La Argentina se convirtió en un hervidero de miedos cruzados
Hasta el domingo durará un último temor, específico: el que provoca la esperanza insensata de ser algo mejor de lo que uno creía y la posibilidad muy razonable de no serlo; pronto sabremos quiénes somos
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En este último tramo de la campaña se habló mucho del miedo, en general para referirse a la campaña de Massa contra Milei, que alcanzó su paroxismo en el debate presidencial, aunque también Milei, a su manera, fogoneó el miedo a Massa. En todos los casos se dio por sentado que el miedo es algo malo. ¿Por qué? Porque tiene una connotación moral negativa, porque se supone que paraliza. Pero lo cierto es que el miedo es una emoción compleja; hay muchas emociones diferentes que reciben, engañosamente, el mismo nombre. No es lo mismo el miedo a una amenaza real que a una potencial (en cuyo caso es más justo hablar de pusilanimidad), así como no es igual el miedo a que ya nada cambie en una ruta perdedora (que mejor puede llamarse desesperanza) que el miedo a que las cosas familiares se vuelvan extrañas (que Freud denominaba das Unheimliche, lo siniestro).
En todos los casos, el miedo crea imprevisibilidad: nadie sabe exactamente cómo va a actuar una persona que siente miedo, y por eso usarlo en política es un arma de doble filo. Hace tres años, en medio de la pandemia, Axel Kicillof lo fogoneaba así (cito de memoria, cada uno sabrá encontrar la frase si la busca): “¿A dónde quieren salir? No hay más afuera, porque afuera está el virus”. Eran los días de las publicidades oficiales que mostraban que cualquiera, como en una película de zombis, podía ser el portador de la muerte, y animaban a la gente a denunciar a los infractores, de modo que el miedo al vecino asintomático se duplicaba en el miedo al vecino delator. Esa clase de miedo físico, el miedo que hace desbordar al cuerpo de adrenalina, suele transformarse en furia, y, cómo no, a ese miedo siguieron los banderazos que resquebrajaron antes de tiempo al gobierno de Alberto Fernández.
En este último mes, la Argentina se convirtió como nunca en un hervidero de miedos cruzados. Esta nota modesta quiere enumerar los más evidentes y, quizá, señalar también alguno que todavía no se ha nombrado. Hubo miedo cuando Patricia Bullrich anunció abruptamente, dos días después de quedar fuera del balotaje, que apoyaba a Javier Milei. Miedo a que la ruptura de Juntos por el Cambio, que por largo tiempo fue un ruido en sordina, se precipitara con estruendo; miedo a volver al mapa político de 2011, con un peronismo aplastante y una oposición atomizada. También era la Unheimlichkeit freudiana, lo siniestro de ver a los líderes de la coalición republicana abrazados al populismo de derecha, como cuando Arnold Schwarzenegger, en la película El vengador del futuro, ve un video de sí mismo, cuando todavía no había perdido la memoria, abrazado a su peor enemigo: “Perdona”, le dice ese yo pasado a su yo presente, “pero hacerte olvidar quién eras era la única forma de hacerte cumplir esta misión”. ¿Acaso, piensa Arnold con miedo, estuve siempre del lado de los malos?
El miedo al triunfo de Massa, desde entonces, se convirtió en desesperanza, ese sentimiento que los antiguos llamaban acedia, que los padres de la Iglesia contaron entre los siete pecados capitales, y que Santo Tomás de Aquino identificaba con ese demonio que nos susurra: “Esto es demasiado difícil; es inútil esforzarse”. Es el miedo, en particular para los que ya han conocido varias iteraciones del ciclo argentino de la ilusión y la decepción, de saber que ya nunca conoceremos nada diferente de este lento hundirse en la mediocridad, la ignorancia, la indignidad, la sumisión. La Argentina de Massa es un lugar quieto: villas miseria al mediodía, calles de barro medio seco, periodistas alguna vez críticos que envejecen repitiendo sus chicanas sin dientes, en canales a merced del hombre fuerte, la misma madre llorando por el mismo hijo que nunca hizo mal a nadie y a quien mataron por el celular, votando eso sí contra la derecha, los mismos empresarios amigos que no son amigos haciendo los mismos asados en las mismas quintas. Un lugar quieto o casi quieto, como el que le daba pesadillas a ese personaje de La dolce vita que dice: “Me da miedo esta calma; temo que oculte el infierno”.
El miedo a Milei es distinto: es un miedo móvil. A veces es miedo a la intolerancia del tipo que le gritaba burra a una mujer que le hizo la pregunta que no debía o que en actos litúrgicos, que recordaban menos al fascismo que a recitales de heavy metal (que son, por otra parte, casi imposibles de distinguir), hacía repetir tres veces a la multitud enardecida: “¡Viva la libertad carajo!” o volvía a agradecer a sus hijos de cuatro patas “aunque les moleste a los periodistas mugrosos”. Con más frecuencia, desde la votación general y en especial desde el debate, es el miedo inverso: miedo a la debilidad política de un aficionado que llega rodeado de saltimbanquis, que no tiene gente ni para cubrir los puestos mínimos en un aparato de gobierno y que parece ignorar que el comercio entre los países requiere que los gobiernos acuerden marcos tarifarios, tratados, normas sanitarias y otras cuestiones sin las cuales los empresarios no pueden exportar ni importar. Miedo a un amateurismo que puede frustrar buenas ideas, como la independencia económica del Poder Judicial, la obra pública a la chilena, el fin de la pauta oficial en los medios o la eliminación de las retenciones. Este miedo se parece al vértigo: puede engendrar el deseo de saltar al vacío, en especial cuando la alternativa es una agonía sin fin.
Pero el miedo más misterioso apareció también en el debate: cuando Massa, a fuerza de profesionalismo, de encarnar a la perfección al sistema, de pronto dio miedo. Cuando por un instante ese perfecto control de la situación se reveló, en una epifanía televisiva, como control sobre mí, que miraba al otro lado. Y el miedo inverso, cuando la debilidad de Milei fue mi debilidad y su desorientación, la mía. Cuando Massa le refregó no haber pasado lo que se insinuaba como un test psicotécnico para una pasantía remota y Milei, en vez de estallar de furia, respondió con una sonrisa triste: “Todos tenemos nuestros fracasos”. En ese momento pensé que Milei se había hundido; pero casi enseguida empezó a oírse, en lugares diversos, la opinión de que ese hundimiento fue su momento más apreciado: ¿la revelación paradójica de su verdadera fuerza, lejos de la vociferación y la motosierra? Si esto fuera cierto, y sin importar la capacidad o la ineptitud de Milei, ni la propensión a la trampa y el desprecio por las normas de Massa, la conclusión es que la sociedad argentina no es como uno creía. ¿Cómo es? Hasta el domingo durará este último miedo, el miedo específico que provoca la esperanza insensata de ser algo mejor de lo que uno creía y la posibilidad muy razonable de no serlo. Pronto sabremos quiénes somos.