La Argentina se acorrala a sí misma en una zona de fuertes turbulencias
El país necesita un cambio de timón urgente, y mucha suerte, para evitar que la película de suspenso que ha venido protagonizando se transforme en una de terror
- 6 minutos de lectura'
Un gobierno debilitado, fragmentado e incapaz de resolver las cuestiones más elementales. En muchas ocasiones, ni siquiera resulta apto para al menos encauzarlas o priorizarlas. Una oposición que fracasa a la hora de ordenar la puja de poder entre sus principales líderes y al mismo tiempo continúa sin plantear con nitidez alternativas viables frente a los principales problemas de la sociedad, en particular la estanflación y la larga decadencia que experimenta una economía cada vez más frágil, cerrada, trabada por cepos y regulaciones estériles, sin financiamiento y que, como consecuencia, se vuelve día a día más pobre e irrelevante. Los actores emergentes (los segmentos liberales/libertarios, en menor medida la izquierda más dura) continúan afianzándose, aunque no tienen aún el volumen ni la densidad política como para meterse en la gran pelea entre las dos coaliciones dominantes. Como resultado, nuevamente el sistema político en su conjunto se devela incapaz de evitar que el país quede encastrado en una suerte de encerrona trágica: sin chances claras de revertir la crisis, las expectativas de los principales protagonistas de la vida pública varían entre los optimistas que creen que podremos continuar igual de mal y los realistas/pesimistas que descuentan un futuro aún peor.
Desde el pavoroso estallido de 2001, la Argentina no logró restablecer un camino lógico y congruente con las reglas y las prácticas vigentes en el mundo civilizado para promover el desarrollo humano, fortalecer la democracia e integrarse más y mejor en un mundo complejo, lleno de desafíos pero, en especial para los países emergentes, sobre todo de oportunidades. Pero desde la crisis disparada en abril de 2018, agotada la confianza del mercado financiero en la administración Macri por su renuencia a implementar la imprescindible consolidación fiscal y con exportaciones menguadas por la sequía, el país entró en una zona de fuertes turbulencias que, al no resolverse ninguno de los problemas centrales (más: con varios de ellos que habían mejorado en franca curva descendente, como ocurre con el enorme déficit creado por los subsidios energéticos), condiciona el margen de maniobra de un gobierno que es la principal víctima de su propia mala praxis y que entró, a partir de la derrota electoral de noviembre, en un estrecho desfiladero del cual no está claro si sabrá y podrá salir. Para peor, las potenciales consecuencias de un agravamiento de la penosa situación actual serían severas y dolorosísimas para el conjunto de una sociedad empobrecida, agotada, defraudada y desconfiada. Sobre todo, para los sectores más vulnerables, esos a los que el FDT dice o cree aún representar.
¿Cuál sería la dinámica si se agudizaran los dilemas más acuciantes? ¿Es posible identificar los eventuales disparadores que profundizarían los problemas actuales, rompiendo este equilibrio inestable, agónico pero que ha durado más de lo que algunos pronosticaban? Con prudencia, extrapolando lecciones de experiencias pasadas y especulando con la combinación de dos o más variables, es posible explorar algunos escenarios contingentes para delinear eventuales cursos de acción. Y aunque seguramente la realidad será más vaporosa y compleja, vale la pena identificar los mecanismos que podrían alterar la actual inercia y precipitar entornos todavía más problemáticos e inestables.
En el plano económico, madura sin tropiezos una tormenta perfecta: con ínfimas reservas, una inflación que solo el Presidente dice imaginar bajo control, el riesgo país bordeando los 2000 puntos básicos y una sequía que compromete la balanza comercial y los ingresos por retenciones, sin considerar el impacto de la ola ómicron en la producción y el consumo. Con el dólar blue en niveles récord por el amesetamiento de las negociaciones con el FMI, una declaración formal de default dispararía una situación sencillamente caótica. Pero un acuerdo con fórceps y/o percibido como incumplible podría disparar lo que Rozenwurcel y Cavarozzi denominaron recientemente una “híper-estanflación”. En ese contexto, viejas tensiones irresueltas (como ocurre con el campo, ese sempiterno archienemigo del kirchnerismo) y una creciente asfixia por parte de los contribuyentes alimentarían un clima de rebelión fiscal. El ciclo vicioso déficit-inflación-disparada del dólar-licuación de ingresos podría acelerarse y, como indicó Buscaglia hace unos días, el milagro sería evitar una nueva hiperinflación.
En el plano político-institucional, el panorama luce también innecesariamente convulsionado: el ataque a la Corte Suprema y a la independencia de la Justicia, impulsado por los sectores más duros del kirchnerismo, falazmente presentado como demanda social (en ningún sondeo aparece como una cuestión prioritaria) e insólitamente avalado por el Gobierno, no alcanza a disimular las fuertes tensiones dentro de la coalición gobernante, lo que produce inevitables conflictos de coordinación e importantes trabas en la gestión. Además, si juzgamos por los resultados de las últimas legislativas, estos desencuentros internos fortalecen la percepción por parte de una mayoría de la sociedad respecto de un plan de impunidad impulsado desde el propio Poder Ejecutivo Nacional para beneficiar a CFK, sus familiares y sus allegados en las causas de corrupción en que están involucrados. En paralelo, las pugnas dentro del bloque opositor complican el panorama para una ciudadanía apática y amilanada que no encuentra un liderazgo que ordene la agenda ni priorice cursos de acción razonables y conducentes para evitar que la crisis escale.
A todo esto deben agregársele las crecientes tensiones sociales. Frente a la caída en términos reales de los ingresos, en particular los de los jubilados y los asalariados del sector público, víctimas del ajuste inflacionario, y en un contexto de incremento de los casos de inseguridad más que nada (aunque no únicamente) en los grandes centros urbanos, no debe descartarse que surjan episodios de gran impacto mediático con capacidad para movilizar a la ciudadanía y ahondar la sensación de un Estado ausente, cómplice o, al menos, totalmente ineficaz para prevenir hechos graves de violencia e inseguridad. Imposible no remitir, como ejemplo, al “caso Blumberg”. En paralelo, el malhumor generalizado se ve alimentado por fenómenos como los cortes prolongados de luz, las inundaciones por precipitaciones intensas y severas, los incendios como resultado de la interminable sequía y nuevas series de complicaciones sanitarias relacionadas con el Covid-19. Estas situaciones podrían constituir factores complementarios que echen leña al fuego en algunas localidades o provincias en particular que ya estén experimentando situaciones puntuales complejas.
Lejos de buscar apaciguar las aguas o contener los mecanismos más explosivos, el Gobierno tiende a multiplicar sus tradicionales errores no forzados. En particular, iniciativas totalmente disociadas de la agenda ciudadana y declaraciones de connotados funcionarios que parecen orientadas a enervar al menos a un segmento significativo de la sociedad. Lo mismo ocurre con los intentos de justificar lo injustificable (embarazosa tarea de voceros oficiales y oficiosos) o de construir narrativas esperanzadoras (“sarasas”, diría el ministro Guzmán). Por eso, luego de protagonizar una larga y previsible película de suspenso, la Argentina necesita un cambio de timón urgente –y, por cierto, mucha suerte–, para evitar convertirla en una de terror.