La Argentina sigue anclada en el fantasma de los 70
La literatura está llena de fantasmas. El más conocido es, probablemente, el del rey Hamlet, asesinado por su hermano y padre del príncipe del mismo nombre que representa al personaje principal de la tragedia de William Shakespeare. Entre los muchos fantasmas de Edgar Allan Poe se destaca, por su relación con la psicología, “El demonio de la perversidad”, que impulsa a un asesino a confesar un crimen que creía perfecto. A comienzos del siglo XX, el francés Gastón Leroux escribió su famosa obra El fantasma de la Ópera, revivido después por Andrew Lloyd Webber como un musical que se estrenó en 1986 y todavía es un éxito en los escenarios de Broadway. Están los fantasmas que creó Charles Dickens en “El espíritu de las Navidades pasadas” y “El espíritu de las Navidades presentes”, que se aparecen al personaje Evenezer Scrooge a fin de reprocharle su avaricia y su apego enfermizo al dinero. Y, ya en el siglo XXI, la extensa entrevista –convertida en libro– que hizo el escritor suizo Nicholas Eltz a la mística austríaca María Simma, quien da testimonio de sus diálogos con las almas del Purgatorio.
Existen decenas de obras de fantasmas. Casi todos aparecen a fin de revelar algún hecho trágico del pasado, descubrir un crimen, buscar que se remedie una injusticia, pedir perdón o expresar un sentimiento reprimido u oculto en la sociedad de su tiempo.
En la Argentina, donde todo funciona al revés, incluso los fantasmas, cayó sobre la comunidad la sábana de la mentira respecto de la trágica década del 70. Esa manta espectral cubrió nada menos que la mitad de la verdad, de modo que la parte que se vea parezca la verdad completa. Aun quienes tienen una visión más amplia parecen poseídos por el fantasma del miedo y del silencio, que persigue con una vaina sin espada y la promesa del escarnio público a quienes se atreven a hablar fuera de libreto.
Nuestro proverbial amor a nuestra propia imagen nos hace vulnerables al temor a ser criticados por una expresión que contradiga la corriente aprobada por los consuetudinarios dadores de premios y castigos en los palcos del mundo.
Y a propósito de espíritus, desde hace 40 años no deja de agitarse, en favor o en contra de ella, la “teoría de los dos demonios”. Durante los 80, no había quien no quisiera adornar su discurso político con esa alegoría. Por entonces, aquella expresión despertaba la ofensa del sector castrense, donde se sostenía que no podía compararse a quienes comenzaron una agresión terrorista con las fuerzas del Estado que reaccionaron contra ella. Desde 2003, la invocación a la “teoría de los dos demonios” pasó a ser anatema no solo para los sectores de izquierda, sino en casi todos los ambientes, precisamente con apoyo en los mismos argumentos.
A partir de entonces, una mayoría sorprendente se sintió obligada a sostener que los delitos cometidos por agentes del Estado eran infinitamente peores que los perpetrados por los terroristas. Pero esa generalización es, desde mi punto de vista, inapropiada. Y lo es por la evidente razón de que una división semejante no toma en cuenta a las víctimas, ni siquiera a las víctimas del bando al que sus autores consideran menos culpable en esta desventurada historia. La compasión quedó a un lado, para unos y otros, y se reemplazó por una herramienta útil para el ataque.
La gravedad de aquellos crímenes debe medirse caso por caso y, en algunas circunstancias, serán más graves las muertes provocadas por ciertos efectivos de las Fuerzas Armadas o de las fuerzas de seguridad y en otros serán más graves los crímenes cometidos por los miembros de las organizaciones ilegales.
Existe una multiplicidad de valoraciones por hacer antes de medir la gravedad de un delito, no jurídicamente, sino moralmente: cuál era el grado de inocencia de la víctima, su edad, su distancia con la confrontación que se llevaba a cabo, si dio comienzo al ataque, si estaba o no en actitud de combate, el sufrimiento que se le provocó antes de morir y el daño que se ocasionó a su familia y la cantidad de víctimas alcanzadas por un solo hecho.
¿O acaso la desaparición o muerte de Rodolfo Walsh es más grave que la de las decenas de hombres, mujeres y niños que volaron despedazados, sus vísceras estampadas contra las paredes debido a la bomba que él ordenó colocar en el comedor de la Policía Federal? ¿Su condición de escritor y periodista lo exonera de semejante atrocidad? ¿O, por el contrario, si se tomara en cuenta, como se hizo hasta ahora, la procedencia del autor para sostener que son más graves los delitos cometidos por agentes del Estado, la profesión de escritor de Walsh debió jugarle en contra a la hora de la evaluación moral de su crimen? ¿No se supone que un periodista y escritor posee mayores elementos de juicio para prever la extensión del daño que provocará su acción y una sensibilidad especial para situarse en el lugar de las víctimas y de sus familias? Y, sin embargo, Rodolfo Walsh es el nombre escogido para denominar premios, barrios, calles, plazas y estaciones de transporte de pasajeros.
¿El homicidio de Juan Barrios, el chiquito de tres años que estaba tomando un helado de la mano de su mamá, es menos grave que la muerte de la terrorista que lo mató con una ráfaga de disparos después de herir a un policía y prenderle fuego con nafta? ¿Y la de ese policía que se revolcaba con su carne quemada, asesinado mientras hacía guardia en la puerta de un banco, es menos importante?
¿Y el asesinato del teniente coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado y encerrado en un pozo durante más de un año, quien llegó a pesar 40 kilos y murió estrangulado después de ser torturado durante meses porque no quiso traicionar a la nación y dar al ERP una fórmula de explosivos, es menos grave que la muerte en un tiroteo de Roberto Santucho, el jefe de la organización que lo asesinó?
Pero los miembros de las fuerzas terroristas tienen sus nombres en el Muro de la Memoria; algunos escriben libros narrando sus hazañas; ellos o sus familias cobraron indemnizaciones de alrededor de 250.000 dólares y son beneficiados con cargos públicos. Todo, como si la prescripción jurídica que los ha salvado de la cárcel hubiera actuado también como una prescripción moral de sus acciones.
La Argentina quedó anclada en los 70, unida al espíritu del silencio, el temor y la mentira, y solo podrá salir del Purgatorio con una confesión completa y perdón mutuo.
No; ciertamente, por nuestra tierra no pasó el fantasma de Hamlet clamando justicia por su muerte, ni el de Edgar Alan Poe, a fin de inducir a los asesinos a confesar sus crímenes perfectos, tan meticulosamente perfectos que hasta fueron premiados. Solo parece haberse instalado el Fantasma de la Ópera, el que obligaba a cantar a Christine Daaè el aria que él mismo había compuesto.
Ojalá un día llegaran los fantasmas de Charles Dickens en sus Navidades, pasadas y presentes, a fin de increpar a muchos poderosos por su avaricia y su sed insaciable de dinero, porque ese fue el único objetivo por el cual llevaron a la Argentina de este siglo a semejante confrontación social.