La belleza que salvará al mundo
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La Navidad es un evento central de nuestra fe cristiana. Una fe que se asombra ante la iniciativa divina de acercarse hasta hacerse uno de nosotros. San Francisco de Asís, con su profunda espiritualidad, comprendió el poder evangelizador de los signos sensibles. Su propuesta del pesebre, concebido como una representación viva del nacimiento de Cristo, se convirtió en un instrumento eficaz para acercar a los cristianos a los misterios de la fe, invitándolos a contemplar la humildad y el amor de Dios hecho hombre.
Con San Francisco podemos reconocer que, en este Niño, Dios nos está hablando al corazón. Todo nacimiento es una llamada, un golpe a nuestra puerta, una invitación al cuidado y la ternura despertando el asombro de la belleza ante lo pequeño y sencillo. Con Dostoievski podemos preguntarnos, “¿cómo “salvaría la belleza al mundo?”
Este acontecimiento quiere recordarnos que Dios decide estar entre los suyos de un modo palpable, sensible, encarnado. De tal modo que pueda hablarnos en nuestro idioma con palabras y con gestos, a través de su rostro, sus ideas, sus emociones, su espíritu, toda su persona. Recientemente, el Papa nos ha invitado a redescubrir a Jesús en la devoción al Sagrado Corazón. Con su propuesta podemos recordar que el corazón habla al corazón, y Dios ha querido hablar a nuestro corazón para enamorarlo, ¿quién no ha sentido esa llamada ante un nacimiento?
Cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón? (Francisco, Dilexit nos, 23). Retomar una historia de amor es el motivo principal de la Navidad. ¿Quién se niega a ser amado? Las escenas narradas por Lucas despiertan la sensación de poder hallar la belleza en lo ordinario sabiendo que es allí donde emerge lo extraordinario. “Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2,6-7).
Un nacimiento producido en un contexto de pobreza, de exclusión, aun de soledad. María y José reciben la vida de Jesús como llega y en el contexto en que llega. Lo ordinario de ese nacimiento dará lugar a sucesivos encuentros extraordinarios: los pastores que alaban a Dios, los ancianos Ana y Simeón que “profetizan” sobre el niño señalando la mezcla de amor y dolor que será parte de su vida. ¿Qué descubren de extraordinario? ¿Cómo lo descubren? Aquí es dónde necesitamos pedirles confiadamente que sus experiencias y sus palabras nos hablen al corazón para reconocer el sentido de esa vida.
La tradición cristiana nos invita a contemplar en el Niño la “gracia”, es decir, el regalo que hemos recibido. Un regalo de vida que deberá crecer y manifestarse, hacerse uno con la experiencia cotidiana de hombres y mujeres para que la gracia sea justamente hablar al corazón y revelarle la salvación, la salud, la plenitud de la vida.
Pero desde este origen de Jesús descubrimos que el encuentro con su persona no termina en la adoración (cf. actitud o intención interna del corazón del ser humano para Dios, que implica la obediencia, el servicio, el reconocimiento, el amor), como dice Francisco en su última encíclica Dilexit nos.
La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales? Pero por esta misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle.
Esta mezcla de lo ordinario y lo extraordinario abre paso a una experiencia, solo la belleza que emerge de los acontecimientos y las personas –donde hasta el amor y el dolor se entrecruzan– puede salvarnos porque es la belleza que suscita el amor y nos hace ver en el otro un prójimo al que amar. Que en esta Navidad redescubramos que la belleza que salva se manifiesta en lo ordinario-extraordinario de la vida, tal como viene, tal como llega: en nuestras familias, en los cercanos, pero también los alejados, en los que más sufren, en los que menos tienen.
Pbro. Mg. Docente VRF, Universidad del Salvador