La banalidad de siempre obedecer
"Compórtate de tal manera que si el Führer te viera aprobara tus actos", el imperativo categórico del Tercer Reich, transmitido por el criminal nazi Hans Frank, el "carnicero de Polonia". El deber de obedecer que rige en las organizaciones verticales con un jefe poderoso al que los subordinados obedecen sin pensar. El ejemplo al que acude Hannah Arendt para explicar su tan mal comprendido concepto "la banalidad del mal". Hoy un lugar común repetido para calificar la violencia de nuestra época, inexplicable más allá de las ansias de poder, riqueza o dominio. Y banalizan el concepto, ya que la violencia nunca es banal y sí lo son los individuos obedientes, incapaces de pensar por sí mismos y discernir entre lo malo y lo bueno que afecta a los otros. Por obedecer dentro de una maquinaria burocrática pueden convertirse en asesinos como Eichmann.
Arendt constató que el "hombre de la cabina de cristal", secuestrado en la Argentina, donde vivía, lejos de ser un monstruo, un personaje siniestro, era un ser ordinario, mediocre, que en su interrogatorio ante el tribunal declaró que él no solo obedecía órdenes, sino que obedecía la ley de Hitler
Arendt asistió a su juicio en Jerusalén y constató que el "hombre de la cabina de cristal", secuestrado en la Argentina, donde vivía, lejos de ser un monstruo, un personaje siniestro, era un ser ordinario, mediocre, que en su interrogatorio ante el tribunal declaró que él no solo obedecía órdenes, sino que obedecía la ley de Hitler. Para Arendt, no fue banal la magnitud de los crímenes que cometió Eichmann, por los que fue condenado a la horca, sino su figura de hombre común, tan parecido a otros que para ganar la estima del Jefe se pueden convertir en monstruos. Sin esa renuncia a la responsabilidad personal y al pensamiento libre, sin condicionamientos dogmáticos, mal se entiende la génesis de los totalitarismos que rompieron con la tradición política y generaron un tipo de sociedad cómplice con la violencia, indiferente al sufrimiento humano.
Así comienzan los totalitarismos, negando "los derechos a tener derechos". Un mal de nuestra época que sobrevive a la caída de las dictaduras, pero puede aparecer en gobiernos autoritarios, omnipotentes, que por no poder solucionar las miserias de la pobreza y las crisis económicas y políticas caen en la tentación de convertir a los seres humanos en superfluos, prescindibles, reducidos a los números de la pandemia o aislados como en cárceles.
De modo que no es banal el confinamiento compulsivo impuesto por el gobernador Gildo Insfrán, ni las muertes, ni las detenciones, ni la desprotección a su población, ni el temor reverencial en el que viven los formoseños. Sí son banales las ideas que justifican con la pandemia la cancelación de los derechos y revelan una concepción de poder autoritaria y paternalista: la de creer que los gobernantes son los dueños de las personas y las sociedades que gobiernan. Sí es banal que el secretario de Derechos Humanos ignore la filosofía jurídica que fundamenta y sostiene su cargo, la defensa de la dignidad humana de todos, no solo la de aquellos que le profesan obediencia, la que él mismo manifiesta a su jefa partidaria. Su historia personal de haber nacido en la ESMA merece respeto y compasión. Pero su tragedia no lo exime de su responsabilidad para ocupar un cargo cuya función es velar por la integridad y la libertad de los argentinos. Respetarlos en su dignidad, vivan donde vivan y piensen como piensen.
Desde el momento en que la Argentina adhirió al sistema internacional de los derechos humanos, el secretario de Derechos Humanos, en nombre del Estado argentino, tiene la obligación de acudir periódicamente ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para dar cuenta de la situación de esos derechos en la Argentina. Un informe que se construye con "la sombra" de las organizaciones de la sociedad civil, que ante la falta de respuestas de las instituciones argentinas llevan sus denuncias ante la comunidad internacional.
De modo que no hay relato posible para ocultar lo que sucede en Formosa, como se pretendió cuando vino a la Argentina la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, y la ESMA se vació para los visitantes extranjeros y los presos desaparecidos fueron trasladados a una isla del Delta, El Silencio, del arzobispado de la ciudad de Buenos Aires.
El hecho de que se vaciaran los centros de aislamiento de Formosa para la visita ocular del secretario de Derechos Humanos fue la confesión más descarnada de la identificación con el autoritarismo y la banalidad de creer que derechos humanos solo son los que connotan con la muerte y la dictadura, y no la más luminosa normativa que se dio el mundo para el "Nunca más" y la construcción de sociedades pacíficas. La única idea a la que debemos obediencia si realmente decimos respetar los derechos humanos y somos personas libres capaces de pensar por nosotros mismos. En lugar de la repetición irreflexiva del relato oficial, tan dañina como la mal aprendida lección que nos dejó la dictadura con el deber de obedecer.