La Argentina volátil: el lado oscuro de la década ganada
Inflación, sobreendeudamiento de los más pobres, pactos entre policía y delito, expansión del narco: las bombas de tiempo sostenidas a fuerza de clientelismo, subsidios e indiferencia revelaron en estos días el rostro más inquietante de la exclusión
Señora, ¿qué hago? Soy de La Plata. ¿Por dónde puedo salir de acá?
La mujer estaba parada en una esquina de Floresta. Ella y su bolso panzón, ella y los dos hijos adolescentes que la habían acompañado a comprar ropa en la avenida Avellaneda para venderla antes de Navidad. A su alrededor, todo es corridas
–¡Saqueo! ¡Saqueo! ¡ Comenzó el saqueo! –pasa gritando un hombre con un bolso enorme sobre la espalda.
Van todos en la misma dirección: hacia la avenida Rivadavia. El mismo apuro atropellado, la prisa de quien no sabe bien qué pasa, pero corre por si acaso. Pasó el sábado 7 de diciembre. Pasó y no pasó del todo, porque ningún medio estuvo ahí para mostrarlo. Pasó como pasó el año pasado, en otro diciembre lleno de luces, papanoeles made in Taiwán y bajo la sempiterna amenaza de cada mes doce: el saqueo, el arrebato, el presagio de marabunta humana incontenible.
Para ese entonces, ya Córdoba le había mostrado al país hasta qué punto ese miedo colectivo que alcanzó su clímax el 19 y 20 de diciembre de 2001 podía volverse un muñeco de resorte, y volver a aterrarnos doce años después. Porque eso fue la provincia por horas: el catálogo completo de espantos, el miedo sin plazo y sin nombre. El fuego y los palos, y cada otro vuelto un enemigo.
Hubo vecinos avanzando sobre el mismo negocio al que hasta hacía pocas horas habían ido a comprar flautitas. Hubo arrebatos en bicicleta, en moto, de a pie. Hubo 4x4 cargadas hasta el asco, y filmaciones en donde toda esa tragedia se vuelve broma. Humor cordobés.
–¡Qué culeao! ¡Vos saqueás y vas a la iglesia!
–No filmés, culeao, no filmés…
La grabación dura minutos, pero entre las carcajadas de quien filma y quienes aparecen en ese video llevándose desde televisores hasta colchones no queda duda: aquí nadie va a impedirle al otro que haga lo que vino a hacer. A decirle que eso que hace se llama robar.
Daniel Arroyo, presidente de Poder Ciudadano y ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, habla aquí de "descomposición social", de lazos colectivos disueltos. Y afirma que –especialmente en aquellos sectores que caracteriza como "vulnerables"– la única ley que sobrevive es el sálvese quien pueda. El todos contra todos. El todos contra uno.
"En ese sector, la idea es que cada quien tiene que salvarse solo y como pueda. Hablamos aquí no de los sectores pobres que cuentan con la asistencia del Estado, sino de las miles de personas que viven de changas, entrando y saliendo del mercado de trabajo, sin ingresos fijos ni perspectivas de mejora de ningún tipo. Gente a la deriva y cargada de frustración porque no hay correlato entre sus expectativas y su realidad. Desean cosas a las que saben que no van a poder acceder y eso –en un mundo en donde todo el tiempo te están repitiendo que uno es por lo que tiene– los llena de rabia y de impotencia."
Y a menudo los vuelve material disponible para anotarse en el proyecto que sea. ¿El saqueo? Desde ya, pero también en cualquier otra clase de "changa" non sancta. No es casual que hoy muchos de los jóvenes que viven en las barriadas más pobres de Córdoba, Santa Fe o Buenos Aires (parte del casi millón de jóvenes que no trabajan ni estudian) terminen oficiando de "soldaditos" de la droga. Las narcobandas que se han instalado y expandido vertiginosamente a partir de 2001 (sólo en Santa Fe se han detectado 2500 "quiosquitos" de estupefacientes, y hace un año Hugo Tognoli, jefe de la policía provincial, fue separado de su cargo bajo la sospecha de proteger a una banda de narcos) les permiten ganar entre 5000 y 8000 pesos por mes a chicos que literalmente no saben hacer nada. ¿El pacto? Enclaustrarse en una casilla de madera a despachar dosis de cocaína. Es eso o volverse fuerza de choque de sindicatos. O mano de obra para la violencia en el fútbol.
