Thoreau vuelve: la cabaña de Walden, una utopía política
Thoreau ha asociado su nombre a dos hechos que lo resumen bastante bien: una estadía en prisión y la vida en una cabaña. Dicho así, las cosas toman una bella amplitud: uno se imagina la vida del rebelde tras las rejas, la existencia del hombre inflexible forzado por el poder a estancar sus años en un calabozo, una especie de compañero de ruta de Auguste Blanqui, quien ha pasado casi toda su vida en prisión.
Asimismo, se nos convierte el filósofo en un Diógenes estadounidense, viviendo en una cabaña, en medio del bosque, invierno y verano, comiendo bellotas, asando su pesca y la presa de su caza. Lo imaginamos gruñón y misántropo, sin recibir a nadie, prefiriendo la compañía de las bestias a la de los hombres.
Sin embargo, la biografía hace justicia a estos clichés románticos... Thoreau efectivamente estuvo en prisión en 1846, por rehusarse a pagar los impuestos que servían a mantener el régimen esclavista al que se oponía. Pero, por este delito, fue alojado una noche en un pequeño espacio municipal. El guardia, que lo conocía bien, quiso pagar por él. Thoreau no aceptó.
Fue liberado a la mañana siguiente porque un alma buena de su familia, probablemente su tía, pagó la deuda de manera anónima, contra lo cual él no se rebeló. Arrestado la víspera por la policía mientras volvía de su zapatero, fue a lo del artesano ni bien lo liberaron. Una vez que retiró sus zapatos, se fue a recoger arándanos.
En cuanto a la pequeña cabaña, efectivamente vivió ahí, pero de manera irregular, entre el 4 de julio de 1845, día de la declaración de la independencia de los Estados Unidos, y el 6 de septiembre de 1847. Es decir, fue un lugar de vacaciones según sus caprichos durante veintiséis meses. Cada dos días, visitaba a los suyos, que estaban a unos pocos minutos a pie, y se llevaba algo para comer que no fuera el pescado del lago y la marmota del bosque.
En descargo de Thoreau, él no creó el mito, como tampoco lo sostuvo. Nunca ocultó estos datos biográficos, sino que es él mismo quien da los detalles de su práctica de la cabaña.
La cabaña es para Thoreau la ocasión de probar que el trascendentalismo no es un asunto de libros sino una ocasión existencial. Incluso una sola noche de celda y la práctica intermitente en la cabaña alcanzan para mostrar que el filósofo vivía sus ideas y pensaba su vida, que asociaba la teoría a la práctica, el pensamiento a la acción, la filosofía a la vida; que no era un profesor de filosofía sino un filósofo.
Emerson le había prestado el terreno sobre el cual Thoreau construyó la cabaña al borde del lago Walden, un lugar proustiano para él, donde iba de niño con su abuela y donde con sus padres, a los siete años, había preparado una ollita con peces sobre un banco de arena.
Thoreau imagina el lago sin fondo, sin entrada y sin salida, como repleto de un agua sagrada capaz de lavarlo del pecado original de la civilización. Se baña todos los días en el lago, sea cual sea la estación. Cuando su superficie está congelada, se estira sobre el hielo y mira a través de él la vida en las profundidades. Estudia las crecidas y bajadas del nivel de agua, la respiración del lago, como si se tratara de un ser vivo...
La cabaña ocupa 13,5 metros cuadrados de suelo (3 metros por 4,5) y 2,5 metros de altura. Thoreau instala tres sillas para no recibir a más de dos personas a la vez. Coloca una cama y una mesa. Una chimenea le permite calentarse. Recibe a viajeros, paisanos, leñadores, esclavos fugitivos. También filósofos.
Publica Walden en 1854. Se trata de un auténtico gran libro de filosofía. No encontramos ningún concepto, ningún personaje conceptual, pero sí una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de una experiencia existencial: ¿cómo llevar una vida filosófica? Thoreau no invita a que se lo imite, sino que muestra cómo se puede hacer, haciéndose cargo cada uno de inventar su camino, de encontrar su vía.
Un gran y un verdadero libro de filosofía existencial, dije. En efecto. Thoreau propone lo que él llama una "medicina eupéptica", es decir, una medicina para producir el bien, y para alejar lo malo, el mal. ¿Qué prescribe esta medicina? Agradecer el esplendor de cada mañana; oponer una voluntad de dicha al movimiento natural de la negatividad que nos arrastra hacia el pesimismo; desear la felicidad que no está dada sino a construir; ponerse o volver a ponerse en el centro de uno mismo; transformar los inconvenientes en ventajas; buscar lo positivo en lo negativo; querer hacer de nuestra vida una fiesta.
