La Argentina necesita una estrategia de crecimiento a largo plazo
Crear empleo, generar divisas genuinas y alcanzar una productividad competitiva son las claves para un desarrollo sostenido e inclusivo
La economía argentina se encuentra atravesando un severo período de ajuste en el gasto doméstico. En la esfera de las cuentas públicas no se trata de un esfuerzo menor: el balance primario debe ser equilibrado este año, lo que implica un ajuste acumulado de 4,2% del PBI desde 2017, y superavitario a partir de 2020. Pasó pocas veces en la historia argentina, siempre con significativos efectos recesivos.
Para que ese ajuste tenga un sentido ulterior al de evitar un nuevo default, es crucial acompañarlo con una estrategia de largo plazo. En efecto, la forma en que se ajusta, y cuánto se ajusta, determinará al mismo tiempo la capacidad de crecimiento de la economía argentina en el futuro. A la inversa, sin crecimiento, tarde o temprano el ajuste acabará condenando al país a un período de crecimiento raquítico de duración indefinida, muy inferior al de su crecimiento potencial. Como señala crudamente Peter Doyle, quien fuera economista senior del Departamento Europeo del FMI por más de 20 años hasta su renuncia en 2012, en una nota del 23 de enero último en el Financial Times ("The IMF's Focus on Debt Recovery must be corrected"), ese fue el resultado del sesgo excluyente de las condicionalidades del FMI, centrado en alcanzar lo más rápido posible superávits fiscales primarios consistentes con la sostenibilidad de la deuda, en países tan diferentes como Jamaica y Grecia, que llevan más de una década bajo la tutela del Fondo.
Para evitar ese destino tenemos que preocuparnos ahora mismo, más allá de esta dura etapa recesiva, en qué tipo de modelo de desarrollo queremos para la Argentina. Si queremos que sea sostenido e inclusivo, hay tres cuestiones que no pueden soslayarse: 1) la generación de empleo, urgentemente, a corto plazo, en los segmentos de baja y media calificación, hoy los más afectados; 2) la generación genuina de divisas, necesaria para importar los insumos y bienes de capital que no producimos, y 3) lograr que la productividad sea la fuente genuina de nuestra competitividad.
Queremos enfocarnos aquí en esta última cuestión. Los economistas sabemos que el incremento de la productividad es una condición clave para que el crecimiento sea sostenido e inclusivo. Y que detrás de la mejora en la productividad están, en primer plano, la innovación y la incorporación de nuevas tecnologías (a nivel de planta y a nivel sistémico). Si se logra revertir la tendencia declinante de nuestra productividad, habrá perspectivas de generar empleos de mayor calidad y mejores condiciones para la inserción internacional. La oportunidad está: en el mundo se vive una nueva revolución productiva, la cuarta, asociada esta vez a una familia de tecnologías de aplicación transversal, que tiene como centro las TIC, la bioeconomía y la inteligencia artificial. Las ganancias de productividad son potencialmente altas. Subirse a esta revolución será clave para revertir cuanto antes nuestra decadencia.
Seguramente, mantener el precio del dólar en niveles competitivos -como se espera que esté en los próximos años- es un aliciente para que la economía se recupere y retome el crecimiento. Pero como hemos visto en los 2000, y como confirma la experiencia internacional, esto no basta. Es crucial complementar la política cambiaria con un decidido impulso de las políticas públicas a la innovación y al cambio tecnológico.
En el país hay empresas que compiten exitosamente en los mercados internacionales, en sectores productivos que en el mundo están a la cabeza del cambio tecnológico. También hay emprendedores con capacidad para crear nuevas empresas de base tecnológica, agencias públicas que contribuyen a la investigación, desarrollo e innovación, así como universidades y centros de investigación que congregan científicos de nivel internacional y desarrollan estudios en ciencia básica y aplicada con impacto sobre la economía. Es decir, contamos en esta materia con una base incipiente, con actores tanto en el sector privado como en el sector público y las universidades. Algunos ejemplos, entre otros: los organismos estatales Conea, Instituto Balseiro y Centro Atómico Bariloche en el ámbito estatal, así como la empresa provincial Invap en energía nuclear; el propio Invap y Arsat en el campo satelital; la Fábrica Argentina de Aviones en aviación e investigación aeroespacial, empresas privadas en desarrollo de software y tecnologías de investigación y comunicación; el INTA, laboratorios públicos y privados, y empresas privadas o público-privadas en el desarrollo de la bioeconomía (biotecnología, ingeniería genética) y la medicina genómica; YPF y Tecnopetrol en energías convencionales y no convencionales; el INTI y empresas privadas en I+D en la industria manufacturera. El Conicet, la Agencia Nacional de Investigación Científica y Tecnológica, así como muchas de las universidades públicas y algunas privadas, contribuyen a la formación de científicos y llevan a cabo investigaciones, en muchas ocasiones en convenio con el sector privado, de utilidad para la actividad productiva.
Sin embargo, en el agregado, los recursos públicos y privados destinados a promover las actividades científico-tecnológicas son paupérrimos: no superan el 1% del PBI, cuando países emergentes comparables duplican o triplican ese monto y muchos de los avanzados invierten entre 2 y 4% de su producto en esas actividades. Está claro que aún estamos lejos de contar con la masa crítica necesaria para que los sectores de base tecnológica se transformen progresivamente en uno de los motores del desarrollo económico.
En todos los países exitosos en este campo, el papel del sector público ha sido y sigue siendo decisivo. Sea como ámbito para la investigación básica o aplicada, sea contratando con empresas públicas y privadas la provisión de bienes y servicios, sea para financiar el desarrollo de nuevos emprendedores con fondos "semilla" y capital de riesgo. Al momento de asumir, Macri prometió duplicar la inversión en CyT en términos de PBI, pero esto estuvo lejos de suceder (incluso esa inversión se redujo). Alguien dirá que es entendible dado el contexto. Pero incluso ahora que estamos en medio de un drástico ajuste, debemos asegurar, al menos, que la frágil base con que contamos se preserve. Es por eso que resultan preocupantes los recortes previstos por la política fiscal para el financiamiento de políticas, instituciones y empresas claves en el proceso de innovación.
De hecho, reforzar -o al menos mantener- esas partidas no agravaría mayormente los problemas presupuestarios. En efecto, su peso en el gasto público es ínfimo: los recursos destinados a la finalidad Ciencia y Técnica por el Estado representan apenas 0,3% del PBI. Por el contrario, mantener esos gastos fuera del ajuste, aunque implique renegociar las metas fiscales comprometidas con el FMI, es vital para el futuro de nuestra economía. Si más allá del ajuste el objetivo es crecer de manera sostenida e inclusiva, esos son los primeros metros del camino.
Albrieu (UBA, Cedes); Rozenwurcel (UBA, Unsam, Conicet)