La Argentina, un país peronista
Surgido del tronco nacionalista, corporativo y caudillista, el peronismo hoy reina sin competencia; el reemplazo de la actual gestión será, seguramente, otro político del movimiento que también rendirá pleitesía a Perón, a Evita y a otros muertos ilustres
La Argentina y Brasil son países vecinos cuyas historias a veces se tocan. En 1930, hubo golpes cívico-militares en ambos países. Uriburu y Vargas fueron las cabezas de esos movimientos destituyentes contra presidentes electos. En 1980, en ocasión del 50° aniversario de esos hechos, la historia parecía estar igualmente próxima: había gobiernos militares de los dos lados de la frontera. Pero las apariencias engañan. Fui testigo de cuán diferentes son las culturas políticas de ambos países, de cómo proyectaban los hechos del pasado de forma diferente hacia el presente y transformaban, en última instancia, a la historia misma.
En 1980, exilado en Río de Janeiro, tuve la oportunidad de comparar la forma de hacer política de cada uno. En Brasil, la efeméride de 1930 no tuvo actos oficiales, pero fue recordada en varios eventos académicos. Curioso, asistí a un seminario. Aunque algunos de los conferencistas tenían posiciones antagónicas, el debate entre ellos y con el público transcurrió en total calma y, al final, todos aplaudieron. Al otro día los diarios publicaron notas para informar a sus lectores, y punto final. En la Argentina, no hubo actos académicos ni oficiales, por lo menos nada de ello fue noticia en los diarios. Pero el aniversario del golpe de Uriburu no pasó en blanco: ese día dos diferentes grupos de ancianos se dirigieron al cementerio de la Recoleta para homenajear a sus muertos. Pero los muertos no eran los mismos, de forma tal que cuando el azar quiso que se encontraran comenzaron a insultarse y acabaron agrediéndose a bastonazos. Hubo heridos, pero no de gravedad, por suerte los brazos de los sobrevivientes de los grupos que se enfrentaron en 1930 ya no tenían fuerza.
Es saludable para la vida de una nación que se recuerde y estudie el pasado. Pero en la Argentina el pasado no es apenas recordado, la furia de los sentimientos vividos se conserva intacta en los sobrevivientes y en gran parte de las nuevas generaciones. El viejo odio que dividía a los argentinos en el pasado se suma –muchas veces aleatoriamente– a los nuevos odios del presente, lo que genera un magma de profundo resentimiento que parece nunca tener fin.
Es deseable recordar el pasado para instruir el presente, pero no lo es vivir en el pasado ni permitir que el resentimiento de historias pretéritas se confunda con las percepciones del presente. Esta dinámica histórica perversa responde básicamente a dos circunstancias. Una es la incapacidad política y la falta de compasión de los argentinos para poner un fin a sus diversos pasados, para asumir y curar correctamente las heridas y los resentimientos que dejaron los conflictos que los enfrentaron en algún momento. La otra, que complementa e intensifica las heridas y los resentimientos mencionados, es el culto político a los muertos, en el que éstos son permanentemente invocados en público (aclaro al lector que la invocación, en privado, me parece un gesto de elevada espiritualidad).
Veamos dos ejemplos de profundo valor simbólico. No hace mucho, la Presidenta transformó el habitual juramento de "Que Dios y la Patria me lo demanden" en "Que Dios, la Patria y Él me lo demanden", aludiendo a su fallecido marido. Peor todavía lo hizo Vaca Narvaja, ex comandante de los Montoneros, cuando asumió recientemente un cargo de ministro en la provincia de Río Negro: "Juro por Dios, la Patria, Perón, Evita y los que ya no están, Néstor y el Gringo, y por los 30.000 desaparecidos, especialmente mi padre".
Los resentimientos vienen de muy atrás. El culto político de los muertos tiene apenas poco más de medio siglo, nació con la liturgia de la muerte de Evita y tuvo su apogeo en esta década, debido, sobre todo, a la particular construcción de la memoria de los años 70 por parte del kirchnerismo y del grupos de madres que responden a Hebe de Bonafini.
