La Argentina se automargina del mapa global
El país deambula por el mundo mendigando excepciones y pidiendo lo imposible; necesita una política exterior guiada por la prudencia
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No hacía falta observar a Alberto Fernández ofreciendo su discurso a un salón prácticamente vacío durante la cumbre de Glasgow para advertir la irrelevancia de la Argentina en el concierto de las naciones. Es un hecho normal en esta clase de eventos internacionales, donde lo central de desarrolla en encuentros bilaterales o en los pasillos, si es que pasa algo importante. Como puede dar fe América Latina en relación con la trillada cuestión de la integración, la proliferación de foros y reuniones multilaterales en las últimas décadas fue inversamente proporcional a la capacidad de resolver cuestiones esenciales, incluido el cambio climático. De todas formas, el país viene desde hace tiempo perdiendo importancia en la región y en el mundo como consecuencia de la reversión en su proceso de desarrollo, su obsesivo ombliguismo y la naturaleza pendular de su política pública (incluida la exterior), que acentúa la incertidumbre, genera imprevisibilidad y dificulta la cooperación. A esto se le suma un notable anacronismo en el bagaje de ideas que empobrece el debate político y limita el horizonte mental de los principales actores.
Algunas métricas comparativas permiten entender la gravedad de la situación. Por ejemplo, el Índice Elcano de Presencia Global, que calcula anualmente la proyección de 140 naciones más allá de sus fronteras. En 1990, nuestro país ocupaba el puesto 24; en 2010 había bajado al 38, y en 2020, al 45, por detrás de Brasil (23) y Chile (42). Para tomar dimensión del asunto, en estos momentos la Argentina tiene menor presencia global que Etiopía. Asimismo, el Índice de Capacidad de Influencia Bilateral Formal (FBIC) efectúa un seguimiento del poder relacional en el sistema internacional entre 1960 y 2020 para cualquier par de Estados. En 2020, la Argentina aparece con capacidad (baja) de influir únicamente sobre tres países: Brasil, Bolivia y Paraguay. Excepto por el último, la influencia argentina sobre cualquiera de las naciones que mide el FBIC viene cayendo de manera sostenida a lo largo de la última década.
Esto permite poner en contexto la ignorancia respecto de las normas de protocolo que caracteriza al Presidente, incluidos los usos y costumbres respecto de los saludos y la prudente distancia interpersonal que debe mantenerse. Antes de 2019, Fernández carecía de la experiencia y de la sociabilidad internacional necesarias para haberse educado en relación con los parámetros formales que impone la responsabilidad para la que fue elegido. Es probable que la pandemia y la obligación de adaptarse a las reuniones mediante aplicaciones digitales hayan atrasado su proceso de aprendizaje. Sin embargo, sus colaboradores inmediatos y los funcionarios de la Cancillería deberían haber tomado cartas en el asunto para evitar los papelones que protagonizó. Tampoco se trata de algo nuevo: imposible olvidar la mano de Néstor Kirchner en la rodilla de George W. Bush (2003) o los groseros destratos que sufrió durante la cumbre de 2005 en Mar del Plata.
El país deambula por el mundo mendigando excepciones y pidiendo lo imposible. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima COP26 en Glasgow es crítica para controlar los efectos del cambio climático. Los planes de sostenibilidad presentados por los gobiernos nacionales resultan más ambiciosos que los del Acuerdo de París. Poner en marcha políticas y acciones concretas para limitar el calentamiento global a 1,5º centígrados será determinante para controlar lo que el presidente norteamericano, Joseph Biden, llamó en esa misma conferencia una “amenaza existencial a la vida humana tal como la conocemos”. El secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, advirtió que los recientes anuncios en el marco del evento pueden dar la impresión de que el mundo está cambiando, pero que “es una ilusión”, ya que el planeta se dirige hacia un aumento de las temperaturas de 2,7º a final de siglo. ¿Cuál fue la postura argentina frente a este desafío? Que los esfuerzos de reducción de emisiones “tengan en cuenta las vulnerabilidades y diferentes capacidades que existen en los países en desarrollo”, “canje de deuda por acción climática” y “aplicar la emisión de los derechos especiales de giro del Fondo Monetario Internacional a un gran pacto de solidaridad ambiental”. Pero la discusión global pasa por otro lado y la Argentina carece de credenciales y reputación para imponer otras visiones. Como la enorme mayoría de los países del mundo tiene fluido acceso a los mercados, parece inviable conformar una coalición internacional que les otorgue “volumen político” a los reclamos planteados por el presidente argentino. Además… ¿hacía falta enviar una delegación de más de cien personas? Cualquier observador internacional no tardaría en percatarse de las causas del déficit fiscal que arruinó al país.
Las palabras de Thomas “Tip” O’Neill, legendario speaker de la Cámara de Representantes de EE.UU. entre 1977 y 1987, son más pertinentes que nunca: “Toda la política es política local”. Hace tiempo que en las relaciones internacionales se reconoce la importancia de los factores domésticos para determinar la política exterior. Pero la Argentina, como en muchos otros aspectos, lleva esto a un extremo casi alocado. La coalición gobernante está fragmentada, las disputas internas se multiplican y no existen consensos mínimos en los asuntos más inmediatos y acuciantes de la gestión. Esto se combina con un estatismo radicalizado que fracasa por definición y por las ineficiencias de un aparato burocrático clientelar, patrimonialista y gigantesco, incapaz de brindar los bienes públicos básicos. Sumado a la supervivencia del clientelismo y sobre todo de los personalismos, fue imposible que en estas cuatro décadas se desarrollara un piso mínimo de cultura democrática basado en instituciones fuertes y transparentes, el imperio de la ley y el respeto por las diferencias en un marco de pluralismo y tolerancia. Como resultado, este sistema político disfuncional pero resiliente responde a lo que la ciencia política denomina “régimen híbrido”: combina rasgos democráticos (elecciones periódicas y justas) con otros autoritarios (hostigamiento a las voces disidentes). El resultado es una zona gris y ambigua donde mueren las mejores intenciones y se frustran las ilusiones de cambio.
En esta indeterminación, la formulación de políticas públicas se vuelve caprichosa, errática y desconectada de la agenda y las estructuras internacionales. La política exterior no es más que un fiel y triste reflejo de eso: el Gobierno demuestra al mundo que no sabe, no quiere o no puede mantener un interés estratégico nacional por sobre las mezquindades derivadas de las internas de poder. Tampoco calcula los costos y beneficios de una inserción internacional lógica y pragmática. Parece desconocer que en el contexto de las crecientes tensiones en la “guerra tibia” entre Washington y Pekín, el acercamiento a China generará costos inevitables con EE.UU. y con la Unión Europea. Fabián Calle y Roberto Russell acaban de terminar un interesante paper en el que elaboran la noción de “periferia penetrada” para dar cuenta del mayor interés de EE.UU. en el Cono Sur en razón de la creciente presencia de China en esta subregión. Esto no equivale a tomar partido por una de las potencias ni a proponer un alineamiento exclusivo o excluyente. Lo que la Argentina necesita es definir e implementar una política exterior guiada por la prudencia y por una evaluación realista del lugar que ocupa en el cambiante orden mundial y los recursos de poder con los que cuenta para mantener la autonomía estratégica en tiempos tan inciertos como turbulentos.
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