La Babel argentina
"Solo la organización vence al tiempo" es una buena frase que conjuga pensamiento y experiencia. La dijo el general Juan Perón al regresar al país después de un largo exilio en España, aunque con un sentido acotado a la institucionalización del movimiento que lleva su nombre.
Perón manifestó en aquella oportunidad: "Yo dejaré de ser el factótum, porque ya no es necesario que haya factótums. Ahora es necesario que haya organizaciones... ya no seguiremos con el procedimiento del dedo... hay que recordar que mientras los movimientos gregarios mueren con su inventor, los movimientos institucionales siguen aun cuando desaparezcan todos los que los han erigido".
Intentaba realizar en su espacio partidario lo que la Constitución Nacional propone desde hace 167 años para la sociedad en su conjunto. Y que explicita con otras palabras, pero igual sentido, su Preámbulo, breve y profundo texto de introducción a los principios y normas de nuestra Ley Fundamental.
Ahora la frase vuelve a aparecer como consigna en sectores del Frente de Todos. Nada se puede decir de la envoltura del concepto, que es inobjetable, pero es necesario indagar su contenido. No es lo mismo la organización de una secta, una facción, una parte que aspira a convertirse en el todo, que la organización que garantiza a todos el derecho de formar parte activa de una nación.
La malversación de las palabras ha llevado a la corrupción de los conceptos
Es importante advertirlo, porque la malversación de las palabras ha llevado a la corrupción de los conceptos, visibles factores de disgregación social. La pérdida total o parcial del significado de las palabras representa el menoscabo de un código de comunicación que permita entendernos y construir, a partir de allí, convivencia presente y futura.
La palabra, en la Argentina, en especial en el plano político, está más devaluada que la moneda nacional. Los insultos cruzados que fluyen caudalosos en las redes sociales son la máxima expresión de la impotencia para verbalizar ideas. Y sin la gestación y el intercambio de ideas, la creatividad social se reseca, las consignas se simplifican y los odios recrecen al calor de los agravios de cada día.
En los hechos, nos ocurre algo mucho más grave que el mítico castigo bíblico a los constructores de la Torre de Babel. Impulsados por su orgullo en el intento de alcanzar el cielo, y develar sus misterios, fueron privados por Dios de la lengua única que todos hablaban y entendían, para sumirlos en la confusión de múltiples lenguas que impedían o dificultaban la comunicación entre unos y otros.
Pues bien, miles de años después lo nuestro es mucho peor: los argentinos hemos dejado de entendernos pese a que compartimos la misma lengua. Es una vuelta de tuerca respecto de la Torre de Babel. Las palabras que usamos son iguales, pero los significados son distintos.
El abuso embaucador de los recursos discursivos, los excesos retóricos para vestir lujosamente intenciones bastardas; y ahora, el engendro emocional de la posverdad han ido desgastando el valor de las palabras hasta quedarnos sin crédito verbal. Por eso nos hemos vuelto recelosos y desconfiados; y es habitual que tratemos de descubrir dobles intenciones en las trastiendas de los discursos más elaborados.
Cuando el presidente Alberto Fernández nos habla con su rostro de profesor cansado y su tono por lo general manso, no alcanzamos a discernir del todo si su mensaje es propio de un filósofo del Oriente inmemorial o si en sus entrelíneas laten las amenazas de un puntero del Mercado Central de Buenos Aires.
Durante la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, cuando la mandataria exaltaba el valor de la pluralidad en su gestión, se refería a la multiplicidad de los que piensan igual, que es muy distinta de la pluralidad de los diversos en la unidad de su común pertenencia a una nación.
La multiplicidad de los iguales o similares equivale a la clonación de pensamientos y voluntades; y de su sometimiento al cerebro único del organizador y conductor. Y como la historia lo demuestra con numerosos ejemplos, este es el más empobrecedor de los sistemas en términos de dignidad, creatividad y productividad. Implica el bloqueo, y en los peores casos la aniquilación, de gran parte del capital humano y social, intelectual y cultural de un pueblo. Se lo condena a seguir como zombi a un líder que, detrás de su imagen de poder, tiene todas las carencias, vulnerabilidades y limitaciones propias de nuestra especie.
Esta opción supone delegar en un cerebro, arrullado por las endorfinas de sus adictos, los infinitos intercambios posibles entre 44 millones de cerebros diversos, puestos a pensar, buscar, discutir, compulsar, crear, proponer y producir la Argentina de hoy y de mañana. Es una rifa incomprensible de neuronas y un gran default de la voluntad de ser.
La civilización no es una conquista definitiva; muchos pueblos salvajes lograron alcanzarla, y no pocos pueblos civilizados, envilecidos y corrompidos, la perdieron. Se trata de una construcción milenaria. Dio un primer gran salto de calidad en la Atenas de Solón, gobernante justo del siglo VI a.C. que morigeró las profundas desigualdades sociales de la época y de su ciudad, mejoró los sistemas de representación política y promovió el cambio de la pertenencia al clan, regido por la sangre, por un vínculo político atado a la condición de ciudadano.
Desde entonces ha pasado de todo bajo los puentes de la historia. La humanidad ha experimentado avances y retrocesos, períodos luminosos y masacres espeluznantes, pero en el siglo XXI aún disfrutamos del Estado de Derecho, que, aunque en nuestro caso requiere de un profundo saneamiento de instituciones y conductas, sigue siendo la expresión más desarrollada de aquello que comenzó hace más de 2600 años.
No lo tiremos por la borda con pretextos cuyo doblez se advierte desde lejos.