La Argentina, un desierto de ideas
“Hay cuatro clases de países: desarrollados, en vías de desarrollo, Japón, y la Argentina». Esta frase es de Simon Kuznets, Premio Nobel de Economía en 1971. Nuestro país era tan particular que tenía una categoría propia en la clasificación de este economista. ¿Por qué? Porque la Argentina era, tal vez, el único caso de un país que fue, en apariencia, desarrollado, en la década de 1920 y a partir de allí, se “subdesarrolló”.
¿Cuál es el mal de nuestro fracaso? ¿Qué nos ha sucedido que hoy vemos al país alejado del concierto internacional? ¿Cómo llegamos a ser un país marginal? La Argentina pasó de ser un país desarrollado a uno emergente para convertirse en un submarino. Una triste realidad con la que muchos coinciden.
La Argentina democrática y republicana se quedó a mitad de camino. Es democrática porque hay elecciones libres, pero es una democracia juguetona donde todo vale para llegar al poder, inclusive corruptelas propias del sistema de boletas interminables.
Pero sin lugar a dudas donde fallamos es en la estabilidad y prestigio de nuestras instituciones republicanas. Los tres poderes que la integran, ejecutivo, legislativo y judicial, están entre los peores considerados en cualquier encuesta que se haga al ciudadano común. Un Poder Ejecutivo que muchas veces considera al Estado como parte del partido, gobiernos ineficientes, jueces apretados, legisladores que no legislan, que solo pregonan consignas partidarias. Y la lista sigue.
¿Cómo llegó el país a ser faro de Sudamérica a fines del siglo XIX e inicios del XX? Para la historiadora Luciana Sabina, autora de Héroes y Villanos, la batalla final por la historia argentina (Sudamericana, 2016) cree que la transformación del país comienza con la llegada al poder de Bartolomé Mitre. “La Argentina llegó a ser un gran país porque estuvo bajo el gobierno de estadistas, hombres con una educación sobresaliente y conocimientos; políticos con una enorme preparación y una visión a futuro. Es difícil que algo salga mal con guías preparados que trabajan políticas de Estado”.
Falta de líderes con grandes ideas, ideas que guíen a la nación a un futuro deseado, es algo que el país perdió hace tiempo. Vivimos en un cortoplacismo que nos estresa, nos frustra y nos hace sentir fracasados. Hace años que nos gobiernan las dicotomías: federales o salvajes unitarios; Braden o Perón; dictadura o democracia; radicales o peronistas; liberales o nacionalistas; populismo o ajuste salvaje y neoliberal; kirchneristas o el resto del mundo. Estas grietas no nos sacan del pozo: nos hunden más.
Recientemente, Eduardo Levy Yeyati, uno de los economistas más lúcidos del país y profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, publicó Dinosaurios & Marmotas (Capital Intelectual, 2021) un libro que nos deja pensando en lo que somos, o en lo que no pudimos ser.
En el análisis de Yeyati, si se mira cada tres meses, la Argentina cambia constantemente: la economía y la política son una montaña rusa vertiginosa y líquida. En cambio, si se la mira cada diez años, el país es el mismo: el dinosaurio del subdesarrollo sigue intacto y los problemas –la polarización, la falta de dólares, la inflación– se repiten cíclicamente como en El día de la marmota, la célebre comedia en la que un perplejo Bill Murray era condenado a vivir el mismo día una y otra vez.
Cuando los liderazgos fallan, la sociedad se empobrece, no solo económicamente sino en ideas, y se entra en un círculo vicioso de desencanto generalizado. Cuando nos preguntan quién fue el mejor presidente del país, la mayoría se remonta a un pasado de gloria, de barcos, de inmigración, de historia.
En el Diccionario Enciclopédico Ilustrado bajo la dirección de José Alemany de la Academia Española del año 1919, se sostenía en la entrada correspondiente al país: “Todo hace creer que la República Argentina está llamada a rivalizar en su día con los Estados Unidos de la América del Norte, tanto por la riqueza y extensión de su suelo como por la actividad de sus habitantes y el desarrollo e importancia de su industria y comercio, cuyo progreso no puede ser más visible”.
Pareciera que hablan de otro país, el que se quedó atrás, a mitad de camino entre una potencia y lo que somos hoy, una nación que tiene más fracasos que éxitos para contar. Ojalá algún día volvamos a la senda de crecimiento donde la educación sea una política primordial para todos más allá de su color partidario, donde haya políticas de Estado y donde la pelea entre los políticos se de en el campo de las ideas y las estrategias para sacar a este país adelante.