la lectura, la música, las tareas intelectuales. Estábamos orgullosos de las dificultades porque ‘debíamos ser resilientes’. Pero había otro grupo sostenido por la Embajada de USA en donde a los chicos les organizaban fiestas y diversiones, bailaban, les daban chocolates, las chicas se arreglaban. Hacían una vida normal. A nosotros en cambio, el comunismo nos inculcaba el desprecio a ‘la frivolidad’, a la vida ‘burguesa’, esa palabra con la que nos llenábamos la boca, creyendo que en verdad había un mundo mejor donde nadie se destacaba porque todos eran iguales. Era una manera sutil de atrapar la mente de los chicos para adoctrinarlos. Después todo se transformó en una obligación, en fanatismo y finalmente en censura.”
Cuando llegó el año ‘47, el padre de Emma les anunció que se iban de Hungría, que dejaban todo incluso la fábrica en cuya reconstrucción habían invertido tanto después de la guerra. Ella no estaba contenta con la decisión. Sus amigos los acusaban de ‘no sacrificarse por los valores del futuro’, que eran los valores del comunismo. Por su edad, no podía ver lo que veían sus padres: los avances de la censura, incluso sobre la prensa; el sentimiento anticapitalista; los cambios en los ministerios sobre todo de cultura y economía; las medidas restrictivas; las cargas de impuestos y las prohibiciones constantes.
“A mi padre le tomaban parte de su producción para ‘donar’ al Estado, de modo que, cuando entendió que este sistema coartaba la libertad, decidió que era hora de partir. Por suerte pudimos hacerlo antes de que fuera demasiado tarde porque ya en el ‘48 todo se cerró y si alguien se quería ir, tenía que hacerlo ilegalmente. No pudimos llevarnos nada de lo que teníamos. Eso estaba prohibido. Y el poco dinero que sacamos tuvimos que devolverlo bajo amenaza a nuestros abuelos que quedaron en Budapest. Durante el nazismo podríamos habernos ido de Europa… No lo hicimos porque esperábamos que las cosas se arreglaran. Nada se arregló y lo pasamos mal. Pero lo pasamos. -admite-. Con el comunismo, en cambio, mi padre decidió que no íbamos a esperar. Él prefirió perderlo todo porque, aun así, todavía estaba a tiempo de empezar una nueva vida. ‘Yo no quiero que me toquen el timbre de mi casa en la noche, nunca más’, nos dijo eso y nos fuimos para siempre.”
Emma O. llegó a la Argentina como inmigrante húngara junto a su familia en el año 1948. Hoy, en el recuerdo de aquellas escenas que son tan vívidas como lejanas, reflexiona sobre el encuentro con el mundo ruso, esa expectativa al acecho que marcó su vida definitivamente. “Debo reconocer -dice-, que, de no haber sido por Rusia, Hitler tal vez hubiera ganado la guerra y todo hubiese sido peor. Al hombre ruso lo separo como pueblo porque ha dado una cultura extraordinaria. Pero el gobierno es otra cosa. El comunismo y el post comunismo no son más que un zarismo expansionista. Por eso, cuando pienso en lo que sufre Ucrania, sin querer asimilar ambas situaciones, me viene a la mente la invasión de Hitler a Checoslovaquia y aquella famosa discusión con Chamberlain respecto de que la guerra no iba a estallar. Hoy Rusia ha destruido un impulso civilizador que la Humanidad ya había ganado en Occidente –se lamenta-. Y si algo hemos aprendido de esta historia es que las ideas expansionistas, si no encuentran a tiempo una fuerza que las detenga, siguen adelante con sus ansias de voracidad, avanzando contra todo, cueste lo que cueste.”