La Argentina debe aprovechar las lecciones que ofrece Occidente
La sorpresiva irrupción de La Libertad Avanza implicó un giro de 180° en términos ideológicos y, fundamentalmente, de los instrumentos de política pública en relación con el clima y las narrativas imperantes en el país, por lo menos a partir de la debacle de 2001.
En efecto, con el súbito y profundo cambio en las reglas del juego derivado de esa crisis, pero en especial como resultado de la reversión populista, demagógica e intervencionista impuesta por Néstor Kirchner hacia fines de 2005, el país entró en un ciclo de hiperestanflación que erosionó a los principales protagonistas de la vida pública (aun los que, aunque fracasaron, tuvieron la sana intención de modificarlo, como ocurrió con los integrantes de Juntos por el Cambio). Esto allanó el camino para que Javier Milei saliera en tiempo récord de la más absoluta marginalidad mediática para ubicarse en el centro de la escena, al punto de que en menos de dos años pasó de rifar su dieta como diputado (cuando integraba un bloque aún más pequeño que el de la izquierda trotskista) a ocupar el sillón de Rivadavia, gracias a una segunda vuelta que cristalizó el agotamiento del modelo anterior y la vocación de cambio de la mayoría de la sociedad. Sin estructura ni aparato, fue la persona indicada en el momento correcto, aun (o sobre todo) por sus atributos personales y su peculiar forma de comunicar.
En estos nueve meses, el Gobierno demostró una cuota de pragmatismo superior a lo que muchos esperaban. Esto incluye la incorporación selectiva de actores del “antiguo régimen” (como Guillermo Francos y Daniel Scioli) y, en particular, los acuerdos con gobernadores e intendentes peronistas. No menos importante, destaca la heterodoxia evidenciada por un supuesto anarcocapitalista defensor de la escuela austríaca para postergar, por ejemplo, la salida del cepo cambiario o la recomposición de las tarifas de servicios públicos con el objetivo de moderar su impacto inflacionario. Es cierto que, más allá de su discurso anticasta, Milei había orbitado en torno del peronismo durante la campaña presidencial de 2015. Es decir, había mostrado más estómago o eclecticismo de lo que sus radicales propuestas de campaña podrían indicar. En estos primeros tres trimestres de gestión, experimentó un aprendizaje crucial ahora que el Congreso, incluyendo bloques afines, como el de Pro, le comienza a plantear ciertos límites.
El pragmatismo presidencial no está exento de polémicas. “Libertontos”, llama el Presidente a aquellos que lo corren “por derecha” por mantener el cepo y, más recientemente, por la cuestionada (dados el costo y el precedente) intervención para acotar la brecha en la cotización de los dólares financieros respecto del oficial. Por izquierda lo critican por todo, pero en especial porque el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) otorgaría demasiadas ventajas al capital privado, por la notable reducción del gasto público y por un blanqueo considerado demasiado barato y generoso con los evasores (muchos prefieren olvidar las sucesivas amnistías impositivas de la era K, incluyendo los Cedines).
No es la primera vez que la Argentina experimenta una dinámica de cambio pendular en materia de ideas, conceptos y narrativas. Más aún, el país parecería sentirse cómodo con esta clase de volantazos. “Así son las cosas acá”, afirmaba en estos días un versado diplomático que está finalizando su gestión como embajador en Buenos Aires. Su ejemplo fue categórico: en menos de una década pasamos de firmar un memorando con Irán y habilitar una base militar china a 100 kilómetros de la principal fuente de riqueza del país a proponer la mudanza de la embajada en Israel a Jerusalén y anunciar junto a la jefa del Comando Sur de los EE.UU. la construcción de una instalación logística en Tierra del Fuego. En el ínterin, tuvimos movimientos sísmicos parecidos durante las gestiones de Macri y Alberto Fernández.
Resulta muy curioso que esta dinámica maniquea ignore y hasta desprecie el acervo de ideas, experiencias prácticas e instrumentos de política que explican el éxito relativo de los países más prósperos y democráticos de la Tierra. En todas partes hay problemas (“se cuecen habas”, decían nuestras madres y abuelas), pero al menos desde la década de 1980 emerge una serie de consensos fundamentales que llevaron a un rotundo éxito a las naciones con mayor ingreso per cápita y mejor calidad de vida del planeta. ¿Podemos darnos el lujo de desdeñar las mejores prácticas, los aprendizajes más relevantes y las lecciones aprendidas por los protagonistas centrales del proceso de consolidación democrática, modernización económica y de progresos sociales, tecnológicos y culturales más efectivos e impresionantes que jamás haya logrado el ser humano? Esto no implica desconocer que algunas de las propuestas que impulsa el Presidente (como ocurrió con sus predecesores) son procedentes y necesarias. Pero hay una enorme cantidad de aspectos que no forman parte del actual debate y que es imprudente desestimar.
Entre la utopía hueca del “Estado presente” (Gendarmería cuenta solo con un helicóptero para controlar 9000 kilómetros de fronteras) y el endiosamiento del individualismo hay un infinito espacio para una concepción humanista y solidaria que asegure un piso mínimo de igualdad de oportunidades y autonomía ciudadana. La seguridad es un derecho humano fundamental, uno de los bienes públicos que debe asegurar el Estado junto con la educación, la salud, la justicia, la infraestructura física básica y el cuidado del medio ambiente. Con un sistema internacional cada día más incierto, volátil y ambiguo, con un mundo que podría pasar de la actual guerra fría a una nueva guerra mundial, las amenazas son más complejas y desafiantes, en especial por las redes globales de crimen organizado, cuyos lazos con grupos políticos son evidentes. ¿Puede un país moderno y democrático carecer de una política de defensa nacional y seguridad interior a la altura de las circunstancias?
Sin ignorar nuestro recorrido histórico lleno de frustraciones ni lo saludable que es sostener a rajatabla los principios de austeridad en el gasto, estamos obsesionados con la estabilidad, pero nos negamos a considerar un plan de estabilización integral y de mediano y largo plazo (el camino gracias al cual los países sensatos vencieron a la inflación). Tampoco tenemos en cuenta las políticas prodesarrollo de aumento de productividad, ciencia y tecnología. ¿El Estado no debería jugar un papel fundamental en materia de planificación urbana y regional? ¿Podemos dejar morir tantas pequeñas y medianas empresas sin un salvataje para aprovechar el esfuerzo de familias e individuos que, con sacrificio, compromiso y convicción, plantaron semillas de crecimiento? Necesitamos recrear la confianza en las instituciones, sobre todo en el Congreso y la Justicia, con los partidos como canales para identificar y seleccionar las demandas y formar las nuevas generaciones de dirigentes. ¿Cómo no estamos discutiendo, con la excepción de temas puntuales como la boleta única, una agenda de reformas en esa materia? ¿Cuál es el modelo de federalismo, descentralización y subsidiariedad que necesita la Argentina para identificar soluciones políticas en un territorio tan extenso y diverso, evitando superposiciones y trabas burocráticas?
Entre el populismo demagógico que ignoró las reglas fundamentales de la economía y el anarcocapitalismo que nunca fue tomado en serio como paradigma de desarrollo existe un rango infinito de opciones que es absurdo omitir. Nunca aprovechamos de forma madura y flexible las lecciones de las experiencias más exitosas de Occidente. Corremos el riesgo de persistir en ese error.ß