La Argentina por sorteo
El azar se contrapone a la noción del mérito, es el instrumento de la nivelación hacia abajo y la consagración del ideario demagógico: no accede el que lo merece, sino el que tiene más suerte
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Con el sorteo de sus sueldos en actos circenses, Milei tal vez quiera diferenciarse de la ideología dominante. Logra, sin embargo, el efecto contrario: muestra hasta qué punto se parecen los populismos demagógicos, sean del signo que sean. El destino ha jugado sus dados para acentuar la similitud: el ganador del primer sorteo se declaró ferviente kirchnerista, al mismo tiempo que elogiaba a su diputado benefactor.
El sorteo es la herramienta del azar, que por naturaleza se contrapone a la noción del mérito. Es el instrumento de la nivelación hacia abajo y la consagración del ideario demagógico: no accede el que se lo merece, sino el que tiene más suerte. El destino no depende del talento personal, sino de la lotería. Esta es, en esencia, la concepción de un populismo rudimentario que desalienta el esfuerzo y, en lugar de igualar oportunidades a través de una educación pública de calidad, sortea becas, vacantes, distinciones, y ahora sueldos de diputados. El sorteo simboliza una cultura que, en el fondo, descree también de la competencia y la elección, que desprecia la excelencia y que cree que premiar y estimular son verbos estigmatizantes.
La educación está colonizada por esta ideología. Falta muy poco para que la aprobación de las materias se defina por sorteo, aunque en ese punto se ha ideado un sistema más audaz, que prescinde incluso del azar: aprueban todos, sin importar que hayan estudiado o no. Ya hay muchos colegios que recurren al bolillero para asignar distinciones, y en ese sentido La Pampa se ha puesto a la vanguardia con una resolución oficial que establece que los abanderados ya no serán los mejores alumnos. Por decreto, todos llevarán la bandera. Han oficializado así el catecismo del populismo educativo: “da lo mismo el que se esfuerza que el que no; todo es igual”. El orgullo por alcanzar una meta o ganarse un lugar por mérito propio queda fulminado por la demagogia: llegar es solo cuestión de tiempo o de suerte. Ese es el mensaje que les da la escuela a las nuevas generaciones.
Para donar los sueldos de un diputado se podría haber elegido al egresado más destacado de una escuela de un barrio vulnerable, o se podría haber propuesto un sistema de elección entre deportistas, estudiantes o jóvenes emprendedores para estimular sus carreras y proyectos. Cualquiera de esas alternativas, como muchas otras que se podrían imaginar, implicarían reconocimiento al esfuerzo, al talento, a la capacidad de superación. Implicarían, además, la tarea de “seleccionar”, un verbo que los populismos confunden con “marginar”. Con ese prisma, se asimila excelencia con elitismo, y se supone –entonces– que el sorteo es “democratizador”.
Detrás de este ideologismo se esconde, en verdad, cierta subestimación de los sectores más postergados, como si se creyera que ellos solo pueden acceder a través de un sorteo y no de su propio esfuerzo; como si las desventajas de origen no se pudieran compensar con educación, sino con la abolición de la exigencia.
Una universidad que supo ser emblemática, como la de La Plata, ya hace décadas que decidió eliminar el examen de ingreso a sus colegios y reemplazarlo por un sorteo. Suponen que de esa forma se garantizan “más inclusión e igualdad”. Con el eslogan se justifica todo: no importa que queden afuera chicos que, por dedicación y sacrificio, merecerían un lugar. Cuando se ingresaba por examen, entraban los hijos de obreros y de profesionales, de empresarios y de cuentapropistas. ¿Cuándo se empezó a creer que quienes provienen de hogares de trabajadores no podrían aprobar un examen de ingreso? Al Colegio Nacional de La Plata accedieron por examen el hijo de un carpintero (René Favaloro) y el de un colectivero (Julio Palmaz, el creador del stent), entre tantos otros casos que son menos conocidos. ¿Era un colegio elitista? ¿O el elitismo, aunque camuflado, es el de hoy, que parte del prejuicio de que los hijos de carpinteros y colectiveros no podrían acceder si no es con la ayuda del azar?
Seguramente es más fácil organizar un sorteo que recuperar el nivel de la escuela pública, ofrecer cursos preparatorios, clases de apoyo, sistemas de becas y otros mecanismos que igualen oportunidades, emparejen posibilidades y garanticen equidad. Ese trabajo, más desafiante y complejo, se reemplaza por una nivelación hacia abajo que es reivindicada como “inclusiva” con una dialéctica panfletaria.
Por supuesto, esto excede el ámbito educativo y permea distintos estamentos sociales e institucionales.
¿Cuál fue uno de los cambios que introdujo, en 2006, la reforma impulsada por Cristina Kirchner en el órgano encargado de juzgar a los jueces? Eliminó una elección para imponer un sorteo. Hasta ese momento, los abogados que integraban el Jurado de Enjuiciamiento se elegían entre los mejores profesionales de la matrícula federal. Los votaban sus propios colegas (del interior y de la Capital) sobre la base de sus antecedentes, su capacidad y su prestigio profesional. Tal vez sonara todo muy “elitista”: trayectoria, prestigio, idoneidad calificada… Para la política parecen condiciones “sospechosas”. Se decidió entonces que los miembros del jurado fueran designados por sorteo y no por la valoración de sus pares. Un expresidente del Colegio de Abogados de San Isidro, Guillermo Sagués, fue –como integrante del jurado– un tenaz opositor a esa reforma. Y al formalizar su oposición advirtió con ironía: “Ojalá salga sorteado uno de los jueces que hemos destituido”. No era, por supuesto, un deseo real, sino una apelación al absurdo para graficar los peligros de designar jurados por azar. En el primer bolillero, el destino volvió a jugar sus dados: salió sorteado, en representación de los abogados, un exjuez que, apenas 18 meses antes, había sido destituido por mal desempeño y que había pasado a integrar la matrícula profesional. El episodio es conocido, entre abogados y jueces, como “la maldición de Sagués”. Y quizá sirva como algo más que una anécdota: los sorteos suelen degradar los sistemas en los que meten la cola, sea la educación, la Justicia o cualquier otra institución en la que deberían regir (aunque suene a una herejía) criterios selectivos.
Los sorteos son una metáfora de la Argentina devaluada. Simbolizan un país donde el azar reemplaza al mérito y los dados al talento. Es un país que ha desvirtuado los concursos (para acceder a la función pública, a la docencia, a la magistratura, a la carrera hospitalaria) hasta convertirlos, en muchos casos, en meros simulacros. Hay que decir, sin embargo, que en la política oficial suele regir algo peor que el azar: el acomodo, la obsecuencia y la obediencia debida parecen garantizar el pasaporte a algún tipo de reconocimiento. En un país que se resigna al mal menor, ¿terminaremos pidiendo la designación de funcionarios por sorteo?
Por lo pronto, vale estar advertidos y ponerse en guardia cada vez que se esgrime el verbo “democratizar”. Las palabras son lo primero que se suele corromper para encubrir ideologías autoritarias. La “democratización” de la Justicia no es otra cosa que una amenaza a su independencia. La “democratización” de la escuela no ha hecho más que degradar la educación pública. Hay que tener mucho cuidado con las “democratizaciones” porque empobrecen y debilitan lo más sagrado que tenemos: la propia democracia.
Empezamos a convertirnos en un país por sorteo: el esfuerzo no es necesario y la indolencia no es un obstáculo. A los mejores se los aparta o se repliegan solos. Tal vez haya que reivindicar los exámenes y limitar los bolilleros, si no queremos que “la maldición de Sagués” se convierta en la maldición de la Argentina.