Reseña: La guerra, de Ana María Shua
La brevedad, ese combate en miniatura
Ana María Shua (Buenos Aires, 1951) ha desarrollado una vasta obra, con zonas diversas. Escribió poesía cuando era adolescente. Obtuvo un premio con su primera novela, Soy paciente. En ese plano alcanzó un alto grado de complejidad con Hija, su última novela. Como cuentista a secas, basta recorrer sus cuentos reunidos, Que tengas una vida interesante, para descubrirla o volver a disfrutarla como una voz clave del género. Lectora constante, compiló también numerosas antologías. Pero fue además en el ámbito del microrrelato donde se destacó con media docena de libros, difundidos internacionalmente, que fueron agrupados hace un par de años en Todos los universos posibles.
En La guerra, su nuevo libro, vuelve a destacarse la variedad temática y formal, a partir del empleo de pedales cruzados: además de narraciones, hay poesía, microensayo, explosión de fastidios y entusiasmos fulgurantes o discretos. El volumen divide su objeto, la guerra, una actividad tan constante como el amor (se los suele enlazar como si fueran interdependientes), en cuatro partes: el arte de la guerra, guerreros, armas, estrategias.
Un texto se ocupa además de acercar la guerra y la escritura. En ambos terrenos, sugiere Shua, se puede llegar al triunfo sin luchar. Las bases son la sorpresa y el engaño: "Quien no sea capaz de engañar y por lo tanto sorprender, nunca logrará sobresalir en el arte de la guerra, de la escritura".
En la tradición del microrrelato se suele confiar demasiado en el efecto sorpresa, haciendo pie en el chiste y los juegos de palabras. Shua prefiere manejar un estilo elaborado, personal, que revela a menudo su carácter de mujer, lo que se destaca más aún en un campo tan masculino como el bélico. Se podría hablar de una ironía ácida, casi exhausta. En el caso de "Dodos y tasmanos", por ejemplo, tanto el ave (el dodo) como el grupo indígena (los tasmanos) terminan por desaparecer. "En términos generales –se lee– no se obtuvo gran provecho de los cadáveres tasmanos. Los dodos, al menos, servían para comer".
Desfilan las guerras y armas más tremendas, o las que más se recuerdan, aunque no se tenga conciencia nítida de lo que son: la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial, la Cruzada de los Niños, las hormigas bengalíes, las lanzas, las gaitas escocesas (como armas, no como instrumentos musicales), un portaaviones de hielo.
Los animales hacen apariciones constantes. En "Murciélagos" se piensa en usarlos como bombas vivientes, pero el experimento falla, provocando preguntas que se cancelan entre sí, acerca de los culpables. Otro tono, comparable, es el que oscila entre lo aritmético y lo lúdico. "Las treinta y seis estrategias" parte de un libro chino que las propone para engañar al enemigo. Astuta, juguetonamente, Shua sigue más allá del límite. La número treinta y siete reside en leer el libro con atención. La número treinta y ocho recuerda que el enemigo también lo leyó. Y la número treinta y nueve (muy gastronómicamente) recomienda dejar de hacer la guerra, no para hacer el amor, sino para "dedicarse a hornear pasteles de arroz".
La brevedad de algunos de los textos permite citarlos enteros sin desequilibrar el comentario. "Tratados de paz" dice: "Muchos animales se enfrentan en guerras que se resuelven en exterminio o retroceso, pero no existen entre ellos los tratados de paz. Muchos animales tienen algún tipo de comunicación, pero solo el lenguaje humano incluye la posibilidad de mentir".
La guerra es uno de esos libros que conviene degustar de a poco, incluso a los saltos, entrando y saliendo. Leído de una sentada, por su parte, parece abrirse en abanico y durar mucho más que sus concentradas ciento sesenta páginas.
La guerra
Por Ana María Shua
Emecé. 164 páginas. $ 399