La Argentina del talento y el peligro de estigmatizar el éxito
Hemos visto universitarios con el rostro de Milagro Sala estampado en sus remeras. Pero no existen –hasta donde se sabe– remeras con la cara de Fernando Polack. Muchos adolescentes se tatúan la imagen del Che Guevara. Ninguno –que se sepa–, la de René Favaloro. Alexander Caniggia tiene 1.200.000 seguidores en Instagram; Gino Tubaro, 44.000. Son imágenes arbitrarias, fragmentadas, incompletas, pero tal vez sirvan para plantear estas preguntas: ¿cuáles son los modelos de éxito que incorporan los más jóvenes? ¿Cuánto se valora el talento en la Argentina? ¿Cuánto prestigio tienen la excelencia y el mérito?
Quizá hagan falta algunas aclaraciones: Polack (con su investigación sobre el plasma) es el médico argentino que ha hecho, hasta ahora, el aporte científico más relevante en la lucha contra el coronavirus. Tubaro es el joven inventor que ha creado prótesis ortopédicas con impresoras 3D, y con esa contribución les ha cambiado la vida a miles de personas. Forman parte de una Argentina luminosa que alienta la esperanza; son modelos de creatividad y de excelencia. Sin embargo, ¿son los modelos más apreciados? ¿Sus nombres se ponen de ejemplo en las aulas? ¿Los maestros hablan de ellos con sus alumnos? ¿Se los invita a dar charlas en las escuelas?
No se trata de idolatrar ni idealizar a nadie, sino de valorar y respetar a los que demuestran talento, a los que marcan la diferencia, a los que pueden trazar un rumbo, aunque no lo hagan desde ningún pedestal
No hace falta tatuarse sus caras ni estamparlas en ninguna remera. No se trata de idolatrar ni idealizar a nadie, sino de valorar y respetar a los que demuestran talento, a los que marcan la diferencia, a los que pueden trazar un rumbo, aunque no lo hagan desde ningún pedestal. A los más jóvenes no les faltan ídolos, sino modelos. Más que proponer la adoración de alguien, debemos fomentar la inspiración. Y, más que de nombres propios, se trata de valores, de ejemplos, de conductas.
La Argentina tiene un capital mucho más valioso y prometedor que Vaca Muerta: es el talento individual. La medición no existe, y quizá pueda sonar un poco chauvinista, pero podríamos arriesgar que el nuestro es uno de los países de América Latina con mayor número de mentes brillantes por metro cuadrado. Sin caer en la grotesca tentación de creernos "los mejores del mundo", es bueno que en tiempos de marcado pesimismo sepamos reconocer nuestro mejor capital. Podría ser un primer paso para cuidarlo y valorarlo más.
Tanto en la tecnología como en la ciencia, la producción, la cultura o el deporte, hay logros que deberían enorgullecer a la Argentina, aunque no siempre son los más conocidos. El campo ha protagonizado en los últimos veinte años una espectacular revolución tecnológica. Nuestro país, por ejemplo, está a la vanguardia en la clonación animal, con logros internacionales en el desarrollo de vacas transgénicas para la producción de leches terapéuticas. Una empresa nacional lidera la industria mundial de vacunas contra la aftosa, y en materia de biotecnología la Argentina saca una fuerte ventaja en el concierto latinoamericano.
En el cine, Campanella ha aportado no solo un extraordinario talento, sino además innovación tecnológica asociada a la creatividad. En el deporte, Bielsa y Ginóbili están más allá de sus éxitos: simbolizan la combinación de disciplina y excelencia. En la cocina, Mauro Colagreco es más que un genio creativo: es un modelo de superación. Así, podría (y debería) hacerse una nutrida y voluminosa guía de "quién es quién" en el talento argentino. Cinco empresas nacionales integran la elite de los unicornios (compañías tecnológicas que superan el valor de mil millones de dólares). Son Mercado Libre, Globant, Despegar, OLX y Auth0, que forman parte de un club de grandes estrellas en el que están Facebook, Twitter y Uber, entre otras.
