La astilla más dolorosa del palo peronista
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento. El momento en que el hombre sabe para siempre quién es”, recitó ante la prensa. Desde esa tarde última Carlos Pagni no deja de punzarlo con su ironía: “¡Un peronista que lee a Borges!”. Miguel Ángel Pichetto eligió esa frase borgeana para explicar por qué aceptaba acompañar a Mauricio Macri en la campaña de 2019. No se trata de un simple aforismo, sino del párrafo crucial de un cuento estremecedor: Borges imagina allí la vida, las peripecias y la oscura prehistoria de Tadeo Isidoro Cruz, añadiéndole así un tramo inesperado al gran poema de José Hernández. El final de aquel relato resulta significativo: Cruz conduce la partida que da caza a un prófugo del ejército; este sale de su guarida y hace frente con su facón a varios soldados. Y en la oscuridad de esa emboscada, a Cruz lo acomete de pronto una rara epifanía: se reconoce en aquel lobo bravío (siente “que el otro era él”), arroja a la tierra su quepis, anuncia en un grito que no va a consentir que se mate “a un valiente” y se pone a pelear contra su propia tropa, “junto al desertor Martín Fierro”. Ese desenlace, que Borges reescribe con deslumbrante economía, sirve acaso como alegoría de un militante que ofició toda su vida como “peronista profesional” y que desde el Partido Justicialista y, específicamente, desde el Congreso de la Nación brindó buenos servicios de gobernabilidad a Menem, a Duhalde y a los Kirchner. Con parecida voluntad institucional había convalidado muchas de las iniciativas de Cambiemos, pero aun así nadie podía prever que Pichetto abandonaría un día su confortable vereda y que con todo para perder –en el marco de una crisis severa y en medio de los pronósticos electorales más funestos para aquella gestión–, aceptaría como Cruz el impulso de cambiar de frente. A pesar de las cuantiosas críticas que le despertaba aquel gobierno republicano, y que en la actualidad mantiene sin arrepentimiento alguno, el hombre sentía a la vez una nueva e íntima afinidad con él, algo que le explica detalladamente al articulista Carlos Reymundo Roberts en un libro inminente cuyo título lo dice todo: Capitalismo o pobrismo (esa es la cuestión). Se trata de un texto inquietante que caerá como una bomba sobre el techo agrietado de este corpus peronista en estado deliberativo.
A la hora de la verdad, muchos justicialistas se dejan arrastrar por un verticalismo cobarde que nos lleva a todos, incluso a ellos mismos, al fracaso
Algo extraordinario ocurre en sus 250 páginas: jamás este dirigente histórico del Movimiento Nacional –hoy uno de los objetores más duros de la cultura kirchnerista– exhibe la fe de los conversos. Muy por lo contrario, el lector antikirchnerista sentirá escozor al leer la defensa que porfía ante ciertos actos cuestionables del matrimonio Kirchner y la relativización que hace de determinadas causas judiciales; también la cruda reivindicación de la realpolitik: “Las propias ideas no son valores secundarios, pero cuando uno está dentro de un gobierno funcionan las razones de Estado y el encolumnamiento –dirá–. Tuve que subordinar también, en muchos planos, mi propia aspiración política”. Ese mismo sentido de la disciplina, de la responsabilidad y del estoicismo lo han convertido en el principal escudero de Macri en el llano, a quien le pone el pecho mientras muchos de sus “herederos” miran para otro lado o evitan refutar las más flagrantes calumnias que le lanzan. Su negativa al oportunismo en sus diversos pasados y también en el puro presente, y su propensión a no dejarse intimidar por lo políticamente correcto –se atreve a declarar que su estadista modélico es el demonizado Julio A. Roca–, le otorgan una extraña autoridad moral. Desde allí interpela como nadie a su antiguo partido, a la Iglesia de Bergoglio y al progresismo argento. Este es el verdadero núcleo ideológico de Pichetto: los acusa a todos ellos de haber boicoteado una y otra vez la chance de un capitalismo inteligente, y de alentar ahora un pobrismo nefasto.
Considerándose más un liberal que un conservador –votó el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo, las leyes de género y la reproducción asistida–, denuncia que las posturas de una izquierda vetusta se han apropiado del peronismo, acusa a la progresía que ganó la batalla cultural de enamorarse del “aparato asistencialista” y de tener una posición “ONGeísta según la cual la política es una actividad de corazones solidarios”, y cita a Sabina –”no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”– para develar por qué han quedado anclados en los prejuicios de los años 70. También carga contra el justicialismo troncal, cristalizado en “las miradas corporativas del mundo de los 50″: estas le parecen “agotadas porque son modelos que ya no generan empleo; al contrario, lo expulsan”. Pone como ejemplo la doble indemnización, que ahuyenta el trabajo, y articula la necesidad de salvar a las pymes modificando el régimen laboral. No le teme al dogma: rescata al Perón que entendía las metamorfosis históricas y no se quedaba congelado en sus propios apotegmas. “El peronismo sintetizó el esfuerzo del empresario conciliándolo con el mundo del trabajo –les recuerda a sus excompañeros–. Nunca fue colectivista y nunca ha hecho un ejercicio de centralidad en el pobre. Al contrario, su objetivo era sacar al pobre de la pobreza y ponerlo a trabajar en la producción. Perón dijo: cada uno tiene que lograr ser productor de lo que consume. Jamás negó el capitalismo, ni al empresariado”. Sí admite que sus administraciones tuvieron siempre una caudalosa distribución de recursos entre los humildes, pero “también el gobierno de Macri tiene en su haber un fuerte apoyo a los pobres. Es mentira que gobernaba para los ricos”. Dicho en términos marxistas, Pichetto considera que hoy la contradicción principal es capitalismo o pobrismo, y que en ese debate se juega el destino de un país que no deja de autodestruirse.
Por ese camino acusa a ciertos clérigos de ejercer una mala influencia sobre el Movimiento: han ayudado a consolidar la idea de que “una Argentina más justa es más uniforme pero más pobre”. Que ser pobre da un certificado de superioridad moral, y que los emprendedores privados son “neoliberales” moleculares sin redención. El pobrismo les permite a los dirigentes entender que cuantos más menesterosos e indigentes haya mejor para la política, porque estos dependen del Estado y se vuelven votantes cautivos. A continuación, arremete contra otros dos pecados peronistas: la vocación por jugar solos, descalificar al resto y perpetuarse a cualquier costa, y sus arranques de nacionalismo emocional. Postula que el justicialismo debe operar con firmeza dentro del sistema democrático, reconocer a quienes no lo votan y respetar las alternancias, la división de poderes y la libertad de prensa, y abandonar para siempre la “cosmovisión malvinera. Cuando la gente empieza a gritar ‘Argentina, Argentina’ hay que tener cuidado porque el gobierno suele cometer gruesos errores”.
El desarrollo de su pensamiento ilumina cabalmente la cuestión esencial de aquel giro, pero también le demuestra al justicialismo su propio déficit: para ser coherentes, los “peronistas republicanos” deben migrar hacia la oposición y abandonar una fuerza donde quedan decenas de miles de dirigentes y militantes que modulan clandestinamente las mismas convicciones, pero que a la hora de la verdad se dejan arrastrar por un verticalismo cobarde y por una estrategia regresista que nos lleva a todos, incluso a ellos mismos, al fracaso y al infortunio.