La Argentina, intacta en sus dones
En el siglo XX, la Argentina alcanzó lo que quería ser. Desde la Organización Nacional y la generación del 80 avanzamos con increíble velocidad hasta definirnos hacia 1930 como gran nación moderna en la siesta continental. Nos afirmamos como nación en medio del más fascinante, terrible, criminal y creativo siglo XX (solo comparable por su conmoción con el siglo IV y el del Renacimiento Descubrimiento). Creer y crear la Argentina fue pasión de todos. Por entonces, como lo cuenta el doctor Cavallo en Volver a crecer y a la luz de las estadísticas, Japón, España, Italia y Canadá mismo venían a nuestra zaga.
Nuestra América bucólica y primigenia nos parecía indeseable y remota. El gaucho fue un elemento decorativo ya desde 1930. Un espíritu perdido, una nostalgia de Lo Abierto, de la libertad absoluta. La verdad es que Sarmiento había llevado el guardapolvo blanco y el moño con pintas hasta el último confín de la República en un insólito combate contra "la barbarie americana". El "gringo" Pellegrini haría lo mismo alambrando los espacios primigenios, infinitos, liquidando para siempre al gaucho y su poética equina.
Ya en 1930 Buenos Aires fue la gran ciudad: el Colón, Palermo, los palacios del Barrio Norte con frescos de Sert y gobelinos auténticos. La gran burguesía de la elegancia, con su París, su biblioteca y pinacoteca. La noche febril y creadora de Arlt, Discépolo o Mastronardi. En cada café una desvelada universidad libre y la universidad como el trampolín más legítimo del salto del hijo del inmigrante hacia el bienestar y la justa fama. Se crea esa admirable clase media que trabaja de día y estudia de noche. La cultura aúna todos los sectores. Aunque nos parezca hoy increíble, los argentinos creíamos que la cultura era la única válida distinción. La masiva y hetoregénea inmigración universalizará a los argentinos. Freud, Marx y Nietzsche serán palabras corrientes en cualquiera de esos cafés esquineros.
Con el tiempo lo que hemos vivido como políticamente contradictorio nos mostró una secreta armonización: el país de Mitre, Sarmiento, Roca y Pellegrini, como toda transformación profunda, dejaba zonas oscuras que llamaban a una nueva etapa. Así se produjo la primera "gran regulación" a favor de los derechos nacionales y la democracia institucional con Hipólito Yrigoyen. La otra, esta vez con el carácter de una imprescindible democratización social, será la comandada por Perón a partir de 1945. Nos fuimos deslizando por el siglo evitando los grandes desastres. Éramos un paraíso exterior, una Europa de recambio. Borges pudo afirmar que teníamos una europeidad periférica. Los dos grandes desmanes bélicos, del 14/18 y del 39/45, fueron vistos de muy lejos por los argentinos, en los noticieros y actualidades del NO DO, Pathé, Movietone o UFA. La revolución comunista y el crash capitalista de 1929 nos afectaron como esas olas que ya llegan muertas a la costa opuesta. Como somos llorones, sinfónicos llorones, nos permitimos hablar de la "década infame" y de atroces dictaduras, pero en realidad el hambre y la muerte masiva, esos jinetes del Apocalipsis, no alcanzaron nuestras playas. Nuestros amigos europeos nos miran perplejos al recordar lo que significó (como se dijo ya anteriormente) esa década para ellos en Alemania, Italia, Rusia con los procesos de Moscú, la recesión y el hambre de Estados Unidos, el hambre y la Gran Marcha de China, la Guerra Civil de España. Impúdicos, gritones, malcriados, exhibimos nuestras gripes políticas como una neumonía terminal.
La Argentina es un país en eterna formación, no llegó todavía a la adultez. Es un magnífico proyecto que declaramos cumplido antes de tiempo. Habíamos entrado en el siglo pasado con ese impulso incomparable de voluntad. Sentíamos el mundo abierto y a la Patria como el precioso instrumento de un gran proyecto humano de vida original y autónoma. Ahora pareciera que salimos por la puerta trasera de la historia, agobiados por fantasmas imaginarios; como una nación neurótica que hubiese entrado en decadencia antes de culminar el logro. Habíamos irrumpido en la historia con orgullo y voluntad de ser. Ahora nuestros políticos deben golpear tímidamente para entrar. Es como si hubiese muerto el nervio del querer ser, del arriesgar. Un eterno negativismo hipercrítico y culpabilista demoró nuestra marcha.
En verdad nos trampeamos cuando no queremos ver la realidad de este país maravilloso que los locutores presentan cada mañana como un refinado instrumento de tortura. Vemos la deuda externa y la crisis de caja con obsesiva y castradora negatividad, no las tierras feraces, sus ríos, sus mares, su gente, su inteligencia y vitalismo. Estamos frenados y mortificados por una metafísica contable, siempre negativa, que en realidad corresponde a la inviabilidad de un perverso sistema mercantilista financierista global y a una corrupción nacional que conquista los peores récords.
Ya no hay tiempo para el llanto. La política tiene que saber llamarnos al viraje necesario sobre todo al abrirse un nuevo espacio.
Con Brasil y el Mercosur podemos crear nuestro desarrollo, nuestro empresariado, nuestro mercado, nuestro espacio de invención y creación; condicionando los factores económicos externos según nuestros designios y nuestro proyecto continental. Pero para esto necesitamos cambios sustanciales y una clase política que pase del decaimiento al coraje. Lo que es indiscutible es que los argentinos no podemos seguir igual (estamos amodorrados, en la ventanilla del ómnibus y no queremos ver que ya se atascó en las arenas del desierto...). No va más.
Más que nunca la política tiene una misión fundacional. Es la clave para la convocatoria que puede librarnos de la neurosis de fracaso o de esa aporía economicista que nos nubla todas las mañanas.
Los argentinos estamos esperándonos para un gigantesco brindis de optimismo. No nos va el traje de la mediocridad y del fracaso. Pocas naciones nacieron a la historia con tanta arrogancia y voluntad de ser. Pese al disfuncionamiento y el desorden reiterado de nuestras formas institucionales, los argentinos se construyen y viven una democracia fáctica que se da en la calle, en las familias y en el curioso episodio de exclusiones raciales. Tal vez explique esta realidad un espíritu que no sopló en otros horizontes: en la famosa Asamblea del año 1813, la Argentina declaró la "libertad de vientres" como fin de esclavitud, la destrucción del instrumental para tormento para detenidos y medidas de este tipo absolutamente desconocidas a lo largo de todo nuestro continente desde Alaska hasta Tierra del Fuego.
En una noche reciente y memorable en el Colón, al Presidente y a muchos se nos llenaron los ojos de lágrimas. Como un fantasma sonriente se nos había aparecido aquella Argentina.
Embajador y escritor