La beligerante resistencia interna al Papa
El reciente sínodo de obispos puso en evidencia una creciente oposición a Francisco, impulsada por conservadores que creen que ha venido a destruir la Iglesia
Juan Pablo II, te quiere todo el mundo", coreaban las multitudes enfervorizadas en torno a Karol Wojtyla. El papa Francisco es más popular todavía que su antecesor. Pero ¿le podrían gritar a él algo parecido? Jorge Bergoglio, junto a su innegable impacto en las masas, aun en los no cristianos, es mirado hoy como piedra de escándalo.
El reciente sínodo de los obispos terminó de poner las cosas en blanco sobre negro. Marcó un punto de ignición. La oposición a Francisco, presente desde el mismo momento de su elección, aparece –desde vertientes diversas– cada vez más con mayor nitidez y fuerza. El hervor de la crispación ha subido a la superficie de una manera no sólo inocultable, sino hasta restallante en el panorama de la actualidad católica.
Si bien sólo ahora el núcleo duro de la resistencia ha tomado una posición ostensible y desembozadamente beligerante, este rechazo visceral asaltó muchas mentes y corazones de sensibilidad conservadora desde el mismo instante en que la sonriente figura del hasta entonces cardenal Bergoglio, revestido con los atributos del pontificado, se dibujó enmarcada en el balcón de la basílica de San Pedro.
Los ejemplos se multiplican con rasgos elocuentes: "Sentí un escalofrío aterrador", se ha animado a confesar sin eufemismos, al recordar ese momento, el columnista de uno de los numerosos sitios de Internet donde se parapeta –como en las catacumbas– el núcleo duro tradicionalista.
Para esas personas, el Papa ha venido a destruir la Iglesia Católica; así de contundente. Pero eso no es todo: el histerismo opositor parece no tener límites, ni aun en la ortodoxia que ellos dicen defender, como el delirio de rezar para que "el Señor se lo lleve cuanto antes".
Puede aducirse que se trata de ese tipo de personalidades encerradas en cenáculos ínfimos. Pero, en todo caso, estos ejemplos muestran hasta qué punto se ha conformado en la congregación de los fieles de la mayor iglesia cristiana una forma de entender el mensaje religioso como una ideología de la fe (en este caso, hacia la derecha, como antes lo fue hacia la izquierda) completamente separada del mensaje evangélico. No hace falta decir que la religión se pervierte por este camino, transformándose en una verdadera caricatura de sí misma.
Los papas de siglos anteriores, hostigados por un racionalismo agnóstico, fulminaban con excomuniones el pecado del mundo
De todos modos, más allá de esas patologías siempre presentes en todas las creencias religiosas, lo que resulta indisimulable es que, sin llegar a tales extremos, han aparecido en escena toda una multitud de fieles un tanto confundidos, o al menos desconcertados e incluso escandalizados por un sorprendente y peculiar estilo pontificio.
Los papas de siglos anteriores, hostigados por un racionalismo agnóstico, fulminaban con excomuniones el pecado del mundo, pero Bergoglio parece mirar con más cariño a los hijos del vecino que a los propios, y se dirige a los que nunca vinieron, y también a los que se fueron. Una consecuencia es que hay quien se fastidia por ello, pero la periferia es la que reclama atención.
Ese comportamiento, en efecto, está suscitando un cierto desasosiego en una porción considerable de la Iglesia, desde simples laicos hasta cardenales próximos a un ataque de nervios. Tal vez debido a este particular estilo, Francisco ha instalado cierta aprensión en una parte respetable del pueblo fiel, que no alcanza a comprender ni se acostumbra a ver cómo el Papa recibe en su casa a "publicanos y pecadores".
Es así que (y a veces, no sin cierta soberbia) estos cristianos experimentan el síndrome del hijo pródigo, al reproducir la actitud del hermano que reacciona y alega un trato injusto. El que se portó bien se siente desmerecido cuando el padre recibe con gozo al descarriado. La parábola muestra las disfunciones, pero la enseñanza es la misericordia.
La urdimbre de la resistencia articula en bastantes ocasiones formas culturales que el Papa ha considerado al menos pastoralmente inapropiadas y que encarnan construcciones representativas de una mentalidad que el nuevo pontificado se ha propuesto superar como un modo de devolver a la fe católica su sentido más prístino.
