La Argentina, en un nuevo contexto favorable
Con la cautela con la que hay que tomar cualquier presunción, muy probablemente si el kirchnerismo no hubiera arruinado la macroeconomía en su periplo inicial de 12 años –de 2003 a 2015– cuyas consecuencias más visibles son la inflación y el cepo cambiario, el país estaría viviendo un sostenido proceso de crecimiento. De haberse mantenido la inflación en un dígito y el régimen de libertad para comprar dólares y girarlos a otras plazas como sucede en Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia y Brasil, la Argentina podría aprovechar a pleno este nuevo contexto tan favorable que se ha generado a partir de una nueva ecuación de rentabilidad para la mayoría de las actividades productivas –derivado fundamentalmente de la guerra en Ucrania– y desarrollar el extraordinario potencial de recursos que atesora y que por las condiciones tan antiproductivas del actual modelo económico no se materializa.
Este nuevo contexto debería ser un aliciente a los sectores de la política que aspiran a conducir los destinos del país a partir de diciembre, ya que si logran aunque más no sea ordenar la macro –algo que prometió Macri y no consiguió– la Argentina podría capitalizar esos cuantiosos recursos que motorizarían además la actividad en otras industrias, en el comercio y en los servicios en general. Tan grande es ese potencial, que muchos inversores están sondeando perspectivas aun en este absurdo contexto de alta inflación, cepo y brecha cambiaria, subsidios y parches cruzados de todo tipo. Por eso, si la nueva administración consigue retrotraer esas dos variables fundamentales (inflacionaria y cambiaria) a la estabilidad previa al desastre que hizo el kirchnerismo, para lo cual se requerirá un gran esfuerzo y cierto grado de consenso de la sociedad, se podrá por fin encauzar al país en una senda de crecimiento que permita encarar las reformas estructurales que lo hagan sostenible en el más largo plazo.
Se sabe que no será una tarea sencilla ni con final asegurado, ya que tendrá en contra a los que creen –o eso dicen, para uso político– que la riqueza no es fruto de la inversión y del trabajo sino de la apropiación indebida que hacen de ella los grupos concentrados, amén de la resistencia –azuzada por esa oposición– de todo sector de la sociedad que se pueda sentir afectado por los cambios. Si la administración entrante no consigue ordenar la macro, su gestión habrá fracasado. Sin alcanzar esas metas básicas, cualquiera de las reformas estructurales necesarias para adecuar la productividad del país a la del mundo carecerá de sentido. Por todo esto, es importante que los grupos técnicos que estén trabajando de cara al futuro –sean de la oposición o del peronismo– se enfoquen con similar ahínco que a los planes económicos, en cómo explicarle al hombre común de manera didáctica y simple –misión de sociológos y expertos en psicología social– que erradicar las distorsiones de la actual economía es imprescindible para mejorarle sus condiciones de vida, más allá de los trastornos y eventuales perjuicios que el cambio en las etapas iniciales pueda causarle.
Está claro que esta tarea –por la sofisticación y el trasfondo cultural que requiere– es mucho más compleja que cualquiera de los proyectos económicos en boga, en los cuales hay un cierto grado de consenso en las medidas básicas. Si se fracasa en convencer al hombre de a pie de que las distorsiones de la economía –aunque se haya adaptado a ellas– atentan contra su bienestar, será difícil implementar los cambios. Para ello, habrá que tener a mano una batería de slogans lúcidos para rebatir los ataques con que, con argumentos engañosos o falsos, arremeta una oposición organizada y financiada como nunca antes, y que buscará sumar en su causa a todos los descontentos. Ayudaría al convencimiento de la sociedad que los mensajes no exhalen partidismo. Esta materia fue el gran déficit de todos los intentos modernizadores del pasado y causa no menor de sus disrrupciones. Frente a esto, el gran capital internacional que abunda en el mundo y está al acecho de proyectos productivos de viabilidad y que es fundamental para desarrollar todas las alternativas que ofrece el país –Vaca Muerta, litio, minería, agro, actividades de la información– difícilmente concrete inversiones ante la complejidad y el tembladeral jurídico de la Argentina. Atentan desde normas que se modifican en un sentido u otro, sin coherencia, hasta el juicio que pretende hacer el oficialismo al órgano supremo de justicia. ¿Para qué? ¿Para imponer un nuevo tribunal afín a los intereses de ese sector de la política? Por citar unos pocos ejemplos de esas incongruencias, ¿qué garantías puede haber en un país que de la noche a la mañana otorga un importante subsidio –caso del dólar soja– a productores agropecuarios para que liquiden su producción y generen las divisas que con urgencia precisa el Banco Central? Se trata de subsidio porque implica imprimir pesos adicionales para su pago, pero es totalmente relativo, ya que el fisco, entre retenciones a la exportación y la telaraña de impuestos nacionales y provinciales, se queda largamente con más de las dos terceras partes de la producción, eso si se calcula al valor del dólar restrictivo con que el Banco Central regula el comercio exterior. Sería muchísimo mayor la incautación fiscal si se midiera con el dólar al que libremente se puede acceder en el denominado “mercado paralelo”. En el fondo, si el Estado pudiera se quedaría con toda la producción –como intentó hacerlo solapadamente en 2008 en la crisis de las retenciones móviles, y tuvo que recular– y les pagaría a los productores el precio que le resulte conveniente a fin de usar la plusvalía con fines políticos. No lo hace porque se enfrentaría a decenas de miles de productores y entraría en una guerra en la cual no tendría asegurado un desenlace favorable. Algo semejante se podría decir de la energía, donde se subsidia fuertemente su uso, lo que fomenta el despilfarro, ya que los consumidores pagan una ínfima parte de su costo y el Estado se hace cargo de la diferencia. Del otro lado, subsidia la producción de gas y petróleo mediante regímenes especiales. Acorde con la filosofía de los que controlan hoy el Estado, si pudieran, nacionalizarían el sistema. Otra presunción, aunque lo dijeron sin eufemismos: “vamos por todo”. En ese embate solo se enfrentarían a un par de centenas de empresas, entre productores, proveedores y prestadores de servicios, cada una de ellas, un ente autónomo que toma decisiones en función de la eficiencia y la rentabilidad. Son concientes de que administrar desde el Estado todo ese concatenado complejo conllevaría indefectiblemente una caída de la producción. Y, mucho peor aún, automáticamente se cortarían las inversiones y el derrumbe productivo acabaría en una mayor dependencia de la importación energética con divisas que no existen. El país se encaminaría a las tinieblas. Sería otra guerra inconveniente.
Toda esta situación absurda se habría obviado de no haberse destruido la macroeconomía, ya que el atraso tarifario se hubiera corregido paulatinamente y sin grandes sobresaltos, en contraste con los enormes desajustes que se producen en un ambiente de alta inflación. ¿Alguien piensa que con esta filosofía de fondo se puede desarrollar un país?
De un modo simplificado se puede decir que la macroeconomía se rompe porque el Estado gasta para hacer política más de lo que recauda por los mecanismos genuinos con los que se financia el sector público. Ese es el quid que tiene atrapada a la Argentina desde hace tantas décadas.