Las nuevas generaciones son sus clientes naturales. Pero tal vez debamos preguntarnos qué mirada tienen sobre los creadores de esos emporios tecnológicos y si los toman, o no, como modelos inspiradores. Deberíamos preguntarnos, en verdad, si el prejuicio y la estigmatización de los hacedores no es un rasgo cultural de la Argentina. ¿Se alienta entre los jóvenes una cultura del resentimiento? En las escuelas, en las universidades, en buena parte del discurso político, por momentos pareciera estimularse cierto prejuicio contra cualquier modelo "ganador", como si, a priori, en el éxito hubiera algo sospechoso. El peligro es que eso aliente un rechazo generacional contra aquello que se asocie al esfuerzo, al mérito, al logro personal.
No es una suposición caprichosa. Se le ha declarado la guerra al concepto de meritocracia. Se intenta devaluarlo, emparentarlo con una idea de exclusión y de injusticia social. ¿Hay algo más democrático que el valor del mérito personal sobre una base de igualdad de oportunidades? La contracara de la meritocracia es la aristocracia. Y, paradójicamente, parece haber una mayor simpatía con los rasgos aristocráticos enquistados en el poder que con el logro del que no llega por su apellido sino por mérito propio. En esa suerte de distorsión intelectual, se nota alguna incomodidad con Galperin (el fundador de Mercado Libre) y no con el sistema hereditario que rige al sindicalismo. Parece generar más controversia Pergolini (que se hizo de abajo) que el que llega a una banca, a un ministerio o a una candidatura por ser "hijo de".
Algunos actores relevantes del gobierno nacional son hijos de la meritocracia, y sería bueno que lo exhiban con orgullo. Proveniente de una familia humilde, sin privilegios ni ventajas, Martín Guzmán llegó por mérito propio a destacarse en el circuito más exigente de las universidades norteamericanas de elite. La suya es una historia de éxito personal que debería inspirar a los jóvenes más que cualquier retórica demagógica. En nombre de un progresismo facilón, se confunde la igualdad de oportunidades (que reside en la línea de largada) con una especie de techo para el logro personal. Tal vez por eso se mira con cierta indiferencia la crisis de la escuela pública, porque en ella debería estar el gran motor de esa igualdad de oportunidades que ha dejado de importar.
En los propios estereotipos de nuestra ficción televisiva se observa el prejuicio contra aquel que ha llegado más lejos: el exitoso siempre es inescrupuloso y egoísta. Como si se incitara a pensar que aquel que ha logrado lo que se propuso algo malo habrá hecho y alguna decencia habrá dejado en el camino. En esa línea, al Presidente le provoca culpa el éxito ("la opulencia") de Buenos Aires. O amonesta a los empresarios por "ganar plata a costa de otros".Muchas veces, el discurso familiar alienta estos prejuicios y estereotipos. Se le dice al chico que el entrenador lo mandó al banco porque hay un "acomodado", o que la maestra lo aplazó porque le tiene bronca. Parece trivial, pero expresa una filosofía del enojo y el resentimiento que se termina enquistando en una sociedad siempre permeable a la justificación y al victimismo.
No se trata de poner nuevos ídolos en ningún altar. Pero las historias de los emprendedores, los que arriesgan y rompen moldes, los que sueñan y ambicionan más, los que se sacrifican para alcanzar la meta deberían contarse en los colegios y valorarse en la escena pública. Tal vez valga la pena pensar miniseries en las que "el ganador" no sea, necesariamente, el malo. Tal vez haya que proyectar en las aulas documentales sobre Elon Musk, Steve Jobs, Jeff Bezos. Tal vez debamos, en las escuelas y las universidades públicas, hacerles lugar a otras voces. No está mal que inviten a Grabois, pero inviten también a Pergolini. En esa mezcla de miradas y modelos, quizá podamos darle al porvenir el nombre que prefería darle Borges: esperanza.