Las opciones, como se verá, no abundan, y se parecen demasiado a un menú de formas de morir. Hace algunos meses, Isabel Vázquez (vecina de Budge, fundadora de Madres contra el Paco y testigo involuntaria de la realidad que viven hoy miles de chicos) decía: "Sabemos que acá se está dando el reclutamiento de pibes. ¿Para qué? Para fraccionar y preparar droga, y también para robar. Los pibes pobres son siempre carne de cañón para lo que sea: para los sindicatos, para las marchas. Les prometen trabajo, les ponen un chaleco y los mandan al frente. En los días del saqueo los vinieron a buscar y les ofrecieron desde paco hasta pastillas". Y lo que pudieran manotear en el tumulto, claro. Lo que sea que los acerque a ese mundo rutilante que se les muestra y se les niega, todo en un mismo gesto.
Una semana de furia. Levantamientos policiales y ataques a comercios y hasta casas particulares en 20 de las 24 provincias. Mil novecientos negocios saqueados (las cifras son de la Cámara Argentina de la Mediana Empresa). Quinientos sesenta millones de pesos en pérdidas, centenares de heridos y –al cierre de esta nota–, doce muertos en las refriegas entre los dueños de las cosas y los que querían llevárselas de puro muchos. La secuencia, por más que el jefe de Gabinete haya dicho "que se avizora paz y tranquilidad", aún no se ha detenido y, en el clima enloquecido de tantos otros diciembres, la máquina del rumor no da tregua. Una quiniela siniestra de fechas augura nuevos episodios de violencia para el 19, el 20, el 23. ¿Quién lo puede saber? Ésa es, también, la forma de lo desesperante: que nadie sabe nada. Que no hubo –ni en el gobierno nacional, ni en las autoridades provinciales– nada parecido a una intuición tan elemental como sospechar que (fugada la policía de las calles) el precario orden sostenido a fuerza de garrotazos se vendría abajo. Y se vino, nomás: Córdoba fue la primera zona liberada y los ciudadanos quedaron justo en el medio de esta línea de fuego entre el gobierno (que por lo visto necesitó de este carnaval sangriento para comprender las ventajas de pagar a tiempo y mejor a los uniformados) y unas fuerzas de seguridad emparentadas con los que dicen combatir y que no dudaron en apelar a la extorsión más brutal para lograr su cometido.
El incendio y las vísperas
Sin embargo, para quien quisiera leer los signos, todo estaba ahí: el inicio, la trama, el posible desenlace. En un país en el que 26,9% de la población es pobre, 5,8% es indigente, hay 5 millones de chicos y adolescentes pobres y 45% de la fuerza laboral tiene un empleo informal (los datos corresponden al último informe del Barómetro de la Deuda Social Argentina), dejar las calles libradas a su suerte no podía terminar sino como terminó. No porque ser pobre implique salir a robar, qué va, sino por aquello de la ocasión y el ladrón: cada ciudad se volvió un autoservicio repleto de cosas apetecibles. En este caso –teniendo en cuenta que parte de la jerarquía policial está siendo investigada por tener un rol activo en la "liberación de zonas" para el robo y los contactos con las bandas locales– es dable sospechar que fue el mismo cancerbero quien avisó que las puertas de la ciudad quedaban abiertas, y sin candado. Y eso, en un contexto de desigualdad y malestar social que se repite de provincia en provincia, ofició como disparo de largada para correr a los negocios, a llevárselo todo. "Hace un año, yo hablaba de la «periferización territorial de la pobreza» en Córdoba, con barrios dormitorios (similares en algún punto a los bantustanes del apartheid sudafricano) a donde eran desplazados los pobres. Era evidente que la situación era muy tensa y que ese orden social instalado dependía absolutamente de una fuerte presencia policial", dice Pablo Semán, antropólogo y docente del Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes). "Hoy se da una situación menos aguda que en 1989, cuando el saqueo irrumpió como posibilidad. No hay, de hecho, hiperinflación ni alto desempleo, pero sí una remarcación salvaje, necesidades y un alto estímulo al consumo. Hay un proceso político que les ha planteado a diversos grupos sociales cuestiones de derechos, que, mezclado con el narcotráfico como nuevo actor y la protesta de las policías, dio como resultado esto", apunta. "Para decirlo muy rápidamente, hoy la política del «apriete» ha reemplazado al derecho y a la negociación. Entonces, cada uno «aprieta» como puede y éste es el resultado", observa.
