La Biblioteca de Alejandría, puente entre dos mundos
El 16 de octubre de 2002 se inauguró la nueva Biblioteca de Alejandría que, como el ave fénix, renace de cenizas milenarias. La antigua hermanaba culturalmente Oriente y Occidente, enclavada como estaba en un sitio privilegiado de la cuenca mediterránea.
Luego de visitar Egipto, Hecateo de Abdera escribió un relato novelesco con sus impresiones de viaje. Contaba que, en la antigua Tebas, vio sobre una de las puertas que daba a la biblioteca del mausoleo de Ramsés II una inscripción jeroglífica que le tradujeron al griego: therapeia tes psyches (lugar de cuidado del alma); así entendían el sentido de una biblioteca. Un espíritu semejante alienta en una memorable sentencia latina: in bibliothecis defunctorum immortales animae loquuntur (en las bibliotecas hablan las almas inmortales de los muertos).
En el 331 a.C. Alejandro Magno fundó la ciudad que llevaría su nombre, al norte del legendario país de los faraones, a orillas del Delta del Nilo. A su muerte, Ptolomeo, su lugarteniente, gobernó el Egipto helenizado con Alejandría como capital. A él se le debe la fundación del Mouseion (museo) y de la Biblioteca, situados junto al majestuoso palacio donde residía, en el que, años más tarde, Julio César encontró a Cleopatra de la manera pintoresca como lo cuentan Plutarco y Shakespeare.
La Biblioteca no era tan grande como la imaginamos. Imponente era el Museo, que además de espacio cultural era un centro de ciencia e investigación, con observatorio, zoológico y jardín botánico incluidos. La Biblioteca era el recinto donde se atesoraban papiros y pergaminos –aún no se conocía el papel– y su función se articulaba con el Museo: ambos formaban el más importante ámbito de estudio del mundo entonces conocido; allí se confeccionó el primer mapamundi.
Al armar el Museo, los consejeros de Ptolomeo aconsejaron al rey formar una colección de libros que incluyera los dedicados al arte de la política, y "que los leyera". Ptolomeo II, su sucesor, se preciaba de tener los textos originales de los tres grandes trágicos. Según la Carta de Aristeas, un judío helenizado que cumplía funciones en la Biblioteca, el monarca, por consejo del político Demetrio de Falero, envió una embajada a Eleazar, Sumo Sacerdote de Jerusalén, para conseguir un ejemplar de la Ley judía y expertos capaces de volcarla al griego; la embajada tuvo éxito. El resultado fue la versión griega del Pentateuco, conocida como "la de los 70", en recuerdo de los 72 sabios (seis por cada una de las doce tribus de Israel) que cumplieron esa labor.
Ptolomeo mandó colectar cuanto texto pudiesen e incluso compró los que habían pertenecido a Aristóteles y a su discípulo Teofrasto, unos 500.000 rollos papiráceos, según Luciano Canfora (La bibloiteca scomparsa, Palermo, Sellerio, 1990).
Ordenó también copiar todos los manuscritos que llegaran en los barcos. Al Museo y a la Biblioteca acudieron sabios, científicos, artistas y poetas refinados, entre ellos Teócrito, Zenódoto, Apolonio Rodio, Apeles, y también quienes recogieron los restos de las epopeyas homéricas y les dieron el ordenamiento textual con que hoy las conocemos; con su labor nació la filología.
La Biblioteca de Alejandría brilló durante unos 700 años hasta que pereció por incendios y devastaciones, desde la invasión de César a Egipto hasta las legendarias versiones –probablemente fantasiosas– que dicen que fue presa de las llamas por capricho y desprecio de un sultán.
La nueva, que acaba de cumplir diez años, inaugurada con unos 200.000 volúmenes, no pretende reproducir la antigua, sino sólo su ideal de estudio y difusión del conocimiento. Es decir, su propósito: generar un encuentro de culturas. Posee también una biblioteca digital que, a través de la Web, permite su apertura al mundo.
Es el desiderátum con el que soñaron Borges, Eco y, hace más de dos milenios, los Ptolomeo. Además de libros, alberga en su seno diversos centros: de documentación sobre patrimonio, de información, de manuscritos, de caligrafía. Más que un archivo de conocimientos, se la ha concebido como un ámbito generador de ideas, como un crisol que aspira a recoger una constelación de saberes para darles difusión universal.
Su edificio, proyecto del estudio arquitectónico noruego Shohetta, emplazado en un sitio próximo al que se supone ocupaba la antigua, posee 70.000 m2 distribuidos en once plantas y con capacidad para almacenar unos ocho millones de libros a la usanza tradicional –es decir, en papel–, una verdadera avanzada en momentos en que el e-book o libro digital pretende asestar un golpe de gracia a su ancestro.
Con todo, el e-book, herramienta utilísima en nuestros días, no ha logrado y, en nuestra opinión, no logrará destronar a los viejos libros, frente a los que uno siente placer incluso al hojear sus páginas y oler las tintas con que han sido impresas, gozo con el que se deleitaba Ray Bradbury según consigna en páginas celebérrimas. Así, con los libros impresos que posee, la Biblioteca de la ciudad inmortalizada por los versos de Kavafis se erige, más allá de la digitalización de su acervo, como un baluarte que desafía los embates del tiempo y los caprichos inescrutables de la historia.
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