La batalla de las apariencias
En la Argentina hay una pelea sin tregua entre las apariencias y las evidencias. Es una guerra simbólica que se expande como el petróleo por el mar intelectual y político, y lesiona nuestra relación cotidiana con la realidad y la verdad. La mala noticia es que las apariencias mantienen la ofensiva y ganan terreno, y esto significa que también avanzan las huestes de la mentira y la manipulación. La escena intimida: si la verdad y la justicia se repliegan, tendremos conflictos éticos que golpearán en el corazón de nuestra sociedad.
Hace pocas semanas, escribí para este diario una nota en la que reflexionaba sobre la forma en que el relato político se volvió una ficción. Con el mismo ánimo intento descifrar el modo en que muchos relatos se construyen apelando a un conjunto de falsedades que se quieren instituir como certezas indiscutibles. Son relatos que ocultan las evidencias bajo un manto tejido con los hilos de las apariencias, y que debido a su condición de "verdades aparentes" resultan funcionales a la conquista y conservación del poder. Un poder que implica mucho más que el manejo discrecional de los asuntos públicos: también incluye la posesión de riqueza, fama, prestigio, impunidad y privilegios.
Cuando hablo de apariencias, me refiero a los discursos e imágenes que deforman la realidad y tergiversan la verdad. En tal sentido, lo aparente es un engaño desvergonzado, una disimulación premeditada y un ocultamiento consciente. Por eso la Justicia -cuando es realmente ciega y justa- jamás repara en las apariencias y funda sus juicios sobre las evidencias. Ahora la cotidianeidad nos muestra que circulan muchos relatos que sacrifican la verdad para salvaguardar turbios intereses personales y corporativos. Y hasta la balanza de la Justicia tiembla. Pero no digo nada nuevo, y eso es muy malo.
Por ejemplo, recuerdo un breve monólogo de Ricardo III , de William Shakespeare: el duque de Gloster, que será el sanguinario rey de Inglaterra, habla de sí mismo: "Y así cubro las desnudeces de mi villanía con algunos trozos viejos tomados de los libros sagrados, y les parezco un santo mientras represento el papel de demonio". Esto fue escrito a fines del siglo XVI y aún sentimos el eco vivo de esas palabras.
Atención: ajustarnos a las evidencias y no dejarnos llevar por las apariencias nos permite actuar como individuos responsables que priorizan la dignidad humana y la libertad. En cambio, descartar las evidencias para dejarnos hechizar por las apariencias nos esclaviza con la lógica del rebaño: todos hacemos y decimos lo mismo sin preocuparnos por el sentido y las consecuencias de nuestros actos.
En el rebaño se anula nuestra identidad y se aplastan nuestros derechos fundamentales porque los individuos se sacrifican con tal de preservar el grupo. La pertenencia al rebaño implica la pérdida del ejercicio crítico y la adhesión a un estilo de vida marcado por una homogeneidad gris, chata y anodina. Y al que se comporta de modo autónomo y distinto se lo persigue y se lo castiga. En el rebaño es muy peligroso ser diferente a la mayoría. Para colmo, el espíritu dócil del rebaño alienta la manipulación ideológica, el fanatismo y la intolerancia. Todos creen o aceptan que el líder está bendecido por el destino y que el dogma no se discute. Y el líder, envestido de un aura sobrenatural, se convierte en amo. Por eso en el rebaño nadie manda y todos obedecen ciegamente lo que ordena el amo, aunque existan algunas jerarquías precarias definidas, claro, por el propio amo. En el rebaño todo lo decide el amo y todos le obedecen: unos por convicción, otros por un mezquino interés y oportunismo, otros por resignación, otros por miedo.
Pero antes de avanzar quiero detenerme y explicar mejor lo que digo sobre la guerra íntima de las apariencias y las evidencias. Para eso invoco una imagen tan maravillosa como elocuente: la boa de El Principito , de Antoine de Saint-Exupéry.
El famoso cuento comienza con el narrador que recuerda un dibujo que hizo cuando tenía seis años: es una serpiente boa que se tragó un elefante sin masticarlo y hace la digestión durante largos meses.
Pero de inmediato el narrador cuenta que las personas mayores que vieron el dibujo, por la forma que adoptó la boa con el elefante dentro, creyeron que era un sombrero. Entonces, sin desalentarse, el narrador hizo un dibujo nuevo "a fin de que las personas mayores pudieran comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de explicaciones".