La socióloga Graciela Römer coincide y afirma que "lo que evidencia esta clase de episodios es la atroz pérdida de capital social experimentada por la Argentina. Hay un creciente aumento de la violencia en la sociedad, en la escuela y en las calles. Se ve a funcionarios políticos enriquecidos y todo eso aumenta la percepción de que hay bolsones de impunidad. Hay una crisis que afecta a todo el entramado institucional y social, y eso está en la base de estos episodios".
No fue nadie
Por eso, nada de qué extrañarse si en diez días la Argentina se volvió Gomorra: una persona fue quemada en Glew, otra baleada en Córdoba, otra muerta de un puntazo en Tucumán, y así hasta llegar a doce muertos. "En el saqueo, el individuo cede su subjetividad a la masa y se vuelve cosa. Y transforma también al otro en una cosa. Por eso se lo puede robar, golpear, matar. Como parte de la masa, el individuo pierde sus frenos inhibitorios y es capaz de hacer lo que no haría estando solo ni en otro contexto", reflexiona Enrique de Rosa, médico psiquiatra. "Por lo que dure el saqueo, se puede hacer todo lo prohibido. Y sin sanción, porque si fuimos todos, no fue nadie." De hecho, se anunció con bombos y platillos la detención de 164 personas por los desmanes en Mar del Plata. Al cierre de esta nota, ya estaba libre más de la mitad.
¿Qué se espera cuando ya no se espera nada? ¿Cuando todo –la educación, el trabajo, el progreso– es una quimera? Tal vez eso sea el saqueo: la ilusión de apoderarse a los manotazos de todo eso que no se alcanzará nunca. ¿Implica esto una justificación romántica del vandalismo? En absoluto. Es, en todo caso, un esfuerzo por entender la lógica detrás de estos días feroces, en los que mientras la Presidenta bailaba al compás de una cacerola en Plaza de Mayo, el verdadero "choque urbano" sucedía en Tucumán, donde no bien llegó a un acuerdo salarial la policía repartió bastonazos entre los ciudadanos que se manifestaban en una plaza.
Pero es también preguntarse cuál es la base social que habilita el caos a repetición, que explica la velocidad de su propagación y en determinados sectores hasta lo convierte en motivo de orgullo. "¡Alto saqueo!", anunciaba exultante un chico desde su muro de Facebook, donde subió sus "trofeos de guerra": dos pares de zapatillas, una campera clara, y poco más. Las víctimas se cansaron de repetir que no, que "esto no es hambre". Y están en lo cierto, pero tal vez haya que pensar en otra clase de apetitos para entender cómo es que alguien puede llegar a trocar un tiro en la cabeza por un par de pantalones o unas zapatillas de brillo radiactivo.
"Si los de 2001 fueron los saqueos del hambre, éstos son los saqueos de la desigualdad", ensaya Alberto Föhrig, politólogo y docente de la Universidad de San Andrés. "Hay una teoría para explicar esto: la de la deprivación relativa. Esto es, ¿cuál es la diferencia entre lo que alguien cree que merece tener y lo que efectivamente tiene? Pero si uno cree que esto se soluciona haciendo transferencias de recursos, se equivoca. Porque lo que hay aquí es un problema complejísimo y de larga data, que implica fragmentación política, convivencia incestuosa entre policía y narco, ausencia de políticas sociales realmente eficaces que sirvan para superar la pobreza y no para reproducirla. Hay, hoy, un desfase enorme entre las expectativas y los logros de los sectores más marginales. Hay un discurso en favor de la igualdad que no se condice con la realidad. Y eso siempre genera violencia, sobre todo en un contexto donde hay cientos de miles de personas que son la cuarta generación que no trabaja y no tienen ninguna salida", explica.
Cualquiera que conozca algo de bosques sabe del manto ígneo, esa capa de hojas capaz de arder bajo la superficie y hacer que un incendio se propague a kilómetros de su punto de origen. Lo mismo vale, quizá, para el combustible que alimenta cada una de estas quemazones, diciembre tras diciembre: la chispa es lo de menos. Puede ser una "extorsión policial", un "agitador político", el hambre puro y duro, una inflación vertiginosa. Pero, y para decirlo en el único idioma que entienden las autoridades, tal vez no haya mayor "gesto desestabilizador" que éste de dejar que el polvorín crezca sin hacer nada. Nada más que espolvorear dinero y dones cada tanto, y confiar en que –con una policía mal paga y peor controlada– alcanzará para mantener a raya las llamas. El incendio secreto.
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