La Argentina, en su recurrente laberinto
La Argentina tuvo en la tan políticamente denostada década de los años 90 una oportunidad extraordinaria de entrar en un sendero sostenido de crecimiento con las reformas propiciadas en esos años, que produjeron una espectacular expansión de la producción agropecuaria –por la estabilidad de precios, la eliminación de las retenciones y la revolución tecnológica que aportaron los grupos CREA–, que pudo capitalizarse en la década siguiente con el alza de precios de las materias primas. Hubo también una enorme inversión en energía, incluida la producción de hidrocarburos que condujo al país al autoabastecimiento y luego a ser exportador neto. Además, fue muy relevante la llevada a cabo en infraestructura. Pero ese proceso requería cierta disciplina fiscal que irresponsablemente –este calificativo será una constante en esta nota– los gobernantes no cumplieron, lo que derivó en una megacrisis de consecuencias económicas, sociales y políticas nefastas. Hubo un gran constreñimiento patrimonial y de consumo en toda la sociedad.
Sin embargo, a los pocos años sobrevino un ciclo de casi una década de bonanza sin par para la Argentina y para la región, que fue capitalizada por nuestros vecinos –Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay, Brasil– para dar un gran salto cualitativo en sus productos brutos nacionales y en sus estándares sociales, sobre todo en el crecimiento de sus clases medias y en la disminución de la pobreza. Para tomar un solo caso y 2015 como año de referencia, bien podemos decir que el período de bonanza le permitió al Brasil que gobernaron Lula y Rousseff atesorar 380.000 millones de dólares de reservas en su banco central y sacar a 45 millones de brasileños de la pobreza sin provocar un desbarajuste en sus cuentas macroeconómicas. En ese mismo año, el kirchnerismo, que administró esa etapa de precios sublimes en la Argentina, entregó el poder al gobierno que lo sucedió con una inflación de más del 30% anual y déficit fiscal en niveles astronómicos, reservas negativas en el Banco Central y más del 30% de la sociedad penando la pobreza. Es decir, las mismas condiciones que catapultaron a nuestros vecinos a un nuevo estadio socioeconómico, en la Argentina se dilapidaron en consumo y en asistencialismo para crear fidelidad política de los sectores humildes a favor del kirchnerismo.
El dogma de todo el período de administración kirchnerista fue el culto al "no ajuste", que caló tan hondo en la sociedad que condicionó al gobierno macrista que lo sucedió
El dogma de todo el período de administración kirchnerista fue el culto al "no ajuste", que caló tan hondo en la sociedad que condicionó al gobierno macrista que lo sucedió. Si políticamente no era fácil hacer los ajustes para corregir la endeble situación que heredó, esa gestión debió ser más prudente con el gasto en lugar de endeudar irresponsablemente al país y adosar una nueva carga estructural. Eso relativizó las reformas en la dirección correcta que había comenzado a implementar.
Hoy nos encontramos en el peor de los mundos, en las mismas raquíticas condiciones que teníamos en 2015, agravadas por el mayor endeudamiento y en medio de una pandemia, sin recursos genuinos ni crédito externo para contrarrestar las consecuencias del virus (por ser malos deudores crónicos, ya que países con deudas más elevadas en relación con el producto se financian a tasas ínfimas). Esta combinación de factores ha acelerado el proceso de decadencia que se podría graficar con los siguientes datos de la realidad: bajísimo nivel de inversión, estampida de los empresarios más exitosos del país –aportantes fundamentales del sistema recaudatorio–, salida de empresas multinacionales, la partida de jóvenes talentos educados y formados por la Argentina y, lo más grave de todo, el aumento de la pobreza. Con anterioridad a la llegada del actual gobierno el sistema tributario argentino ya era confiscatorio; no que lo fuera un impuesto en particular, sino la sumatoria de más de 170 gravámenes en todos los flancos: consumo, ingresos y patrimonios –que este gobierno aumentó sustancialmente en bienes personales, y agrega ahora el impuesto a la riqueza–. Mientras se crean nuevas reparticiones que aumentan el gasto público –como Nodio o los pretendidos nuevos juzgados– la percepción de los empresarios, que suelen auscultar la realidad para los próximos años como tarea esencial para sus negocios, entiende que ese proceso confiscatorio se acentuará y que los activos en el país continuarán perdiendo valor, y por eso optan –los que pueden hacerlo– por abandonar la Argentina, no sin dolor por dejar afectos y una vida labrada en estas tierras. Del mismo modo, las multinacionales que se van, en decisiones que concretaron este año pero que venían sopesando desde hace tiempo, han tenido percepciones similares a las de los empresarios locales.
Respecto del nivel actual de inversión, está en un punto tan bajo (en torno al 9% anual) que no alcanza a cubrir el mantenimiento del stock de bienes de la sociedad. El país está en un proceso de descapitalización. Gráficamente, las fábricas sin renovación de maquinarias entran en obsolescencia; los edificios y las rutas, aunque resulte imperceptible, se deterioran ya que lo que se destina a mantenimiento no cubre el desgaste por el uso. Para la conservación de los bienes públicos y privados de una sociedad se requiere una tasa de inversión del 15 o 16%. Pero más importante aún: para crecer y reducir la pobreza el país precisaría tasas de inversión mucho más altas. Algo totalmente inviable con este grado de presión impositiva. El nudo gordiano de este proceso de decadencia y su profundización pasan por el sistema tributario confiscatorio argentino. Los gobernantes (de toda época y color) suponen que la Argentina es como una naranja que se puede exprimir y exprimir y de la que siempre va a salir jugo. Eso determinó la estampida de empresarios e inversores, la salida de empresas multinacionales, el bajo nivel de inversión, y derivado de esto, la fuga de talentos y el aumento de la pobreza. Es la acumulación de impuestos lo que expulsa a los grandes contribuyentes e impide la inversión que generaría empleo y reduciría la pobreza. Con menos tributantes, es previsible una caída en la recaudación, y por ende, menos recursos para sostener las expensas del sector público y el gasto en asistencialismo del Estado, con lo cual –y para desgracia de los que optamos por quedarnos en el país– todo apunta a que subirán aún más los impuestos, como ya se está percibiendo en las iniciativas que proliferan en Nación, provincias y municipios, incluida la Capital.
Sin embargo y a pesar de la poca ilusión que pueda desprenderse de la mentalidad dispendiosa y tributarista que viene exhibiendo la dirigencia política, si uno mirara al país desde una perspectiva más alta e hiciera abstracción de los enredos en que estamos, la Argentina sigue contando con elementos tremendamente favorables para encarar el mundo nuevo que se viene tras la pandemia: agua potable en abundancia, recursos naturales de todo tipo, en torno a 300.000 millones de dólares atesorados por particulares (en contraste con la indigencia del Estado) y todavía tanta gente talentosa y con aspiración a progresar socialmente que dan motivos a no perder la esperanza. Se trata en el fondo de una dificultad de administración. El Estado es el problema, pero solo desde él puede salir la solución.