La Biblia junto al calefón
Tras enterarme de que Marcelo Tinelli había sido distinguido como personalidad destacada de la cultura por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y superado el primer momento de estupor, no pude evitar pasar revista a los hombres y mujeres que hicieron de la Argentina el faro cultural de América latina. Pensé en el Grupo de Boedo y en el de Florida; rememoré la revista Proa y la revista Sur, con su flecha azul orientada hacia el confín austral del mundo como un destino de horizontes abiertos; mucho más cercana en el tiempo, La Maga, irreverente y aguda. Como en una película, recobré el rostro adusto y la voz de Ernesto Sabato expresando su inefable melancolía; a Silvina Ocampo con los ojos entornados en la rememoración de un verso; la sonrisa buena de Raúl Soldi trabajando en su universo de seres angelicales; la humildad silenciosa de Luis Barragán al retocar una pincelada; la mirada triste de Antonio di Benedetto, que me hablaba de camelias y nunca de su martirio; a Ástor Piazzolla refundando Buenos Aires; a Les Luthiers con su humor de esmoquin y clavicordio. Y llegué más lejos, a Blackie, con sus entrevistas televisivas inteligentes y amenas que cada tanto matizaba con una pieza de jazz en el piano o un negro spiritual; y a Tita Merello, maestra de sí misma, con su avidez de conocimiento. Y a otros casi invisibles: Carlos Mastronardi, poeta de poetas, que salía de su oscura pensión en Constitución para buscar a Borges y hablar con él de literatura mientras lo llevaba del brazo por la calle Maipú; y a Jacobo Fichman, consciente de su propia demencia, poeta de su propia locura. Cómo no pensar en la Misa Criolla, tan nuestra y tan universal, o en Eladia Blázquez, que ha declarado a Buenos Aires su ciudad.
Tras la noticia, pronto recogí la indignación de colegas y de conocidos. Es que hay cuestiones que se comprenden en la piel.
Cultura es un término polivalente. Para la antropología, cultura es la totalidad de características de una identidad social, todo lo que hace a la vida socialmente aprendida de un grupo humano.
Pero, generalmente, el término conserva el significado original heredado del latín: colere, cultivar, cuidar. De allí que cuando se dice que alguien ha sido declarado personalidad destacada de la cultura, se espera el valor. Si hablamos de cultivar la tierra, cultivaremos rosas o un huerto. Difícilmente, breñas. Si hablamos de cultivar una nación, serán la sabiduría, el arte, la ciencia, de manera de igualar para arriba. Ya no se trata de lo que es, sino de lo que vale como factor de elevación social.
En el caso de Marcelo Tinelli, podrá decirse, antropológicamente hablando, que es el referente de una forma de vida que no por instalada y expandida es necesariamente valiosa. Por lo demás, las culturas se degradan. Las costumbres se envilecen. Al igual que un campo que se deja de cultivar o de cuidar, abandonándolo a la maleza.
Que el gobierno de la ciudad lo haya distinguido como personalidad destacada de la cultura estaría señalando que la cultura argentina es, desde la mirada de la antropología social, un cambalache patético en el que los calefones comienzan a superar a las biblias, o que, ya secas nuestras odres, vaciada nuestra capacidad creadora de valores, hemos comenzado un proceso de involución social en el que todo vale porque nada vale, como diría el filósofo Gilles Lipovetski.
Sin embargo, no es así. Hay escritores, poetas, músicos, artistas, grandes actores, intelectuales, hacedores de cultura, promovedores de conocimiento, de belleza; lo que torna más incomprensible e injustificable esta intempestiva decisión del gobierno de la ciudad. Si lo que se perseguía –por razones políticas, según se interpreta– era premiar a quien es mediático hasta la saturación, podría habérselo encuadrado en un rubro acorde con su renombre: premio al empresario exitoso, por ejemplo. Pero, definitivamente, la categoría elegida es un grave desacierto que alienta la confusión de valores, al tiempo que ofende a quienes han trabajado y trabajan para la elevación de la sociedad.
Recientemente, el rey Felipe VI de España hizo entrega de los premios Príncipe de Asturias. En su discurso, impecable, sentido y calificado, recordó a Miguel de Unamuno cuando recomendó: "Haced patria, haced ciencia, haced arte, haced ética". Entre los premiados de este año está el genial creador de Mafalda.
Se dirá que, hoy por hoy, no es la corona española la más indicada para hablar de valores. Pues yo creo, luego de escuchar la alocución del joven rey, que la recuperación de España está en marcha. Porque por encima de los errores cometidos importa el propósito de redención. Porque, espiritualmente, la nación tiene claro el lugar que cabe a cada qué y cada quién. Porque de lo que se trata es de actuar en el presente con voluntad de superación espiritual, sanando el pasado y con proyección de un futuro más valioso. Premiar lo que vale para incitar a trabajar en pos de un mañana mejor.
Casi al mismo tiempo, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires premia a un exponente de una realidad social en estado crítico, y no por ser portador de valor, sino por el solo hecho de reflejarla y retroalimentarla; distinguió a un representante del éxito, versado en la canalización de los apetitos más primitivos de la sociedad. Premia ya no la cultura como cultivo y cuidado, sino como mera situación de cosas. Premia, en definitiva, la tendencia al facilismo intelectual y la propensión a la procacidad de las costumbres.
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