La Argentina que hizo Sarmiento
Por Juan José Cresto Para LA NACION
A 115 años de su muerte, Sarmiento sigue siendo el personaje de nuestra historia que mueve más pasiones y sentimientos contradictorios. Su nombre es execrado o venerado, alternativamente. Sus estatuas son rodeadas de flores y de recuerdos, o golpeadas por la piedra subrepticia. Mientras que los restantes próceres de nuestra historia duermen la placidez de su gloria, Sarmiento, desde la alta región de su intelecto, sigue batallando, con la rudeza y vigor de siempre, en busca del progreso y de una vida mejor.
Las formas definitivas del mármol y del bronce, estáticas y frías, no se avienen con su carácter, y menos aún con su vida.
Existencia difícil la suya. Nacido en una aldea perdida en la falda de los Andes, en un medio chato, alejado de los centros de decisión política, sin posibilidades económicas, culturales ni familiares, con la sola riqueza de su voluntad y de su ideario dejó, sin embargo, la impronta de su obra. Se inició como maestro y murió como maestro. Esa fue su primera ocupación, y la última: explicó el abecedario a los quince años, en una escuelucha de la provincia de San Luis, y terminó sus días enseñando, en Paraguay, a cultivar la tierra con especies productivas. Introdujo la artesanía del mimbre en esa nación, alicaída por la miseria y por la derrota militar.
Fue minero y dependiente de comercio en Chile, donde probó el duro pan del destierro, ese privilegiado ostrakon de las generaciones románticas que, con Echeverría, hicieron un culto de la regeneración moral. Esos jóvenes gastaban levita y galera contra el chiripá y el facón, que consideraban bárbaros y, además, herencia morisca ensamblada en el hábito gauchesco. Fue una forma de exteriorizar la rebelión.
Periodista en San Juan, guerrero de las luchas civiles, periodista en Chile, educador, ensayista, Sarmiento escribe en 1845 su Facundo , obra maestra de la literatura hispanoamericana, considerada en su hora un ensayo político panfletario que no atendía a la verdad histórica, y que 27 años después sería equiparada con el Martín Fierro , la obra de su enemigo político José Hernández, para completar entre ambas, con sus luces y sus sombras, los aspectos opuestos del mismo organismo social, sentido de manera diferente, pero con el mismo amor y el mismo genio.
Con la pluma de Rosas
En Chile, lucha contra Rosas y contra todos los gobiernos personalistas. Teniente coronel nombrado por Urquiza, viste un uniforme de su invención, como protesta contra la ropa indiscriminada de paisano que usaban los soldados entrerrianos. Soldado de Caseros, escribe a sus amigos en Chile con la pluma de Rosas, en su papel, con su membrete, en su vieja casona de Palermo, la que será después sede del Colegio Militar de la Nación, que él mismo fundará.
Vuelto a Chile por la actitud de Urquiza, a quien no comprendió sino años después, autor de Educación popular , Argirópolis , Recuerdos de provincia y Campaña del Ejército Grande , regresará más tarde para luchar por la organización nacional. Sus deseos y orientaciones en tal sentido son poco conocidos, pese a la magnitud de la bibliografía que los trata. En efecto: su obra Comentarios de la Constitución es una de las reflexiones más profundas sobre nuestra Carta Magna.
Animado por la buena disposición de su joven amigo, el periodista y tribuno, el coronel Mitre, que le franquea las puertas del diario El Nacional, Sarmiento viene a Buenos Aires. En los primeros tiempos, el sanjuanino vivía en la pobreza: un solo cuarto le servía de dormitorio y comedor, para él y para su familia.
Elegido gobernador de San Juan, después de Pavón, en sólo dos años, se lanza al torbellino de la acción, acuciado por una fiebre de progreso, fiebre opresiva y angustiosa que le hace ver cada día de su vida como si fuese el último. Promueve la legislación de imprenta, blanquea los frentes de las casas, empezando por la suya, manda a empedrar las calzadas, crea la nomenclatura de las calles, numera los edificios de acuerdo con un plan racional, levanta un hospital, una escuela monumental en la Capital y otra en los pueblos, construye baños públicos, organiza la policía municipal, funda un cementerio, crea el alumbrado, realiza el alcantarillado, manda a organizar el catastro y se lo ve los domingos por la mañana, personalmente, cuidando las plantas de los parques públicos. Enseña a la población a consumir verduras y hortalizas, como complemento de la dieta de carne, y él mismo las cultiva en la plaza de San Juan y las reparte entre los vecinos.