Así son las cosas: el dibujo nuevo muestra una boa que acaba de engullirse un elefante de cuerpo entero, bien parado, con un colmillo curvo, la trompa caída y los ojos abiertos. La sensibilidad artística de Saint-Exupéry nos ayuda a entender que la guerra que mantienen las apariencias contra las evidencias es una guerra tan antigua como la literatura misma.
Algunas de las más entrañables historias contadas a lo largo de los siglos giran en torno del conflicto creado por las artificiosas formas en que la mentira se disfraza de verdad. Pero una cosa es la literatura y otra muy diferente es la política. En una buena ficción literaria, los juegos de disfraces y ocultamientos se desarrollan con el consentimiento y la colaboración del lector. En El Conde de Montecristo , de Alejandro Dumas, las tretas y engaños que realiza Edmundo Dantés para conjurar su venganza se cuentan sin ocultarle nada de nada al lector. Los que ignoran todo son los personajes, que uno tras otro van siendo vencidos por el falso conde. Y en Otelo , Shakespeare organiza una perfecta operación narrativa para que el espectador conozca todas las intrigas, traiciones y falsas apariencias que arrastran a los personajes, y en especial a Otelo, a una sangrienta tragedia. Pero el pobre Moro de Venecia no sabe lo que le sucede y cae en las redes negras que le prepara el demoníaco Yago. Y es el propio Yago quien dice en el Acto I: "No soy lo que parezco". Y en el Acto II, Yago describe a Casio, su enemigo: "Todo en él es hipocresía y simulada apariencia y falsa cortesía para lograr sus objetivos". La pieza fue escrita en los comienzos del siglo XVII.
En la ficción literaria, el lector sabe lo que sucede y avanza en la lectura para descubrir lo que falta. Y al final se sabe todo, salvo excepciones muy especiales. Pero el relato político basado en el juego de las apariencias invierte este principio literario y busca sumergirnos en un océano de ignorancia e impotencia: quiere ocultar la verdad para siempre, de modo tal que nunca la conozcamos.
Y destaco algo clave: la política de hoy cuenta con el apoyo entusiasta de intelectuales y artistas que aportan ideas, marcos conceptuales y argumentos para poner en valor público los relatos armados con propiedades aparentes, es decir, inexistentes.
Esta misión tampoco es nueva, pero tiene final cantado. Se busca vestir la realidad con un traje invisible que supuestamente tiene virtudes mágicas, tal como sucede en "El traje nuevo del emperador", un cuento de Hans Christian Andersen, y también en "El retablo de las maravillas", de Cervantes, y en el cuento XXXII de El Conde Lucanor , del infante don Juan Manuel. ¿Hace falta decir cómo terminan estos cuentos famosos y populares?
Finalmente, ¿por qué se desató la guerra entre las apariencias y las evidencias? Ensayo una respuesta: porque las luchas políticas ya no se producen exclusivamente en el terreno de la política, como es el caso de los partidos políticos, los organismos públicos y las estructuras del gobierno, sino que se expandieron a otros escenarios de naturaleza independiente: la justicia, la educación, la economía, la industria y la producción, la ciencia, la cultura y el espectáculo, y en especial los medios de comunicación. Así es como la sociedad percibe que todas las cosas que ocurren son producto de la política, y, por obvia consecuencia, la gente imagina que la política está inmiscuida en todo.
Cuidado que también está escrito: los políticos interesados "en todo" siempre buscan el poder absoluto. Se vuelven autoritarios y demagogos, y muy voraces. La conquista del poder total se convierte en un programa de gobierno, en un plan estratégico y en una lucha mesiánica. Es entonces cuando la expresión "¡Ahora vamos por todo!" adquiere un sentido dramáticamente real. ¿Hay que recordar cómo terminan estas experiencias?
Pero mis reflexiones serían inválidas si no incluyera en esta guerra de enemigas íntimas a nuestra sociedad. Para eso miro al espejo donde se reflejan los rostros de todos los hombres y mujeres de nuestro país, y también el mío, y me pregunto: ¿a qué les prestamos atención: a las apariencias o a las evidencias? ¿Creemos que la Figura 1 de El Principito es un sombrero, o ya descubrimos que es una boa engulléndose un elefante?
Aunque estas preguntas sencillas parecen inocentes, son cruciales y buscan respuestas responsables, comprometidas. Porque las enemigas íntimas no van a firmar la paz, y nuestra sociedad debe elegir en dónde quiere vivir: en un país sembrado con engaños o en una república donde florece la verdad y la justicia.
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