Sin embargo, y metiendo el dedo en la llaga, hay aquí algo más que un planteo cultural. El verdadero punctum dolens reside en una vieja cuestión teológica que permite ver dos modos de comprender y vivir la fe, y cuyos centros significantes son la verdad y el amor. Ocurre que el acento en la verdad provocado por la hostilidad del relativismo ha buscado reafirmar la propia identidad como única vía de la salvación. Pero su contracara fue opacar el núcleo esencial del cristianismo, que es el vínculo con el otro expresado en el misterio inefable del amor.
Así, la transmisión del mensaje cristiano quedaría inadvertidamente desmerecida. Por eso el Papa, respetando los carismas de cada cual, procura poner remedio a ese estatuto sin caer en falsas disyuntivas: la proclamación de la verdad no se contradice con la primacía de la caridad.
Si bien el Concilio Vaticano II (1962-1965) se esmeró en abandonar una concepción juridicista de la Iglesia, como también superar los límites de la figura organicista del cuerpo místico, reemplazándola en cierto modo por el viejo y nuevo concepto de "Pueblo de Dios", los católicos no han terminado de salir del todo de ese pasado preconciliar, pese al más de medio siglo transcurrido desde la reforma.
Francisco parece apuntar precisamente a profundizar ese mismo cambio conciliar, pero es acusado por los grupos conservadores (y esto afloró con ocasión del reciente sínodo) de incurrir también él en la herejía del antinomismo, que con el nombre de adamismo constituyó una antigua doctrina de los primeros siglos, originaria del norte de África. Ella ha conseguido pervivir hasta hoy a lo largo de la historia en diversos movimientos y escuelas como el gnosticismo, según lo muestra el amplísimo desarrollo actual de la New Age.
Cuando la hostilidad hacia la fe se vuelve más agresiva por parte de la cultura posmoderna, la tentación del gueto, del búnker y de la beligerancia es difícil de desoír para muchos fieles
El antinomianismo o antinomismo consiste en sostener que la misericordia del amor divino exime del cumplimiento de la regla moral o más ampliamente de la ley en materia religiosa. Los conservadores apuntan al Papa y lo acusan de promover una religión anómica, desvitaminizada y enferma de facilismo, que desde una actitud casi puramente pietista y emocionalista transmite una falsa y demagógica euforia de libertad.
Cuando la hostilidad hacia la fe se vuelve más agresiva por parte de la cultura posmoderna, la tentación del gueto, del búnker y de la beligerancia es difícil de desoír para muchos fieles. Ahora que el papa Francisco reclama un giro hacia la verdad universal del amor, no faltan quienes piensan que está poniendo en entredicho las verdades de su propia fe. A partir de una mirada de corto vuelo, sobreviene así una adjudicación de relativismo y hasta la acusación de traidor.
La oposición al Papa, incluyendo su exhibición pública, no es ciertamente algo nuevo en la historia de la Iglesia. El cardenal Segura, representativo de un catolicismo hierocrático e intransigente que gustaba imponerse a machamartillo, y desde luego tan monárquico como antifranquista, se refería a Pío XII "felizmente reinante y al cual yo no voté".
Como aconteció con Francisco y el gobierno argentino, la elección de Pablo VI provocó una verdadera conmoción en el régimen franquista, y el propio Franco murió sin poder superar el amargo trago que supuso para él un cambio (el concilio) que nunca entendió.
Los contradictores del papado no se sitúan como antes (masonería, comunismo) tanto fuera sino ahora dentro de la Iglesia. En esta vuelta de tuerca se reproduce en cierto modo una situación similar a la que suscitó en su momento el aggiornamento conciliar. Pero como un viejo conocedor del alma humana, Francisco ha exhortado a deponer el internismo, acabar con las guerras teológicas que a menudo encubren terrenales disputas por el poder, e insiste en el supremo vínculo de la caridad, que es –mal que les pese a bastantes conservadores– la quintaesencia del cristianismo. Cualquier observador puede darse cuenta de que el Papa no la tiene fácil, pero quienes dudan de sus fuerzas en la pulseada es porque ignoran qué es un jesuita. © LA NACION
El autor, doctor en Derecho, es docente de la Universidad Austral