La batalla del Río de la Plata de 1939
Como dijo el papa “del fin del mundo”, el Río de la Plata está lejos de todo. Rara vez –acaso por suerte– ocurren episodios de dimensión universal. Sin embargo, el 13 de diciembre de 1939 se libró en nuestras aguas una batalla cuyos ecos cruzaron los océanos.
El tema estuvo estos días en el tapete en Uruguay porque nuestro presidente, Lacalle Pou, con buena intención, tuvo la idea de proponer la fundición del “águila” de la proa del Graf Spee, guardada desde hace años en un depósito, y transformarla en una paloma de paz, por el gran escultor Pablo Atchugarry. La idea fue muy cuestionada. Yo mismo lo hice porque no me parecía lógico destruir un trofeo de guerra histórico, de una gran victoria de la libertad. En cualquier caso, resulta interesante evocar el episodio que conmovió a toda la sociedad rioplatense de la época.
El hecho es que en aquel momento acababa de declararse la guerra y Alemania marchaba a paso de carga, con la incorporación de Austria, su invasión avasallante de Polonia y Finlandia cayendo en manos de los soviéticos, por entonces aliados de Alemania. Los mares, además, estaban dominados por una notable Marina alemana que, con acorazados, minas y submarinos, cortaba los suministros en el océano Atlántico. El propio Graf Spee había hundido nueve barcos mercantes, con un total de cincuenta mil toneladas.
El almirantazgo británico ordenó a una flotilla al mando del comodoro Harwood que le diera caza. En la madrugada del 13 de diciembre se avistaron los rivales (a la altura de José Ignacio) y se lanzaron a combatir. A la antigua. Harwood dispersó sus tres buques para impedir que la poderosa artillería del Graf Spee se concentrara e hiciera estragos. El Exeter británico fue inicialmente el más castigado, con sus torretas y el puente de mando destruidos, amén de 60 muertos. Sin embargo, tanto el Ajax como el Achilles, los dos otros buques de Harwood, impactaron 70 veces en el casco y provocaron severos daños en el flanco izquierdo del buque alemán.
Langsdorff buscó entonces refugio en Montevideo, que él mismo calificó luego de “una trampa”, porque no tuvo en cuenta la notoria simpatía del pueblo y el gobierno uruguayos con la causa británica. El presidente era el general arquitecto Alfredo Baldomir; su canciller, Alberto Guani, un diplomático que había sido figura relevante en la Sociedad de las Naciones, y el ministro de Defensa nacional, otro general arquitecto (gran arquitecto por otra parte), Alfredo R. Campos.
Los buques ingleses permanecieron fuera del puerto, al acecho. Los treinta y seis marinos alemanes muertos fueron enterrados en el Cementerio del Norte, donde aún descansan, y los heridos, atendidos en el Hospital Militar.
Langsdorff quería reparar el buque y pidió el plazo necesario para hacerlo, invocando la Convención de La Haya sobre neutralidad. Todo se le hizo difícil, porque el ingeniero Voulminot, principal del mayor astillero y fundición, se negó a colaborar. La entrevista fue en la tarde del 15 de diciembre y el comandante alemán, hablando en francés, le pidió las reparaciones, con un cheque en blanco adelante. Voulminot se negó terminantemente, pese a la amenaza de que el acorazado pudiera volar su empresa y medio Montevideo. También se negó a darle materiales y por eso él y sus obreros, temiendo una incursión alemana, se mantuvieron, armados, en guardia. El hecho es que los alemanes tuvieron que traer de apuro gente de Buenos Aires y trabajar a marcha forzada la propia tripulación.
Mientras tanto, se libraba la otra gran batalla: la diplomática. El embajador británico, el popular Eugen Millington Drake, interpretaba el concepto de neutralidad del Uruguay considerando que el acorazado en 24 horas debía salir o ser internado por el gobierno. El embajador alemán consideraba que la Convención no imponía un límite. Finalmente, el gobierno uruguayo, en una decisión muy valiente para el momento, le dio solo 72 horas para salir. Alegó que las normas le imponían aceptar las reparaciones necesarias para navegar, pero “de ninguna manera aquellas que pudieran acrecer la capacidad de combate del navío”.
Uruguay, al igual que en la guerra de 1914-1918, había acuñado la tesis de que siendo “neutral”, porque no participaba de la guerra, no era “ni indiferente ni imparcial”. Su cumplimiento de los tratados estaba teñido de esa nítida opción política.
Langsdorff entonces resolvió abandonar el puerto, trasladando el grueso de su tripulación al Tacoma, un barco alemán que estaba para abastecerlo. Puso proa a Buenos Aires y al salir de la rada y entrar en el canal, lo hizo estallar. Sus marinos pasaron del Tacoma (que luego sería internado y confiscado por el gobierno uruguayo) a dos remolcadores y lanchones que los llevaron a Buenos Aires. En lo personal, a punto de cumplir cuatro años, estuve en el puerto con toda mi familia y tengo un recuerdo de aquella multitud y la enorme masa gris del buque.
Langsdorff redactó tres cartas, una a sus padres, otra a su esposa y otra al embajador alemán, invocando las normas de honor que le imponían no entregar el buque al enemigo, dadas sus escasas posibilidades militares. Luego, acostado con la bandera de guerra de su buque, se suicidó. Está enterrado en el Cementerio Alemán de la Chacarita.
La enorme importancia de la batalla surge de que es la primera victoria de los aliados, cuando Alemania lucía imbatible. Winston Churchill, primer lord de Almirantazgo, el 18 de diciembre, pronuncia una larga y memorable alocución radiodifundida por la BBC, que comenzó diciendo: “Las noticias que nos llegan desde Montevideo han sido recibidas con gratitud en nuestras islas y con una satisfacción no disimulada en la más grande parte del mundo”. Celebra que el fin del Graf Spee permite de nuevo que en “la vasta superficie de los océanos el comercio marítimo pacífico de todas las naciones pueda disfrutar de la libertad de los mares”. Cuando el 4 de febrero de 1940 llega a Plymouth el Exeter, una multitud lo acompaña a lo largo de toda la rivera, y Churchill lanza otro de sus emocionantes discursos: “En este invierno sombrío y triste… en estos largos meses de invierno en que hemos contemplado la agonía de Polonia y ahora de Finlandia, el brillante combate del Río de la Plata… ha sido como un estallido de luz colorida sobre la escena…”. Invocará la sombra de Raleigh y de Drake para proclamar que “esta gran batalla será por mucho tiempo el tema de canciones y de relatos”.
Los marinos alemanes fueron alojados en Buenos Aires en el Hotel de Inmigrantes. Algunos oficiales en el Arsenal de la Marina y más tarde en Martín García, a raíz de una fuga. En Uruguay, se les internó en el cuartel de Sarandí del Yí. La dramática guerra, que recién empezaba, para ellos había terminado.