La Argentina, interpelada por Ortega y Gasset
En julio de 1916 tuvo lugar el primer viaje de José Ortega y Gasset a nuestro país que se extendió hasta enero de 1917. Tenía 33 años y ya había publicado el primer volumen de El Espectador, la recopilación Personas, obras, cosas y, previamente, sus Meditaciones del Quijote. Acompañado por su padre, Ortega vino a ocupar la cátedra creada en la UBA por la Institución Cultural Española para pronunciar allí un ciclo de conferencias sobre los problemas más actuales de la filosofía. También dictó un seminario más restringido sobre Kant y otras tantas de sus disertaciones tuvieron lugar en Tucumán, Córdoba y Mendoza.
Durante su estadía fue recibido y agasajado por las principales autoridades políticas y sociales. Ministros, embajadores, académicos, empresarios y escritores rindieron homenaje a este filósofo venido de lejos que hablaba con elegante profundidad sobre temas que interesaban a legos y entendidos por igual. Gracias a Ortega, sostuvo Alejandro Korn, "algunos despertaron de su letargo dogmático". Por su parte, Rodolfo Rivarola le reconocerá "haber estimulado el interés por la filosofía, como no ocurrió jamás antes de ahora, en nuestra tierra".
Ortega no perdió ocasión de atribuirnos diversas cualidades: pujanza, curiosidad, perspicacia, cortesía... Elogió nuestro "optimismo aspirante" y nos encontró libres de prejuicios y envidias. En sus Impresiones de un viajero destacó la porosidad y el "talento socializador" del pueblo argentino para atraer e integrar grupos humanos diversos en la unidad de un Estado. Se había creado, como se ve, una corriente de aprecio mutuo entre Ortega y esa Argentina próspera que en adelante se afianzaría aún más al ritmo de sus colaboraciones periodísticas y la publicación de obras fundamentales.
Sin embargo, su confesada deuda de gratitud no podía saldarse con la adulación fácil o cantando loas a nuestro "heroísmo cereal y ganadero". Por eso no dejó de señalar, a despecho de esas otras virtudes que alimentaban su entusiasmo por una nación que veía en ascenso, algunas de nuestras carencias: falta de disciplina interior, exagerada predisposición al énfasis, un escaso interés por la ciencia que nos exhortaba a revertir dedicando mayores energías a la educación universitaria. Ortega temía además que iniciáramos una etapa de "monologuismo" e incomprensión mutua como la que transitaba en ese entonces España. Si el pensamiento es "esencialmente diálogo", afán de colaboración, a la agresión verbal entre unos y otros oponía "la paz de la afirmación", la serena aserción del hombre de ideas que hace de ella su auténtica ofensiva.
En agosto de 1928 nos visitó nuevamente, prorrogando su estadía por cinco meses. Era ya un pensador consagrado que, a los aportes salidos de su pluma, añadía la ingente tarea de difusión filosófica y cultural de la Revista de Occidentey del sello editorial homónimo. No está demás evocar la influencia que obras tales como El tema de nuestro tiempo venían ejerciendo sobre las juventudes americanas o los debates generados por la publicación de La deshumanización del arte. Recordemos también su relación con LA NACION a partir de un primer artículo del 14 de enero de 1923 sobre "Tiempo, distancia y forma en el arte de Proust": relación perdurable durante la cual desplegó un diálogo intimista con el público argentino que Marta Campomar supo reconstruir en páginas reveladoras. Pero a partir de este segundo viaje Ortega se convertiría, como escribió el recordado Ezequiel de Olaso, en "el profeta de nuestra decadencia", principalmente a raíz de dos ensayos que formaban uno: "La Pampa... Promesas" y "El hombre a la defensiva".
Para Ortega, la Pampa debía ser mirada comenzado por su confín, por esos "inagotables ademanes de abundancia" que le parecían la metáfora perfecta de una permanente promesa. Y se preguntaba si acaso lo esencial de la vida argentina no era ser precisamente eso: promesa, un vivir inverosímil de cada cual desde sus ilusiones que nos lleva a desatender el presente y, llegados a la vejez, a encontrar sólo "la huella dolorida y romántica de una existencia que no existió". En el fondo, esa mirada puesta en nuestra quimera personal y colectiva delataba una actitud narcisista (Ortega confesó haber encontrado aquí "los casos más cómicos de vanidad") que no era ajena tampoco a la paralizante susceptibilidad que nos mantenía siempre a la defensiva.
Mención aparte merecen sus prevenciones contra la "valoración hipertrófica del Estado", que, con su natural tendencia a reglamentarlo todo, coartaba nuestra espontaneidad social multiplicando cargos sin hombres idóneos para desempeñarlos, pero con el aval implícito de una sociedad civil que "no se ha habituado a exigir competencia". "Me cuesta comprender por qué", escribió Victoria Ocampo al tratar de explicarse la andanada de críticas que los dichos de Ortega cosecharon. Al día de hoy, seguramente, hubieran provocado similares reacciones.
La tercera estadía se extenderá desde mediados de 1939 hasta febrero de 1942. Contra todos los pronósticos, Ortega se encontró aquí marginado y atravesando, como le confesó a Victoria, la etapa más dura de su vida. Víctima de la piratería editorial, vio naufragar su intento de prolongar la obra interrumpida de la Revista de Occidente y asegurar con ello su medio de vida. Lo espantó advertir cómo se malentendían algunas de sus afirmaciones y llegó a preguntarse: "¿Qué tengo yo que hacer en el centro de Buenos Aires, queréis decírmelo?" Sin embargo, nos dejó sus páginas sobre el Imperio Romano, los cursos sobre "El hombre y la gente" y "Sobre la razón histórica", el libro Ideas y creencias y la célebre conferencia "Meditación del pueblo joven", pronunciada en la Universidad de La Plata, en cuya fórmula "¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!" cabe cifrar su prédica constante hacia nuestro país.
Se marchó una tarde de 1942 para no volver nunca más. En esta sazón de conmemoraciones, sus escritos nos interpelan nuevamente y de manera exigente. ¿Podremos releerlos con voluntad firme y sosegada de comprensión? ¿Podremos imaginar con Ortega una Argentina "a la altura de los tiempos"? Sería el mejor recuerdo de su primera visita y la mejor posibilidad para transformar aquel vínculo cordial en un verdadero estímulo para nuestro futuro.
Profesores de la UCA y miembros de la Fundación Ortega y Gasset Argentina
Enrique Aguilar y Roberto Aras