La Argentina de la universidad obsoleta y el desempleo calificado
El arquitecto que manejaba un taxi se convirtió en una imagen de aquella Argentina arrasada por la hiperinflación de los ochenta y por el derrumbe de 2001. Duele decirlo, pero en la Argentina de la cuarentena récord, montada sobre una recesión que lleva al menos cinco años, hay profesionales que tampoco encuentran trabajo como taxistas.
El desempleo es siempre un drama individual, social y familiar. Cuando golpea a hombres o mujeres que alcanzaron o pasaron los 50 años de edad, que tienen hijos todavía chicos y que no cuentan con demasiados ahorros ni con un capital propio, la situación adquiere la dimensión de una tragedia
El desempleo es siempre un drama individual, social y familiar. Cuando golpea a hombres o mujeres que alcanzaron o pasaron los 50 años de edad, que tienen hijos todavía chicos y que no cuentan con demasiados ahorros ni con un capital propio, la situación adquiere la dimensión de una tragedia. Pero, más allá de escalas y matices, no es menos angustiante el desempleo de aquellos jóvenes que se han sacrificado y esforzado para obtener un título universitario, que creyeron que eso los ponía a resguardo de la intemperie laboral, y que hoy encuentran, sin embargo, que no se abre ninguna de las oportunidades que habían imaginado. Se trata de un "desempleo calificado" que no aparece identificado en muchas estadísticas, pero que esconde un sentimiento de angustia y frustración cada vez más profundo.
Hay un problema estructural que lleva décadas en la Argentina: el sistema universitario "produce" por año más graduados de los que llega a absorber el mercado laboral. Es un fenómeno que se agrava con otro: las universidades forman más abogados y psicólogos que ingenieros y diseñadores de software, pero el país necesita más ingenieros e informáticos que abogados y psicólogos. Así, las universidades proveen más frustración que oportunidades. Y eso ocurre en un país donde el sector privado se ha achicado dramáticamente y el sector público está saturado. En ese círculo vicioso, hay una generación de universitarios que deambula con su currículum en la mochila sin encontrar esperanzas.
Nada de esto empezó ayer, pero se ha agravado exponencialmente en este año de cuarentena indefinida. Muchos proyectos han quedado en suspenso, millones de empresas y comercios se han achicado, los estudios profesionales se han replegado al trabajo virtual y, en muchos casos, a una escala de supervivencia –con menor demanda de pasantes, practicantes o profesionales junior–. La respuesta más esperanzadora que encuentra un joven que busca trabajo es: "Volvé el año que viene". Hoy está todo parado, subordinado a la incertidumbre, sin horizonte ni certezas. La caída de la actividad pero sobre todo el miedo al futuro funcionan como una anestesia sobre el sistema productivo de bienes y servicios. Salvo algunos rubros que han encontrado un nicho y una oportunidad en la cuarentena, la mayoría está en "modo avión", con sus funciones vitales disminuidas.
En ese contexto, hay un fenómeno que empieza a perfilarse: el de los jóvenes profesionales que vuelven a la casa de sus padres. Se les han desmoronado los ingresos y no saben cuándo se podrán recuperar. Por eso han tenido que enfrentar un drástico recorte de gastos. Si se habían independizado hace poco tiempo o se habían ido a vivir en pareja, optan por volver a la casa familiar hasta que puedan rearmarse. Es una situación que angustia a padres e hijos y que genera impotencia. No hay cifras ni registros fotográficos. Como muchas de las angustias sociales, se desarrolla sin espectacularidad, con cierta discreción y hasta de un modo casi silencioso.
La Argentina tiene uno de sus mejores activos en las redes de solidaridad familiar. Hay una cultura de ayuda mutua y de poner el hombro en los momentos difíciles. Ha sido una reserva de enorme valor para enfrentar las debacles socio-económicas. Este año parecen estar funcionando mucho más de lo que detectan los radares del análisis sociopolítico.
El "desempleo calificado" no es ni más ni menos grave que el desempleo a secas. Pero expresa la profundidad y la magnitud de la crisis que agobia a la Argentina. Es el disparador, además, de una distorsión en el mercado laboral. Cuando el arquitecto maneja un taxi y el abogado busca empleo como administrativo, se achata la pirámide de oportunidades: el que solo tiene título secundario se cae a un escalón inferior y así se profundiza el deterioro del tejido laboral.
La angustia de los profesionales jóvenes acentúa, además, el desánimo social. Es un fenómeno que incuba frustración y hasta dosis de resentimiento. La imagen del regreso al hogar familiar es una imagen de cierta melancolía que quizá ilustre el espíritu de este tiempo. No tiene por qué ser una derrota individual, por supuesto, sino un digno repliegue en un contexto de generalizada adversidad. Pero expresa, sí, otra derrota de la Argentina, que cíclicamente estrangula las oportunidades y achica el horizonte.
Muchos de esos jóvenes profesionales son los que piensan en irse del país, aunque ese también sea un salto a la incertidumbre. Estudiaron y se formaron con la creencia de que el título universitario les garantizaría, como a generaciones anteriores, al menos una oportunidad. Es cierto que hoy todos los planetas parecen desalineados. Aun así, hay cuestiones estructurales que alguna vez tendremos que enfrentar: ¿la universidad seguirá formando profesionales para el siglo XX en pleno siglo XXI? ¿No habría que estimular el estudio de carreras más conectadas con el futuro que con el pasado? En la Universidad de La Plata (muy representativa del sistema universitario argentino) las facultades de Humanidades, Derecho y Psicología tuvieron este año más del doble de ingresantes que las de Ingeniería, Informática y Exactas. En el país de la agroindustria, apenas ingresaron a la Facultad de Agronomía 275 estudiantes, contra 1400 que ingresaron a Comunicación Social. "Las mejores universidades –cuenta Andrés Oppenheimer en su libro Crear o morir– son las que ya están permitiendo a sus estudiantes construir sus propias carreras interdisciplinarias, como medicina robótica o ingeniería médica". El acelerado desarrollo de la inteligencia artificial va a requerir más filósofos y especialistas en ética, postula el genial historiador israelí Yuval Harari. La revolución de las impresoras 3D abrirá una enorme demanda de diseñadores industriales, anticipan los estudiosos de la innovación. Y la expansión de los drones potenciará nuevas ramas jurídicas, como el derecho espacial. En las ideologizadas universidades argentinas ¿alguien está pensando esas oportunidades?
Por supuesto, para que estas alternativas florezcan hará falta un país que crezca y no que se achique, que se despliegue en lugar de replegarse y que potencie sus oportunidades en lugar de desaprovecharlas. Pero nada de eso ocurrirá si no somos capaces de pensar ese futuro con esperanza y con grandeza; también con creatividad. Tampoco ocurrirá sin el compromiso y el esfuerzo de las nuevas generaciones, desafiadas a eludir la resignación y a forjar con audacia su propio destino. Debemos combatir al derrotismo. Los protagonistas para liderar la transformación están ahí: son esos jóvenes que hoy vuelven a la casa de sus padres con el título bajo el brazo, pero sin darse por vencidos.