La Argentina, otra vez en la encrucijada
Nos consumimos en una parla machacona sobre la coyuntura y no nos damos espacio para el debate de las ideas de fondo, lo que nos condena a repetir errores
Para salir adelante y sortear obstáculos, lo primero es hacer un buen diagnóstico. Venimos a los tumbos desde hace demasiadas décadas. Hay aquí un asunto clave. Muchas personas estiman que los entuertos los deben resolver otros. Consideran que están ubicados en una inmensa platea y que los actores son los que están en el escenario.
Ortega y Gasset ha sido muy claro: "Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted por sostener la civilización, se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda sin civilización". En esta misma línea argumental los padres fundadores en EE.UU. insistían en que "el costo de la libertad es su eterna vigilancia". El problema central que nos aqueja es la dimensión elefantiásica del aparato estatal, que en lugar de preservar y garantizar derechos los conculca a manos de mandones de distintas características, pero que consideran que sus semejantes son infradotados para manejar sus vidas, haciendas y la educación de sus hijos, por lo que, aun con las mejores intenciones, el Leviatán irrumpe en escena y todo lo engulle a su paso.
Saint-Exupéry da en la tecla con la mirada típica del aludido mandamás: "¡Ah -exclamó el Rey al divisar al Principito-, aquí tenemos un súbdito! El Principito se preguntó: '¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?'. Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos". He aquí el problema.
No importa a qué nos dediquemos, sea a la jardinería, la música, el derecho, la economía, el comercio o la literatura, todos estamos interesados en que se nos respete, por lo tanto es obligación moral de cada cual contribuir cotidianamente a que se comprendan los fundamentos de la libertad. La cátedra, el ensayo, el libro y el artículo son los medios más eficaces, pero no los únicos. Por ejemplo, reuniones periódicas de pocas personas para estudiar y debatir temas claves producen un efecto multiplicador notable en medios laborales, sociales y familiares.
Y aquí viene un asunto de la mayor importancia: nos consumimos en una parla machacona sobre la coyuntura y no nos damos espacio para el debate de ideas de fondo, sin percatarnos de que con esta rutina nos estamos condenando a repetir errores. Operamos como el can que se quiere morder la cola en círculos histéricos, en lugar de hacer un alto en el camino y centrar la atención en valores y principios de la sociedad abierta que harán que la coyuntura futura se modifique para bien.
No somos capaces de aceptar la respuesta al tan citado y poco comprendido interrogante que se planteaba Alberdi: "¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra". Si no entendemos esto, viviremos permanentemente en estados de emergencia y seguiremos repitiendo aquellas sandeces de podar gastos estatales en lugar de eliminar funciones, hacer el gasto gubernamental más eficiente en lugar de comprender que algo inconveniente cuanto más eficiente, peor; enroques de funcionarios en un pesado y contraproducente organigrama, pactos con empresarios prebendarios y sindicalistas basados en legislaciones fascistas, en el contexto de deudas crecientes, impuestos asfixiantes y una economía cerrada para "vivir con lo nuestro".
Y todavía cuando se presentan temas de fondo para salir del atolladero hay quienes tildan con sorna la propuesta de "principista, carente de tacto político y practicidad", sin anoticiarse de que nada hay más práctico que una buena teoría y que todo lo que usamos, desde la computadora hasta la medicina, la alimentación y el transporte, ha sido la consecuencia de la elaboración de teorías. Es curioso, pero estos críticos son como el perro del hortelano, no dejan hacer y tampoco hacen. Se enfadan con lo que sucede y con lo que se sugiere para modificar los sucesos del momento. Me limitaré a un ejemplo de tantos susceptibles de ilustrar la tensión brutal entre la coyuntura y el debate de ideas de fondo. Sin duda debe transmitirse y conocerse el día a día, pero es indispensable analizar y discutir ideas de fondo que ayuden a dar un volantazo a nuestro estancamiento, que ya va siendo crónico.
El ejemplo son las mal llamadas empresas estatales. Mal llamadas porque la característica medular de un emprendimiento empresarial estriba en que se asumen riesgos con recursos propios y no a la fuerza con el fruto del trabajo de los vecinos. Además, la misma constitución del emprendimiento político de marras inexorablemente significa que se han alterado las prioridades de la gente en cuanto a sus preferencias, puesto que si se procede en la misma dirección de lo que el público prefiere, no tiene sentido la intervención para duplicar esfuerzos con el consiguiente ahorro de gastos administrativos. Incluso si la "empresa estatal" arrojara ganancias (lo cual es muy poco probable), debe preguntarse si las tarifas no serán demasiado elevadas, puesto que la única manera de saber acerca de la conveniencia de lo que se cobra es la competencia en el mercado abierto. Nunca en la presencia estatal hay competencia, puesto que para proceder en ese sentido hay que competir, lo cual se traduce en la eliminación de todo privilegio que significa sacar la actividad de la órbita política.
Resultan tragicómicas las declaraciones sobre las faenas para que la empresa política resulte eficiente sin comprender que el asunto es de incentivos: la forma en que se toma café y se encienden las luces no es la misma en la empresa privada que en la pública. Los incentivos en las auditorías para evitar corrupciones no son los mismos en un sector que en otro. Viene al caso recordar la figura tan demostrativa de Garret Hardin de "la tragedia de los comunes" en cuanto a que lo que es de todos no es de nadie, enseñanza que se remonta a los escritos de Aristóteles.
Por supuesto que si se traspasan las así denominadas empresas estatales a monopolios privados la situación empeora, ya que en el sector privado sabrán sacar mayor tajada del privilegio, con lo que los ciudadanos se verán aún más explotados y vejados. De lo que se trata es de vender al mejor postor sin condición de ninguna naturaleza en un mercado abierto local e internacionalmente, al efecto de que la gente pueda sacar la mejor partida posible de ofertas en competencia.
Hay todavía un mito adicional en este capítulo y es el de la tan vapuleada y poco comprendida noción de soberanía. Envolver la telefonía o cualquier otro bien o servicio en la soberanía constituye una sandez superlativa: en última instancia, en una sociedad libre la soberanía reside en los individuos, no en las cosas ni en abstracciones. Hablar de la soberanía de una línea de bandera es tan ridículo como hablar de la soberanía de la lechuga. Por último, es del caso enfatizar, por una parte, que no resulta pertinente hacer referencia a los capitales del sector público, ya que los capitales son siempre privados, solo que en este caso no se asignan voluntariamente, y, por otra, que cuando se hace referencia al mercado se está aludiendo a millones de arreglos contractuales que diariamente la gente lleva a cabo, desde la vianda del desayuno hasta la cama en la que duerme. El mercado somos todos.