La Argentina exige un gran cambio, pero no cualquiera
Desmantelar una estructura corrupta e implantar un capitalismo transparente solo requiere audacia, imaginación y cierta experiencia; es indispensable hacerlo dentro del sistema, sin caer en gritonas utopías disolventes
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Conocí a Andrés Rivera en una entrevista radial que le hice. Él había publicado La revolución es un sueño eterno y yo, incapaz de percibir las vetas aprovechables de la novela, le había formulado una crítica desfavorable en un diario. Llegó enojado, con ánimo pendenciero. “El otro día un periodista pretendía hacerme un reportaje sin haber leído mi obra”, me midió de entrada. La primera parte del programa estuvo signada por esa tensión, hasta que una pregunta disolvió la tirantez: “¿Cómo se detecta el momento revolucionario?”. Rivera me miró asombrado, como si fuera extravagante que mi voz pudiera emitir algo valioso, y el diálogo fluyó.
La historia exhibe ejemplos de sociedades trabadas, sumidas en callejones sin salida: es el momento en que hay que demoler un orden agotado, desplazar a las clases dirigentes y producir su reemplazo por una nueva elite. Ese movimiento se llama revolución. Hay que ser prudente porque las derivas suelen ser azarosas: en Rusia lo que en febrero de 1917 era una revolución burguesa se convirtió en octubre en un régimen opresivo peor que el desplazado. Tanto la revolución inglesa como la francesa, con sus claroscuros, en cambio, fueron el paso final de un régimen feudal al capitalismo, pero también la mudanza de la monarquía absolutista a la monarquía constitucional y la república. En Inglaterra se empezaron a controlar los gastos de la corona, se eliminaron impuestos y se afirmó el derecho de propiedad. En Francia la nueva época quedó condensada bajo la clásica trilogía discursiva: libertad, igualdad y fraternidad.
Así nacieron los sistemas constitucionales en casi todo el mundo, que prevén sus propios mecanismos de corrección. Tienen anticuerpos. Las elecciones periódicas, los juicios políticos, la división de poderes, el control de la prensa y los tribunales independientes constituyen el menú de remedios institucionales. Watergate es tal vez el ejemplo más conspicuo. Pero hay situaciones excepcionales en las que todo se empantana y se astilla la cotidianeidad: eso que hasta el siglo XX era la emergencia revolucionaria en el siglo XXI es la irrupción de los antisistema: una erupción que capitaliza el hartazgo con la política tradicional y cuestiona la idea misma de democracia republicana.
¿Sucede eso hoy en la Argentina? Cunden la desesperanza y el enojo, hay un caos generalizado, la clase media sabe que no va a progresar y que sus hijos estarán cada vez peor. Por eso los jóvenes emigran y las capas medias consumen en viajes o zapatillas, quemando sus ahorros como si fuera el último día de vida. Hay una sociedad bloqueada: sindicatos dominados por mafias eternas que manejan las obras sociales, empresarios prebendarios, el gotero clientelar de los empleos públicos, la recurrente confiscación de los ahorros privados para financiar el despilfarro y provincias convertidas en tercos feudos medievales. Es, en efecto, un régimen agotado.
A todos estos quistes se sumaron, como un tumor imparable, los subsidios a la energía y los planes sociales. Empresas que se desentienden de cobrar millones de boletas a los usuarios y se concentran en un único giro que les llega desde una cuenta oficial. Los desocupados sindicalizándose con el Estado como contraparte y socio, con punteros de la pobreza que manejan cajas gigantescas y ejércitos de pobres que abarrotan extorsivamente las calles. Todo un símbolo que Cristina Kirchner haya pedido, nada menos que desde la CTA, epítome de la burocracia estatal, que la administración de los planes se “nacionalice”, pasando de los piqueteros a los intendentes: disputa de bandas peronistas. El ogro filantrópico. Son territorios alambrados: no se pueden tocar los subsidios porque cada vez que algún gobierno latinoamericano intentó subir alguna tarifa, voló por los aires; pruebas: Ecuador, Chile y Perú. No se pueden tocar los planes sociales porque incendian el país. No se puede tocar el plantel de empleados públicos porque los sindicatos declaran la guerra y aturden con sus bombos.
Por los intersticios de ese desencanto económico se infiltran como polizones los antisistema, que plantean la necesidad de arrasar con esta nueva oligarquía. Pero la palabra llave “casta” (en España la usó Podemos y en la Argentina, Milei), repetida ad nauseam, prescinde de matices y busca deslegitimar la democracia en su conjunto.
En efecto, no se discute que haya que terminar con esos privilegios, pero el problema es que no se puede reiniciar la historia cada diez años, la grandeza de un país reside justamente en su previsibilidad jurídica, en que pueda sostener un proceso de cien años de estabilidad, en que las crisis sean metabolizadas y resueltas endógenamente. Un país con seis golpes militares, con una decena de cambios abruptos de la Corte Suprema y con una tradición de confiscaciones compulsivas no puede darse el lujo de continuar con su borrachera de cimbronazos.
Si como hipótesis de trabajo aceptáramos patear una vez más el tablero, habría que preguntarse qué se quiere construir sobre los escombros del viejo orden, porque la intemperie nunca es interesante. La alternativa que proponen los antisistema es volver al paleolítico y que cada uno se las arregle como pueda. La ley del más fuerte: que la gente ande armada, que no haya educación pública, que los manteros compitan a los codazos en las veredas, que se desconozcan los impuestos, que se pueda faenar y comerciar libremente el cuerpo humano, que no haya moneda y que el Estado no haga nada ante los desastres ecológicos. Solo ceden en su anarquismo infantil si los afectados son ellos: no bien un periodista los critica, en lugar de dar la discusión pública, van corriendo a denunciarlo para que el Estado imponga un castigo. Curioso que hablen de “evidencia empírica” cuando proponen un sistema que nadie aplica en el mundo contemporáneo. Media una gran distancia entre el liberalismo y esta mascarada carnavalesca con música de cumbia. El líder carismático como un poseso en el escenario y sus seguidores reducidos a la condición de comparsa lejos están del respeto al individuo.
La Argentina tiene problemas estructurales, pero su democracia funciona mucho mejor que en otros países latinoamericanos. Mientras en Chile, Perú o Colombia la fragmentación desorganiza la política, los líderes antisistema ganan centralidad y la gente termina votando aventureros, en nuestro país se ha reconstruido un bicoalicionismo competitivo, hay posibilidades de alternancia y los advenedizos se mantienen en los márgenes. Nuestra economía es débil, pero nuestra democracia, no. Esa fortaleza, esa resistencia del sistema político es condición de posibilidad del progreso económico, y no al revés.
El proceso histórico es dialéctico: síntesis de impulso y moderación, de errores y aprendizaje. La Argentina exige un gran cambio, sí, pero no cualquier cambio. No estamos ante el salto de la monarquía absolutista al constitucionalismo. No hay que tomar ninguna Bastilla ni desempolvar guillotinas. Desmantelar un sistema corrupto e implantar un capitalismo transparente solo requiere audacia, imaginación y cierta experiencia. Es indispensable hacerlo dentro del sistema, con paciencia, sin caer en gritonas utopías disolventes. Los outsiders gozan del glamour de lo novedoso, pero también del defecto de su fatal arrogancia de improvisados. Es la diferencia entre hacer arqueología con cepillos o con palas: los segundos van rápido, pero en el camino rompen las piezas que descubren.