La Argentina, un país muy propenso a entusiasmarse con los manosantas
No por nada la cultura popular produjo el sketch de Alberto Olmedo, el “chanta” integra nuestro lote identitario; pero la sucesión de falsos sanadores en el poder fue sumando capas superpuestas de ineficiencia y despilfarro
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Ha sido particularmente oportuna la puesta en escena en el Teatro Colón de la ópera Elixir de amor, en forma simultánea al nombramiento de Sergio Massa como ministro estrella. La obra cuenta la historia del doctor Dulcamara, un estafador que vende un licor al que atribuye poderes mágicos, aunque aclara a sus clientes que la poción recién hará efecto al día siguiente, de modo tal de tener tiempo para escapar. El curandero llega equipado de un atuendo brilloso, en un lujoso auto convertible y rodeado de una corte de aduladores. Hasta su título de doctor resulta dudoso para un espectador imparcial, pero no para los personajes de la historia, que caen rendidos ante esa presencia prodigiosa.
La Argentina es un país muy propenso a entusiasmarse con manosantas. No por nada la cultura popular produjo aquel memorable sketch de Alberto Olmedo. El “chanta” integra nuestro lote identitario. ¿No se pensó que los argentinos habíamos descubierto la cura del cáncer con la crotoxina? ¿No se creyó que Maradona, por el solo hecho de tener incontinencia verbal, sería un buen director técnico de la selección nacional?
En el caso de la ópera, la llegada del doctor Dulcamara coincide con la propagación de un rumor: el personaje que toma el licor, Nemorino, recibirá una cuantiosa herencia. La divulgación de esa noticia, que corre como reguero de pólvora, lo convierte alquímicamente en un gran partido. Pero por esos raros ensueños colectivos el fenómeno es atribuido no a la herencia, sino a la pócima.
El caso de Massa no es más que un asterisco dentro de una vasta saga. Perón fue un Dulcamara montado sobre un caballo pinto. Una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial requería los productos que nosotros producíamos. Con esos beneficios Perón podría haber hecho despegar al país; en lugar de eso, organizó una fiesta fugaz. Néstor Kirchner tuvo la inmensa suerte de que en su mandato confluyeran tres regalos milagrosos: la súbita suba del precio de la soja, la inmensa devaluación de Remes Lenicov de 2002 y la técnica de la siembra directa de los años 90. Llovían dólares, pero en vez de dotar al país de infraestructura para varias generaciones, y lanzarlo así hacia el desarrollo, Kirchner prefirió poner los cimientos mezquinos de un festival de derroche y corrupción.
A diferencia de Dulcamara, estos populismos no piensan en escapar rápidamente. Su utopía consiste en lo contrario: sueñan con un sistema de partido único que les asegure la perpetuidad. El equipamiento para lograrlo es siempre parecido: conseguir una Corte Suprema adicta, cambiar las instituciones electorales, reformar la Constitución, conseguir una prensa complaciente y abolir la oposición.
La duración de la fiesta depende del inventario inicial. Ya en 1950 la poción mágica del peronismo se reveló ineficaz, por lo cual en 1952 debió implementar un plan de ajuste con Alfredo Gómez Morales a cargo de la economía. El jolgorio del plan Gelbard, el gran ídolo de los populistas, duró mucho menos: ya en 1975 Celestino Rodrigo debió hacer el ajuste: tarifazo y devaluación. Con el kirchnerismo el deslizamiento fue más complejo. La crisis del campo trazó una línea divisoria: nació allí una novedosa estética del poder, ejemplarmente simbolizada en la espectacularidad de FuerzaBruta durante los festejos del bicentenario, al mejor estilo de Leni Riefensthal. Una metafísica que ensamblaba a los setentistas derrotados de Carta Abierta, en busca de una revancha simbólica, y el juvenilismo mercantil de La Cámpora, en busca de rentabilidad. Fue una usura retórica que ocultaba el desbarajuste económico. Ya sea por ese maquillaje, o bien por las confiscaciones de las AFJP y de YPF, Cristina fue taponando el desenlace.
