La auténtica gobernabilidad
Pocos días antes de una elección decisiva, se ha instalado en el debate público la discusión sobre la calidad de la gobernabilidad en el escenario político futuro.
La noción de gobernabilidad aparece en plena Guerra Fría, a mediados de la década del 70, cuando la Comisión Trilateral -surgida al calor de la crisis del petróleo de 1973- discutió un documento para orientar las acciones del mundo capitalista, esencialmente América del Norte, Europa y Japón, en el marco del enfrentamiento con el otro polo de la confrontación Este-Oeste, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Con el paso del tiempo, el debate acerca de la gobernabilidad estuvo presente en las transiciones democráticas de fines de los años 70 en la Europa mediterránea y, más tarde, a partir de 1983 con el triunfo de Raúl Alfonsín, también en casi toda América latina. Finalmente, luego de la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS, en todos los países que conformaban el mundo socialista.
Hoy, algunos sectores interesados pretenden instalar la idea de que sólo la continuidad del oficialismo asegura la gobernabilidad y que, por el contrario, aceptar la demanda social de cambio conduciría a la inestabilidad política y social.
Compartir esa proposición es inaceptable por, al menos, dos razones. Una de índole moral y la otra de naturaleza práctica. La primera constituye una especie de extorsión al conjunto de la sociedad por parte de una fracción política. La segunda es negar lo evidente: la permanencia de la propuesta hoy vigente constituye un objetivo de cumplimiento imposible.
Ello es así, básicamente, por el estancamiento de una economía que hace cuatro años que no crece ni crea empleo, pierde reservas sistemáticamente y exhibe insostenibles desequilibrios económicos básicos. Y por una situación social donde uno de cada cuatro argentinos y dos de cada diez hogares están en situación de pobreza. En otros términos, el agotamiento del ¿programa? económico y la fatiga social hacen inviable su continuidad.
Si la candidatura oficial reconociera estos datos de la realidad antes de la elección, socavaría sus bases políticas. Si, en cambio, lo hiciera desde un eventual gobierno, no sólo incumpliría groseramente sus compromisos electorales, sino que enfrentaría el cuestionamiento de una parte importante de su dispositivo de soporte político.
Nada mejor que un ejemplo para explicar el planteo: la recuperación económica depende crucialmente de la inversión que, a su vez, reclama la normalización de las relaciones financieras con el exterior. Ese camino seguramente requiera la derogación de la llamada "ley cerrojo", y todos tenemos el derecho a creer que en el bloque de la continuidad oficialista, integrado por destacados miembros del actual gabinete, un número relevante de sus integrantes no acompañaría con su voto esa decisión.
Así, desafiando tanto la sabiduría convencional como la interesada, es la continuidad oficialista la que, sin dudas, enfrentaría severos problemas de gobernabilidad, entendida de acuerdo con la definición que promueve el BID como la que "hace referencia a la capacidad de los sistemas democráticos para aprobar, poner en práctica y mantener las decisiones necesarias para resolver los problemas".
Por el contrario, la opción del cambio puede afrontar exitosamente los desafíos, a condición de que procese adecuadamente la información que ofrece la mejor encuesta disponible, como son los resultados de las PASO de hace pocas semanas.
Una primera información relevante es que, por primera vez en nuestra historia, habrá segunda vuelta para elegir presidente. En esta oportunidad entre la continuidad del populismo y la normalización democrática expresada por la coalición Cambiemos. Esto significa que el próximo presidente, expresión política de la mayoría social que reclama cambio, tendrá una indudable legitimidad surgida de una sólida mayoría del cuerpo electoral.
Al mismo tiempo, los resultados de las PASO confirman que ninguna de las fuerzas políticas que compiten en la elección dispondrá de mayorías legislativas en las cámaras. Este dato de la realidad es una limitación, pero al mismo tiempo una extraordinaria oportunidad para el nuevo gobierno. En efecto, el cumplimiento de los ambiciosos objetivos establecidos por el ingeniero Macri -luchar contra la pobreza, desarticular las redes del crimen organizado y unir a los argentinos- reclama las ya concretadas tareas de un estudiado programa de reformas estructurales y la identificación de los recursos humanos calificados para implementarlo.
El establecimiento de los objetivos y la determinación de los programas son las condiciones necesarias que exigen, para su materialización, la constitución de una amplia coalición política que los sostenga -capaz de darle sustento legislativo al poder administrador- y una diversa coalición social que los comparta.
Esta voluntad de los actores políticos y sociales que estén dispuestos a comprometerse con el cambio debe formalizarse inmediatamente después de la primera vuelta con el objetivo de ganar el ballottage y llevar adelante el programa de normalización democrática, progreso social y adecentamiento de los asuntos públicos.
Ése es el camino para superar la modesta tradición republicana de nuestro país que hace que muchos confundan gobierno con Poder Ejecutivo Nacional y liderazgo político con la combinación de tonos autoritarios desde la cima del poder y subordinación obediente desde las cámaras legislativas, las provincias y los municipios.
En esta séptima votación presidencial desde 1983, último caso de una elección ganada por el candidato de un solo partido, debemos demostrar que podemos afrontar los desafíos de la Argentina del Bicentenario siguiendo el camino de las coaliciones de gobierno que distinguen a los regímenes parlamentarios europeos y, también, los llamados presidencialismos de coalición que gobiernan en nuestros países vecinos.
Economista y político, dirigente de la UCR
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