La campaña expone lo peor del sistema político
Sería injusto juzgar la naturaleza del proceso electoral por el despliegue de narrativas, piezas de propaganda, cruces de declaraciones y miserias generalizadas del que fuimos testigos en las últimas semanas: en verdad, la campaña presidencial comenzará luego de las PASO del 13 de agosto. Solo en ese momento sabremos quiénes integrarán la grilla de partida. Las especulaciones, los escenarios contingentes y los anhelos personales o sectoriales que impregnan las instancias previas (uno muchas veces está tentado de definir todo eso como meras alucinaciones) quedarán encogidos por el peso de la dura y fría realidad.
Es comprensible la ansiedad de muchos actores económicos, políticos y sociales. También, su frustración por la incapacidad predictiva de los sondeos de opinión pública, que solo ofrecen fotos de una realidad que en casi nada sirven para comprender el comportamiento futuro de los votantes, en especial de los más volátiles y neutros en términos de afinidades políticas. Lo expuesto hasta ahora no deja de preocupar: una combinación grosera de lugares comunes, conceptos trillados y vacíos, promesas intangibles, peleas de cabaret y, en general, una tendencia prematura y obsesiva a polarizar y tensar al máximo con un uso del lenguaje que refleja una penosa (de)formación intelectual y un notable grado de insensatez. Quedan a la intemperie la degradación de la política y la pobreza de nuestra cultura democrática, culpa del conjunto de los integrantes del sistema político, fundamentalmente de quienes tienen y tuvieron responsabilidades directas de gobierno.
No hacía falta ratificar con estas campañas penosas, enfocadas en pelear antes que en proponer, la casi total disfuncionalidad de nuestro sistema político. La Argentina sigue usando la inflación para financiar un gasto público ineficaz y desmadrado: por eso cabalga a un ritmo cercano al 120% anual, aun con precios reprimidos (como las tarifas de servicios públicos) y un atraso cambiario de por lo menos el 70%. Acumulamos umbrales inéditos y vergonzosos de pobreza y marginalidad, la educación debería ser parte de la solución pero se convirtió en un serio problema, la infraestructura física es inadecuada para promover el desarrollo, los sistemas de justicia y salud tienen falencias enormes y la política medioambiental, uno de los más importantes dilemas para la comunidad internacional por el drama del cambio climático, sigue siendo generalmente considerada accesoria, casi un lujo que no nos podemos dar.
Entre los rasgos más preocupantes, aunque no nuevos, se destaca el uso del aparato del Estado para financiar las campañas o los anuncios con obvios objetivos electoralistas (como aumento de salarios, jubilaciones o créditos a determinados sectores de la población). La decisión del Gobierno de intervenir la fundación de Patricia Bullrich constituye una flagrante arbitrariedad que, como ocurre en casi todo lo que hace esta administración, podría tener el resultado opuesto al buscado (si es que se busca perjudicarla y no polarizar con ella). Por otro lado, los principales candidatos proponen hasta ahora soluciones tentativas que, a primera vista, lucen módicas (si no insuficientes) frente a la patética realidad que caracteriza esta coyuntura: una compleja trama de problemas endémicos que no parece poder arreglarse con un mero reemplazo de personas. Al margen de anunciar o proponer potenciales cambios (sean rápidos o graduales, vía liderazgos fuertes o por consenso), lo importante es definir las prioridades y los objetivos en materia de mecanismos institucionales y reglas del juego que estructuran la vida política y económica del país. Un contexto electoral no es el más adecuado para asuntos instrumentales o detalles técnicos, que requieren ámbitos distintos y un nivel de sofisticación acorde con su complejidad regulatoria y jurídica. Pero al menos deberían estar expuestas las prioridades estratégicas de cada una de las opciones que el electorado encontrará.
Mientras tanto, se malversan de manera imprudente el lenguaje y los símbolos con un uso ideológico, partidario, contradictorio y maniqueo de la historia. El mismo gobierno que protege, defiende y valora a Montoneros acusa a uno de sus principales contrincantes de eso y lanza una polémica con afiches callejeros incluidos. Patricia Bullrich integró una facción de la Juventud Peronista que apoyaba a Montoneros y hasta tuvo su nombre de guerra, Carolina Serrano, pero nunca fue dirigente de ese grupo. En simultáneo, se busca instalar el concepto de “generación diezmada”. Nadie duda de que quienes militaron en las décadas del 60 y 70 en el país lo hicieron en condiciones espantosas: proscripciones, violencia, violaciones desgarradoras de los derechos humanos y la instalación de un Estado terrorista que desquició al país en su conjunto, incluyendo a las Fuerzas Armadas y de seguridad. Por suerte, la Argentina con el “Nunca Más”, el Juicio a las Juntas y el nuevo impulso a las causas por violación de los derechos humanos a partir de 2003 hizo mucho más que el resto de los países de la región –y aun del mundo– para revisar y llevar justicia a una de las épocas más negras de su historia, aunque sin la imparcialidad y la objetividad que hubiesen sido deseables. Aun así, esa elite o minoría de jóvenes involucrados en política que pagaron muy caro e injustamente el precio de participar de la cosa pública, algunos de los cuales apelaron de forma irracional a la violencia, no constituye una “generación diezmada”. La mayoría de las personas de esa edad estudió, trabajó, desarrolló sus proyectos de vida y contribuyó al desarrollo del país. Si esa es la “generación diezmada”… ¿Qué otro nombre nos queda para definir a la de los niños que hoy nacen pobres y que prácticamente no tienen ninguna oportunidad de movilidad ascendente? El uso de las palabras involucra un riesgo. No olvidemos que en la Argentina llamamos “infame” a la década de 1930 y luego nos quedamos sin adjetivos para describir a las siguientes.
Es posible que a medida que nos acerquemos a las elecciones de octubre mejore este espectáculo protagonizado por los precandidatos incluyendo, pero de ninguna manera limitando, a los integrantes de las fórmulas presidenciales: los debates obligatorios y algún intercambio a través de los medios y redes sociales obligarán a que las respectivas campañas hagan un esfuerzo para romper esta apabullante mediocridad. El nivel es tan bajo que no hace falta demasiado para lograrlo. Si a los creativos “se les cayó alguna idea, si los (profusos) equipos de profesionales han trabajado estos meses, eso lo sabremos las últimas semanas antes de la elección”, asegura un curtido veterano campañólogo con decenas de experiencias en toda la región.
La democracia supone y necesita que todas las fuerzas políticas que participan del proceso electoral le expliquen a la ciudadanía sus visiones, ideas, opiniones y proyectos concretos con los que se proponen participar del desafío de gobernar en caso de ser elegidas. Este compromiso incluye no solo a los que pretenden competir por cargos ejecutivos, sino también a los que aspiran a ocupar una banca en el Parlamento. De este modo, los ciudadanos pueden enterarse de las opciones existentes y tomar una decisión informada, ponderada y razonada. Esta es la teoría. En la práctica, las cosas no son tan prolijas, prudentes ni equilibradas. Las decisiones de voto tienen un enorme componente emocional que explica el uso y abuso de las peleas, los exabruptos y el empeño por diferenciarse del adversario o “enemigo”. “El fin justifica los medios”, afirma un exjefe de diversas campañas peronistas. “Sobre todo, los medios de comunicación”, agrega riendo a carcajadas.