Pero la sucesión de manosantas ha ido sumando capas superpuestas de ineficiencia y despilfarro, una sobre la otra como una inmensa Troya de burocracias. La Biblioteca Nacional cuando asumió Néstor Kirchner en 2003 funcionaba con menos de 400 empleados, en 2015 tenía más del triple. No había suficientes escritorios para todos. Tal era el desquicio que circuló el rumor de que dentro del edificio habría operado un kiosco de venta de droga. Los estacionamientos y negocios de la manzana, pertenecientes a la Biblioteca, se alquilaban a precios irrisorios. El gobierno de Macri despidió a 250 contratados, pero la presión de los tres sindicatos obligó a reincorporar a 150. Durante la actual administración la Biblioteca estuvo dos años cerrada por la cuarentena, a pesar de lo cual incorporó más de 200 empleados, con lo cual hoy ronda los 1300. Poco tiempo después de la reapertura, la rotura de un caño maestro determinó un nuevo cierre por un mes. Reabrió el martes 16 de agosto, pero ya el miércoles 17 otorgaron un virtual asueto para que pudieran asistir a las marchas sindicales convocadas para ese día. El sector Cultura está paralizado, lo último importante que se hizo fue el simposio sobre Aby Warburg en 2019, por lo cual muchos jefes aprovechan para encomendar tareas personales a los empleados. El Museo del Libro y de la Lengua da vergüenza. La única preocupación es escribir “compañerxs” en la cartelería, como si eso fuera una gran revolución que permea de lo ortográfico a lo semántico. Golosinas del progresismo discursivo.
La peripecia de nuestra biblioteca mayor es un ejemplo nimio de un Estado destruido por el peronismo en general y el kirchnerismo en particular. La paradoja es que los que alardean con la idea de “Estado presente” han pulverizado toda noción de Estado, no han dejado piedra sobre piedra.
En este cuarto kirchnerismo, experimento solo entendible bajo la lógica de la amenaza judicial, Cristina, ya lejos de sus sueños despóticos de eternidad, quedó atrapada en la telaraña de sus propias mistificaciones. Como había ocurrido en el 52 y en el 75, pero elevado a la tercera potencia. La primera diferencia es que ahora el ajuste que se necesita es infinitamente mayor; la segunda, que no hay ni un liderazgo político fuerte ni el luto funerario de un líder extinto. Estamos en cambio ante el declive agónico de una política mediocre, el mito de una Cristina providencial se desvanece como una inscripción en la arena. Esta vez no habrá un golpe militar para salvar la mitología peronista, como ocurrió en el 55 y en el 76. La oposición democrática no apura la derrota. Un país entero, que no volverá a incurrir en las torpes impaciencias del pasado, está dispuesto a pasar por el purgatorio cultural del desmoronamiento. Es preferible tener que renacer desde varios subsuelos más abajo pero que las grandes mayorías tomen conciencia de que los atajos mesiánicos no sirven. Una pedagogía indispensable.
En ese contexto implantan a Massa como una prótesis para hacer un ajuste de juguete. El flamante Dulcamara jibarizado llega con la carga simbólica de su plasticidad, con una mujer de linaje menemista y resonancias tangueras, con el glamour vintage de Moria Casán. Después de haber perdido como candidato testimonial de Néstor Kirchner, después de decir que iba a barrer con los “ñoquis” de La Cámpora y que metería presa a Cristina, llega con solo el diez por ciento de imagen positiva. Llega cuando acaba de perder la elección en Tigre. Llega cuando no puede engañar a nadie: es el empleado del mes de la patria prebendaria. Cuando los manosantas van perdiendo toda credibilidad, su destino parecería ceñirse a revestir el funeral con brillantina y ser consumido por el vértigo de los acontecimientos.