La Argentina, ante las reformas que necesita para crecer
Su consolidación servirá al sistema político y pondrá a prueba la voluntad transformadora de la sociedad
Luego de un prolongado vacío histórico (¿más de un siglo?) apareció un partido identificado con una visión de establishment con fuerza competitiva a nivel nacional. ¡Y ganó! En los últimos 70 años el escenario político argentino estuvo dominado por tres actores: el peronismo, el radicalismo y el "partido militar" (catalogado este último como el representante del establishment).
Los primeros intentos en la Argentina moderna de crear un partido de alcance nacional con aspiración a ser la voz del establishment estuvieron a cargo de dos exmilitares: Álvaro Alsogaray (Nueva Fuerza y UCD) y Francisco Manrique (Partido Federal). Pero nunca asomaron como fuerzas capaces de acceder al poder. Competían además con el partido militar, que con bayonetas y tanques no estaba para perder tiempo en elecciones. Y el establishment estuvo más inclinado por esta opción, que creía más eficaz y menos onerosa. Pero cada vez que los militares se hacían con el poder, rompían el orden constitucional. Amén de las atrocidades que cometieron, su gestión política y económica resultó siempre un fiasco para el establishment, ya que desde el gobierno trataron de posicionar la casta militar y congraciarse con los sindicatos como forma de atornillarse al poder. Y no hicieron ninguna de las reformas profundas que eran la aspiración del establishment -como hoy- y que el país necesitaba para desarrollarse.
Con el retorno de la democracia luego de la última dictadura, fue nada menos que desde el peronismo y de la mano de Carlos Menem que se pretendió llevar a la práctica un programa de establishment, pero continuando con el histórico vicio del populismo de gastar muy por encima de los recursos genuinos del Estado como forma de conquistar a los votantes, que debían garantizarle la continuidad. Eso derivó en entregarle al gobierno de la Alianza, que lo sucedió, una situación explosiva y un país inviable. Y el precio que tuvo que pagar la sociedad fue colosal. Habría sido infinitamente más beneficioso para todos -incluidos los empleados públicos- haber aceptado la reducción nominal de salarios que propuso López Murphy que haber saltado al precipicio el día de la declaración de default de Adolfo Rodríguez Saá, que ambas cámaras del Congreso aplaudieron de pie. Vinieron luego Duhalde y el kirchnerismo, y este último, con todo para crecer y con las condiciones internacionales más favorables de los últimos cien años, lo único que hizo fue dilapidar demagógicamente todo en consumo, y acosar y desestimular a los inversores para, al momento de irse, volver a entregar una situación explosiva y un país inviable.
De repente, aparecen Macri y Pro. ¿Y qué pretendía la sociedad, que revirtieran la calamidad que heredaron sin pisarle los pies a nadie? El principal objetivo del gobierno de Cambiemos (en gran medida por culpa del calendario electoral que pergeñaron Menem y Alfonsín en la reforma constitucional de 1994) fue tratar de asegurarse un segundo mandato. Estaba muy claro que con la debilidad política con que asumió (exiguo peso en el Congreso y en la Justicia) era muy difícil, si no imposible, que pudiera llevar adelante una política de cambio. Lo más trascendente que acometieron fue la recomposición de las tarifas de los servicios públicos para corregir la ruina que dejó el kirchnerismo. Y lo hicieron seguramente porque no había otra opción. Más allá de algunas reformas instrumentales, un mayor apego a la institucionalidad, pluralismo de opinión y un discurso abiertamente promercado (y en consonancia con la definición de Marcos Peña en El País de que son un gobierno socialista y popular), en lo esencial mantuvieron la línea del gobierno anterior: ampliaron el espectro de asistencialismo, que fue una marca registrada del kirchnerismo; subieron impuestos para aumentar el gasto estatal, y comprometieron el patrimonio público (en este caso, con deuda externa, como el kirchnerismo dilapidando reservas del Banco Central) para tratar de mantener un nivel de consumo superior al que le corresponde al país por los recursos que anualmente genera su sociedad. En sus limitaciones, se adecuaron a la forma habitual de hacer política en la Argentina.
Sin embargo, si este proyecto llegara a consolidarse (eso implica acceder a un segundo mandato), dos importantes logros podrán atribuirse a Macri: haber instaurado a nivel nacional un partido capaz de representar los valores y los intereses del establishment, y no haber impedido el destape de la corrupción enquistada desde hace tantos años en el Estado, promovida por un sector de la Justicia y que el kirchnerismo elevó a niveles mafiosos. Seguramente que con un gobierno de otro signo partidario o con mayor fortaleza política hubiera habido condiciones fácticas como para que ese proceso no saliera a la luz.
La consolidación de un partido de las características de Pro será un factor de estabilidad para nuestro sistema político. Otro hecho destacable es que ya no depende exclusivamente de un solo líder. Han comenzado a despuntar otras figuras, como la gobernadora María Eugenia Vidal y el jefe de gobierno de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. U otras que intentan sumarse a la partida, como Martín Lousteau (en los 12 años de kirchnerismo no germinó nadie a la sombra de los Kirchner, y si Massa logró surgir, ya no juega en ese espacio). Habrá que ver qué voluntad en encarar los cambios que la Argentina imperiosamente necesita anida en esas figuras. O en las que ganen la elección de este año, de cualquier otra fuerza.
Donde no se ve ninguna predisposición al cambio es en la sociedad argentina, como para tolerar las reformas que tornen viable al país. Ni ninguna fuerza política hasta ahora ha mostrado capacidad para encararlas. La experiencia histórica señala que solo una crisis inmanejable como el default de 2002 pudo ubicar a la Argentina en su realidad.
Se habla todo el tiempo de las "reformas profundas" que hay que hacer para revertir la decadencia, pero nadie explicita lo que eso va a significar para la sociedad. La sociedad y cada sector están tan aferrados a sus intereses inmediatos que han desarrollado un elaborado discurso para justificarlos y una capacidad movilizadora como para impedir cualquier cambio estructural. Es absolutamente válido y conmovedor el mantra que clama que "a la gente no le alcanza". ¿Alguien se pregunta si al que tiene que repartir, al Estado, le alcanza? Las reformas tienen sentido si apuntan a que aumente la producción global del país -con los extraordinarios recursos naturales y humanos a disposición- y se rompa el estancamiento crónico. Eso significa que los agentes del aumento de la producción tienen que tener un estímulo -una ganancia- que las trabas hoy vigentes no permiten.
En el fondo, implica que bajen impuestos -y como contrapartida se reduzcan las erogaciones y los beneficios que reparte el Estado- y se flexibilicen condiciones laborales. Eso chocará con intereses sectoriales que se opondrán con uñas y dientes. Se le pedirá un sacrificio concreto a un sector para un supuesto beneficio que sería general para toda la sociedad y con el que en primera instancia ganarían los empresarios. Con la generosidad que caracteriza a la clase política argentina, ¿qué oposición en el Congreso va a votar por esas reformas que perjudicarán a sus clientelas para que los laureles se los lleve otro?
Empresario y licenciado en Ciencia Política