Invita igualmente a rechazar "la vida mezquina". La vida mezquina es la vida vuelta hacia los falsos valores: el dinero, el honor, el poder, las riquezas, la propiedad, la reputación. Es la vida ensuciada por los vicios de la sociedad de consumo: codiciar, comprar, poseer, consumir, reemplazar. Es también una vida falsa con los demás: una vida reducida a la superficie, a las apariencias, a la mundanidad, a los salones, a la charlatanería.
¿Quién podría no suscribir a esta constatación: "Es muy evidente que muchos de ustedes viven existencias mediocres y vacías"? ¿O a esta: "La mayoría de los hombres viven existencias de tranquila desesperanza"? En efecto, nosotros no nos pertenecemos; perdemos nuestra vida en lugar de ganarla; vivimos como máquinas; confiamos siempre nuestra vida al día siguiente.
¿Qué hacer para no llevar una vida mezquina? Todo lo que permita una vida filosófica. ¿Es decir? Thoreau da recetas existenciales que son como ejercicios espirituales en el sentido de la filosofía antigua. Alcanza con extraer algunas frases de Walden para obtener principios de vida como si hubieran sido enseñados por Sócrates o Diógenes, Epicuro o Séneca.
Antes de examinar estos principios para una vida sabia, abro un paréntesis para precisar que Thoreau toma prestado de Sócrates el principio de "conócete a ti mismo"; reivindica su ignorancia modesta, "sólo sé que no sé nada", contra la ciencia suficiente y pretenciosa de los filósofos que pretenden saberlo todo acerca de todo; Thoreau practica, como Sócrates, la meditación frente a la naturaleza o los paisajes.
De los cínicos, toma prestada la vida natural como arma de guerra contra la vida cultural; la rusticidad provocadora en la vida más concreta; la indigencia que no se da en él sin ropa sucia y rechazo de la higiene moderna; las lecciones de cosas dadas por la naturaleza en general y por los animales en particular; la insumisión generalizada; la misantropía práctica, hasta los golpes de bastón (metafóricos en el caso de Thoreau) asestados a los intrusos...
De los epicúreos, toma una dietética de los deseos susceptible de producir un placer que no se abandona a sus instintos, sino a la construcción de sus placeres; define la felicidad como ausencia de problemas y, en esa estela, encuentra virtudes en la frugalidad, en la castidad, en la continencia; pone a la ciencia al servicio de la moral: la física para Epicuro y Lucrecio, las ciencias naturales para Thoreau.
De los estoicos, toma la identificación de Dios, de la Naturaleza y de la fuerza que la constituye; hace del dolor y del sufrimiento representaciones sobre las cuales se puede intervenir para atenuarlas, incluso eliminarlas; cree en el formidable poder de la voluntad; se muestra tranquilo frente a la muerte porque sabe que no es desaparición, sino dilución en el gran Todo...
[…] Walden comporta una utopía política. Esta es al menos mi hipótesis. La cosa nunca se dice. Merece, sin embargo, ser precisada. Thoreau describe una casa primitiva construida en una edad de oro, hecha con materiales sólidos y sin ornamentos. No tiene cielorraso, las estructuras son visibles, las vigas están desnudas. Es profunda como una caverna, hace falta una antorcha para ver el techo. Una sola y vasta pieza sirve de cocina, de dormitorio, de oficina, de salón, de ático. Una gran chimenea calienta al viajero de paso, que es siempre bienvenido. Un estofado se cocina en el fuego todo el tiempo. El horno cocina el pan que perfuma el ambiente. Colgados en una clavija, todos los objetos son útiles y visibles.
[...] Un rey, una reina, un paisano conviven allí en total sencillez. Esta comunidad permitiría la práctica de las virtudes propugnadas por el filósofo: simplicidad, austeridad, rusticidad, funcionalidad, verdad, autenticidad, frugalidad, sobriedad, sinceridad, felicidad, libertad, bondad, tranquilidad, bienestar.
¿No es acaso una abadía de Thelema estadounidense? ¿Una utopía concreta que cada uno puede empezar a practicar desde el instante en que lo decide? Thoreau enseña la verdadera revolución, la única que vale la pena y que no derrama sangre: esa que permite cambiar el orden del mundo, cambiando uno e invitando a los demás a cambiar.
(Traducción: Edgardo Scott)