La aventura de dar lo que no se tiene
Me lo explicaron, quizá no mil, pero sí unas cuantas veces. Hasta creí entender lo que esa frase decía; certeza que, más o menos rápidamente, se diluyó. La conocida sentencia de Jacques Lacan: "Amar es dar lo que no se tiene a quien no es". La intensidad del oráculo; su misma sustancia críptica, esa intuición de que algo ligado con la verdad yace ahí. Late, refulge; no puede asirse.
Recordé el dicho lacaniano hace unos días, durante una obra teatral. Atlántico, de Alfredo Staffolani, dirigida por Luciano Suardi en Teatro Anfitrión. Una obra pequeña, que cuenta una historia ínfima. Chico conoce chica. Más precisamente, Inés conoce a Diego; a Diego, que está con la Rubia. Una historia pequeña sobre un amor fugaz, acontecido entre el ir y venir de la marea. Inés nació y vive en Necochea; Diego y la Rubia están de paso. Y son, todos ellos -la ciudad, los amantes entrecruzados, la playa no demasiado glamorosa-, tremendamente frágiles, erróneamente grises, un apunte al costado del libro de los grandes acontecimientos.
La historia es pequeña, conocida, y está maravillosamente contada. Dos o tres guiños de iluminación, una escenografía depurada que tan pronto nos instala en medio de la arena como nos lleva a un bar y de ahí a un auto, a una cama, de vuelta al bar. Inés y Diego se gustan, se besan, se aman; Diego la quiere a la Rubia, que se rompe de despecho, y los tres se enredan, sufren, se inventan espacios de encuentro que duelen de escasos y breves. Por momentos son tan torpes que hasta dan risa. Y uno recuerda lo que ayuda reírse cuando se vuelve intolerable esto incompleto, incierto y doliente que somos.
El encanto de Atlántico está en las interpretaciones y en el modo en que la historia es contada. Hay palabra en acción y palabra dicha. Inés actúa su amor, pero también lo cuenta; hay algún contrapunto entre lo que ella narra y lo que ocurre ante nuestros ojos: pequeñas, interesantes distancias, entre su mirada, la de Diego, la nuestra.
Un juego que recuerda, aun en todo lo que las distancia, al de la serie The affair, de Sarah Treem y Hagai Levi. Allí también está el mar como testigo (o quizá más que eso); también hay una infidelidad, una puerta abierta a lo ingobernable del deseo, y el sobrevuelo de una sospecha, la misma que en Atlántico emerge en boca de Inés y le hace decir, cual Casandra de lo amoroso: "Todo, siempre, termina mal".
Noah y Alison, los personajes centrales de The affair, se desean a morir. Ambos están casados, ambos sienten culpa, ambos presienten que lo que asoma como un desliz veraniego tendrá devastadores efectos en cadena. Tienen idas y venidas, por momentos son rudos, exudan humana sensualidad. Se buscan con desesperación, pero incluso cuando se encuentran siguen estando solos. En The affair el punto de vista es rey, y en más de una ocasión asistimos al mismo hecho, visto una vez a través de los ojos de Alison, otra por intermedio de Noah. Y ahí está lo jugoso: siempre surge alguna disonancia; ambos vivieron lo mismo, pero no. A veces son desacoples de género; otras, podría sospecharse, errores de interpretación. O simples, tal vez secretamente turbias, mentiras.
Aunque en Atlántico no subyace el poso de oscuridad que hilvana las pasiones de The affair, sí reluce el hallazgo de ese punto de quiebre: la soledad inconfesable, el embrujo que impulsa a dos desconocidos a hacer lo imposible por estar juntos. Y lograrlo, y estar, y que siempre sepa a poco. Y que el malentendido, y que la distancia, y el sinsabor y el vacío. La certeza agridulce de saber que, así y todo, algo ocurrió; eso mismo que trastorna y obliga a seguir deseando. Diego e Inés son las "imágenes paganas" de la canción de Virus (cuyo estribillo viene impreso en el programa de Atlántico), besos y ausencia arremolinados; bocas empecinadas en "pronunciar el silencio".