La Argentina adolescente
La secuencia de hechos de los últimos días ha dejado en evidencia francos desajustes en el seno de la sociedad argentina. El agravamiento de la situación sanitaria y su derivación en medidas restrictivas, junto a un proceder social incompatible con el contexto de emergencia instalado, son elementos que exacerban las inconsistencias. Un mero paneo de nuestros entornos cotidianos nos encontraba hasta ayer inmersos en las dinámicas habituales, sin marcas de repliegue ante un panorama preocupante. No se trata de posar la lupa sobre actividades inevitables, sino de obviar con firme propósito aquellas innecesarias que aumenten los riesgos y contribuyan a expandir la crisis. ¿La educación puede incluirse en esta categoría? La pregunta permanece en la aire mientras seguimos sin visibilizar el problema en sus múltiples dimensiones. Y este se agudiza sin remedio.
Por una parte, la actitud adoptada por amplios sectores de la ciudadanía dista de ser sensata. Podríamos establecer una comparación con algunas conductas propias de la adolescencia, de jóvenes en tránsito por una etapa de confrontación, de discordancias, de cuestionamiento de la autoridad y los mandatos prefijados. Un lapso vital cruzado por la crítica ácida hacia quienes imponen las pautas, por el señalamiento de las incoherencias entre el decir y el hacer de quienes son reconocidos como referentes y por la creencia ingenua de que nada malo pasará, porque sobrevuela una protección especial. Esa fase de la existencia parece englobar hoy a argentinas y argentinos, tanto dirigentes como ciudadanos comunes, situándonos lejos de la adultez cívica. Por lo demás, los modelos de liderazgo adquieren centralidad en este esquema, tal como en la adolescencia. Pero en la trama actual, el desprestigio y el agotamiento atentan contra la generación de líderes positivos o los vuelven obsoletos de modo prematuro.
Para padres y madres la adolescencia de los hijos es un período desafiante, que pone en entredicho el propio grado de madurez. Algunos adultos obramos mimetizándonos con los jóvenes al descubrir que ya no lo somos y que nos corresponde encarar el presente con ojos de trascendencia, apartando intereses individuales. Lo cierto es que a quienes les compete la fundamental misión de liderar esta contingencia también se los percibe aturdidos por los vaivenes, alimentando expectativas que contrastan con una realidad discreta. Esto marca un punto de inflexión en el que se debate algo más profundo: el interjuego entre libertad y responsabilidad.
Viktor Frankl se refería al ser humano como el ser que se determina a sí mismo. De ahí que la libertad no sea una abstracción, sino que se actualice de manera constante en la toma de decisiones. Por eso está fuertemente enlazada con la responsabilidad. Ambas capacidades, según Frankl, son facetas de un mismo objeto, cara y contracara. En toda iniciativa se expresan al unísono la libertad y la responsabilidad por los actos propios, y este aprendizaje atraviesa longitudinalmente nuestras biografías.
La responsabilidad habilita la convivencia desde una actuación intencionada y comprometida con el bien común. Recurrir a excusas, buscar culpables o dilatar lo debido son conductas adolescentes que insinúan carencias y son, por ende, indicadores de inmadurez. Para el conjunto de la ciudadanía, la meta sería pasar de un cumplimiento forzoso a un ejercicio aceptado como contribución social responsable. Para que esto sea posible, los consensos son imprescindibles y los liderazgos deben colocarse a la altura de las demandas. Es claro que todos necesitamos madurar cívicamente y esta cuestión parece ser clave en tiempos de cuenta regresiva.
Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral