La Argentina, ¿país de brazos abiertos o de brazos caídos?
Migraciones: ¿por qué nos eligen en el mundo?, ¿por nuestra calidad o por nuestras facilidades?; ¿porque somos hospitalarios o porque somos vulnerables?; ¿porque el esfuerzo es redituable o porque no se necesita?
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Detrás del fenómeno de las familias rusas que llegan a Buenos Aires subyace un tema tabú: ¿tiene la Argentina una política migratoria razonable, ajustada a sus posibilidades y a estándares de reciprocidad? ¿El Estado cuenta con los resortes necesarios para distinguir la migración genuina del mero oportunismo migratorio? Es un asunto que casi no se discute, tal vez por su propia complejidad, tal vez porque está atravesado por dogmatismos y prejuicios. Pero el caso de las embarazadas rusas vuelve, de alguna forma, a poner el foco sobre un debate ausente.
Por supuesto que la Argentina debe honrar su tradición histórica de país de brazos abiertos y resguardar la esencia de una nación forjada en la inmigración. No hay que remontarse al siglo XIX ni a principios del XX para reconocer en los inmigrantes un formidable aporte cultural y también de esfuerzo y de valores. En los últimos años, sin ir más lejos, la llegada de expatriados venezolanos ha ofrecido en muchos lugares del país un modelo de sacrificio, de dignidad y de trabajo. Sin embargo, eso no significa no discutir regulaciones, pautas de reciprocidad y condiciones equitativas. Hay preguntas, además, que deberíamos formularnos con honestidad: ¿por qué nos eligen en el mundo de hoy?; ¿por nuestra calidad o por nuestras facilidades?; ¿porque somos hospitalarios o porque somos vulnerables?; ¿porque el esfuerzo es redituable o porque no se necesita?; ¿por ser una tierra de oportunidades o el territorio del atajo? Las respuestas no son absolutas. Hay fenómenos migratorios que se explican por las virtudes de un país abierto, cosmopolita y solidario. Hay otros que se vinculan al facilismo, a la ausencia de controles y a los agujeros negros de un Estado que ha convertido el subsidio en una cultura sin exigencias ni contraprestaciones.
Sería indispensable empezar por abordar la complejidad del fenómeno migratorio y establecer, a partir de allí, distinciones elementales. No es lo mismo recibir a inmigrantes que huyen de una dictadura o una guerra (como los venezolanos o los rusos) que a jóvenes acomodados de Colombia, Chile o Brasil que vienen a estudiar medicina porque aquí no se les toma examen de ingreso (ni siquiera de español), no se les cobra arancel ni se les pide ninguna contraprestación después de graduarse, además de subsidiarles transporte, comedor y, hasta en muchos casos, albergue. ¿Es lo mismo alguien que viene con el propósito de echar raíces que el que llega para obtener un título e irse? ¿Es lo mismo el que viene a trabajar que el que solo viene a atenderse en la estructura pública de salud o a conseguir un pasaporte exprés?
Nuestro sistema universitario supo distinguirse en América Latina por su calidad y su excelencia. Esos valores fueron, en la primera mitad del siglo XX, un factor virtuoso de atracción. La Argentina se enorgullecía, con razón, de convocar a un estudiantado multicultural de diversas procedencias geográficas. ¿Podemos decir que esa es la fotografía de la actualidad? ¿Hoy vienen por el prestigio académico o por el facilismo demagógico?
El debate sobre inmigración siempre debe distanciarse de posiciones extremas e ideologismos dogmáticos, sin caer en la trampa de las generalizaciones. No se trata de levantar muros ni de cerrar fronteras. Se trata de analizar el tema en su complejidad y de evitar absolutismos y simplificaciones. También de asumir con realismo las limitaciones de un país empobrecido.
En septiembre de 2015, Alemania dio un ejemplo de apertura y solidaridad internacional al ofrecer asilo a 800.000 inmigrantes de Siria, África y Medio Oriente. Pero aquella decisión, que seguramente le reservará a Angela Merkel un capítulo en los libros de historia, no podría explicarse sin la potencia de la economía alemana y sin el vigor de sus instituciones.
En nuestro caso, las condiciones son otras. ¿Es equitativo que un país con déficit de jardines de infantes y altísimos niveles de deserción escolar les pague los estudios universitarios a más de 100.000 ciudadanos de otros países que llegan atraídos por el “facilismo argentino”? Decir que aquí la universidad pública es gratuita es decir una falacia. Se paga con los impuestos de los ciudadanos, incluso de una amplia franja que cada vez está más lejos de acceder a la educación superior. ¿La Argentina no debería priorizar el financiamiento de becas y programas de inclusión destinados a jóvenes que abandonan la escuela primaria o secundaria?
No medir el costo, no solo económico sino también de calidad y de reputación, que implica la apertura indiscriminada del sistema universitario es una lisa y llana irresponsabilidad. Por otra parte, ¿qué pasa si un estudiante argentino intenta inscribirse en una universidad pública mexicana, colombiana, chilena o del Brasil de Lula? ¿Tiene las mismas ventajas y facilidades que encuentran los ciudadanos de esos países cuando vienen a estudiar en nuestras facultades? Miles de argentinos que han emigrado en estos tiempos pueden dar testimonio de lo difícil que es estudiar o trabajar con un mero permiso de residencia.
La cuestión de la reciprocidad debería ser fundamental en el diseño de una política migratoria. Hace un año y medio, sin embargo, el caso del jubilado salteño Alejandro Benítez, que murió en un viaje de vacaciones a Bolivia en medio de dificultades y barreras para acceder al sistema sanitario, desnudó el incumplimiento de los acuerdos de cooperación en materia de salud. El “turismo médico” ha crecido en la Argentina, y si bien una parte va al sistema privado, hay un significativo porcentaje que recurre al hospital público sin que se verifique su situación socioeconómica ni su estatus migratorio.
No existen legislaciones ni modelos perfectos, pero varios países, sin eludir el debate público sobre estos temas, han encontrado fórmulas equitativas. En Estados Unidos, por ejemplo, muchos servicios se cobran de manera diferencial, no por la nacionalidad del beneficiario, sino por su condición tributaria. Los museos o parques nacionales de un estado (equivalente a una provincia) suelen ser gratuitos para el residente (y contribuyente) de ese estado, pero no para el ciudadano que tributa en otro estado o fuera del país. No es una discriminación negativa ni arbitraria. El que contribuye a financiar la infraestructura pública es reconocido a la hora de utilizarla. Tan simple y equitativo como eso.
Una crónica de La Nación ha contado esta semana que mujeres rusas que tuvieron familia en hospitales públicos de Buenos Aires realizaron, luego, importantes donaciones a esos establecimientos. ¿Tiene que depender de la buena voluntad de los beneficiarios o debería estar de algún modo establecido y regulado? Es parte de ese debate que la Argentina se da el lujo de eludir.
¿Cuántos ciudadanos extranjeros cobran planes sociales o Asignación Universal por Hijo sin reunir los requisitos? No hay cifras, pero hay sospechas. ¿Con cuánta facilidad se obtienen un DNI o un pasaporte argentino? ¿Hay provincias que en épocas preelectorales reparten documentos a cambio de votos? ¿Hay mafias que articulan la inmigración con la usurpación de tierras y el comercio ilegal? Si se les presta atención a los murmullos de la política, sobran los motivos para alarmarse.
La cuestión de la seguridad y el delito también debe analizarse en la legislación migratoria. En su libro La conexión Bogotá, el periodista Nahuel Gallota hace una puntillosa descripción de la facilidad con la que penetraron y se instalaron en el país las bandas colombianas. “Descubrieron que por la ley local quedaba en libertad a las 24 horas todo ladrón que actuara sin armas; la flexibilidad del sistema penal les permitía moverse con cierta impunidad. Podían ingresar sin visa y radicarse con facilidad”, describe en esa investigación sobre una vasta red criminal enquistada en el país.
El crecimiento de algunos emprendimientos inmobiliarios en el conurbano norte también se ha asociado con las facilidades para el lavado de dinero del narcotráfico. ¿Por qué hay cierto ideologismo, entonces, que asocia deportación con xenofobia? La Constitución habla de recibir a todos los hombres y mujeres “de buena voluntad”, no a los que vienen a delinquir.
La Argentina es hija de la inmigración, que levantó los cimientos y marcó un rumbo de progreso con la cultura del trabajo. Una cosa, sin embargo, es ser un país de brazos abiertos y otra, un país de brazos caídos. Tal vez sea hora de discutir, sin reduccionismos ideológicos, una política migratoria que combine apertura con responsabilidad, solidaridad con equidad y oportunidades con esfuerzo.