El resentimiento argentino explotó en el siglo XIX, en las llamadas guerras entre unitarios y federales. En el siglo XX, el drama se encarnó en las luchas entre el militarismo y el peronismo. Al igual que en el siglo anterior, las luchas entre estos dos sectores serán tan confusas como trágicas.
Las guerras civiles del siglo XIX (1814-1880) fueron teatro para centenas de batallas y millares de muertes violentas y atroces. Los enfrentamientos entre argentinos durante el siglo XX fueron menos cruentos, el país estaba un poco más civilizado, pero por momentos alcanzaron una ferocidad semejante. Esas luchas ocuparon también un gran espacio de tiempo: de 1930 a 1983 hubo una tensión permanente con fuertes estallidos de violencia acompañados de millares de muertes. Sus actores principales fueron las corrientes que nutrían al militarismo y al peronismo. Para algunos puede resultar difícil de aceptar, pero ambos movimientos nacieron del mismo tronco nacionalista, corporativo y caudillista en el que, en los años 30, convergieron numerosos grupos de civiles y militares preocupados por la pérdida de sus tradicionales bases de poder, fruto de la invasión de inmigrantes europeos y de la supuesta descaracterización del ser nacional.
El desprendimiento peronista del militarismo tuvo su primera señal de vida el 17 de octubre de 1945 y fue diferenciándose gradualmente hasta consumarse totalmente en 1955, con el golpe de Aramburu y el exilio y la proscripción de Perón. Poco importa si el proceso de diferenciación del peronismo fue fruto de una decisión libre o forzada de Perón, lo cierto es que las circunstancias lo llevaron a adaptar su herencia a las demandas de las masas de trabajadores urbanos y rurales. Gradualmente, el peronismo fue transformándose en un movimiento menos militar y más popular, pero igualmente caudillista y corporativo, como su antecedente. La figura de Evita soldó el peronismo a las masas, los lugares que los militares abandonaban al retirarse del escenario eran ocupados por los sindicalistas. La herencia del militarismo no puede ser negada por el peronismo. El propio Perón lo confirmó cuando, en 1971, declaró: "A los amigos, todo; a los enemigos, ni justicia". Los Montoneros, con su militarismo caudillista, dieron otra prueba contundente.
Por eso la lucha fue tan feroz y sólo podía terminar con la derrota total de alguno de los dos movimientos. En los 70, hubo también la intervención de una izquierda armada no peronista, pero fueron actores coadyuvantes del drama mayor. Lo mismo ocurrió con Alfonsín, que en 1983 creó la esperanza de una democracia plural. Pero el peronismo le demostró en poco tiempo que cuando él no gobierna no gobierna nadie.
La decadencia del militarismo debió bastante a los ingleses, pero no fue ése el factor decisivo. El militarismo cavó su fosa luchando contra la guerrilla del modo como luchó. Cuando el drama de los desaparecidos salió a la luz, la mayoría de los civiles aliados históricamente a los militares se retiró silenciosamente.
Los casi treinta años de democracia ininterrumpida muestran claramente que hoy el peronismo reina sin competencia, no existe nadie con capacidad de acción efectiva fuera de las urnas, ni tampoco líderes o partidos políticos que los amenacen en las urnas. Lo siento por los intelectuales que adhieren al uso irrestricto del adjetivo "destituyente". Da pena tener que llamarles la atención con una verdad obvia: cuando Cristina Kirchner se retire del gobierno (por el motivo que sea) no será sustituida por un ama de casa cacerolera de la Recolecta o por un productor agropecuario de Pergamino, y mucho menos por un gendarme o un general. La sustituirá otro peronista, que rendirá pleitesía de la misma manera a Perón y a Evita.
Como todo movimiento, el peronismo es un movimiento sin fronteras internas bien definidas. Muchos de los actuales kirchneristas apoyarán mañana al próximo gobierno sin vacilar. Hoy, la Argentina es un país peronista. Quizá de una forma más hegemónica de lo que era el conservadurismo liberal en 1880.
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