Los paisanos se persignaban: "¡Come pasto!", decían.
Embajador en los Estados Unidos, Sarmiento desplegó una excelente labor diplomática, precisamente por no hacerla como diplomático. Recorrió los Estados, visitó las ciudades, pulsó el comercio, vivió en las universidades, se interiorizó del funcionamiento de las instituciones, averiguó sobre el sistema de enseñanza y, como corolario, trabó relación con las grandes figuras de las letras y las artes. Fundó una revista, Ambas Américas.
Iniciaba su diaria jornada a las cinco y la terminaba muy tarde, en la noche; así pudo captar el espíritu de una nación que acababa de terminar con la Guerra de Secesión y comenzaba a fundar su poderío. Obsesionado por la cultura, escribe en esta época su libro La enseñanza pública, base de la grandeza norteamericana .
Siendo presidente, la prensa de los periódicos, libre hasta el extremo increíble del insulto, lo obligó a contestar los artículos personalmente; la oposición sistemática y constante a todas sus iniciativas no le permitió bajar la guardia nunca. Es bueno saber que Sarmiento disponía para su trabajo solamente de un secretario, un amanuense y dos empleados de mayordomía. No dictaba sus escritos y tampoco sus proyectos de ley o de decreto. Clasificaba, contestaba y archivaba la correspondencia con sus propias manos. Cuidaba minuciosamente los bienes del Estado.
Una deuda enorme
En la vejez -según lo contó, entre otros, Julio Victorica- se refirió a la política de Urquiza, a la que tanto había combatido, y dijo: "Su programa de fusión, de olvido del pasado, su llamamiento a los federales de posición social que no se habían manchado con crímenes -como los Anchorena, los Carrera, don Lorenzo Torres, etcétera- no tenía por objeto, como se ha creído vulgarmente, ofender a los unitarios y satisfacer sus pasiones de partido, sino que, por el contrario, era el fruto de un hábil y bien meditado plan político, porque creyó con razón que no era posible fundar un gobierno solamente con nosotros, los unitarios, que éramos llamados advenedizos, porque no teníamos ni fortuna, ni familia, ni relaciones, ni vinculaciones de ningún género con la sociedad de nuestro país. Pero en lo que demostró más habilidad política fue en convocar a los gobernadores al Acuerdo de San Nicolás. Derrotado Rosas, no dejaba ninguna institución, ningún poder; nada quedaba en pie sino esos gobernadores de provincias, semibárbaros todos y asesinos y ladrones en su mayor parte. Eso era lo único que podía servirle para formar un Congreso que constituyera el país. Ahora estoy perfectamente convencido de ello".
En los últimos años de su vida tuvo aún fuerzas para combatir la candidatura de Juárez Celman y previó el cataclismo financiero que se avecinaba. Cuando viajó a Paraguay, anciano y enfermo, tuvo la energía necesaria para fundar un periódico, meterse en su política doméstica, llevar especies vegetales nuevas y crear la industria del mimbre.
Quizá, por encima de todo, amaba su propia actividad creadora. Bien dijo Pellegrini sobre su tumba: "Todo lo que constituye nuestro progreso debe algo o mucho a Sarmiento. En su vida laboriosa ha trazado largo y profundo surco en nuestro virgen suelo argentino, derramando en él a manos llenas la semilla fecunda del bien. Si alguna se perdió entre espinas o pedregales, más feliz que el sembrador del Evangelio, la mayor parte cayó sobre tierra fértil, brotó lozana y vigorosa y hoy se eleva como homenaje a su memoria".
Bello ideal de un hombre notable, Sarmiento se eclipsó un 11 de septiembre. Desaparece lentamente como el sol de los trópicos, que después de haber iluminado una vasta superficie y fecundado la vida con su calor y su energía, se hunde silenciosamente en el horizonte dejando tras de sí las sombras de la noche, que se extienden en la medida en que se aleja la luz. Todos somos deudores de su obra.
El autor es historiador, presidente de la Academia Argentina de la Historia y director del Museo Histórico Nacional.