La apasionante aventura de existir como nación
¿A quién se le puede haber ocurrido la tentación de existir? (La tentación de pasar de la duración a la vida, de la quietud colonial a la Historia. ¡Arriesgarse a caer en la Historia!) Mucho tuvieron que ver en esto las alegrías de las invasiones inglesas. Aquel roce con las violencias de la realidad, que nos dejó una estela de anécdotas y recuerdos de triunfo. Hacia el 1800 llevábamos más de 200 años de marginalidad, de sobrevivencia sin aventuras, y ardíamos por echarnos en el caldero prestigioso de la independencia.
Se vivía muy bien. Era un Edén de costillares gratuitos (miles y miles de cabezas de ganado cimarrón). Espacio infinito, inabarcable: la leyenda de un sur de indios, lagos y montañas de hielo; un norte de desiertos acosados por el puma y las jaurías hambrientas. Córdoba del Tukmán, en su catolicidad ibérica, y sobre el absurdo Mar Dulce, Buenos Aires, que era un poblachón de adobe, con gente solemne que se sentía rica de desiertos y de futuro. Se vivía para la mesa, se moría en la cama. El atraso de la medicina nos ahorraba las humillaciones de la senectud. Estábamos preservados de los sobresaltos de la modernidad y de la cultura. Entre nosotros nada de lamartines llorosos ni de trágicos wertheres. Ni siquiera el amor molestaba mucho: había un sosegado erotismo matrimonial, un reiterado encuentro de camisones. Los adulterios eran más bien imaginativos e impares. El Dios de Santo Domingo, de la Catedral o del Pilar era implacable y fuerte, con más perfil de Jehová que de Cristo. Nada escapaba a su ojo triangular. Ocupábamos los confines de Occidente (figurábamos en mapas sin terminar a partir del río Colorado), la Iglesia era lo único universal que nos acercaba al mundo.
Era un Buenos Ayres de cincuenta mil personas, contando los ocho mil negros esclavos. Nada alteraba la paz. De vez en cuando algún asesinato entre la chusma como para provocar teorías y diálogos en el café de Marco. El Fuerte mostraba hacia el río cañones oxidados. Los piratas, cuando lo intentaron, quedaron varados entre los bancos y bajíos del Plata y abandonaron sus intentos. Pero el contrabando nos traía delicias en barcos que se arrimaban de noche por el lado de Quilmes, por donde desembarcarían los invasores ingleses. Se pagaban ahorros de un año por licores, cigarros holandeses, cirios perfumados, armas de caza, cuchillos de Solingen, osados calzones venecianos, álbumes de pornografía y, lo más temido, la pornografía filosófica tan estrictamente prohibida: Rousseau, Voltaire, Diderot. El terrible iluminismo, las ideas nuevas. Ya había un grupo grande de conspiratores liberales que aprendían laboriosamente francés con solo el diccionario de contrabando. Eran los "loquitos" Castelli, Saavedra, los Rodríguez Peña, Paso, Moreno (que redactó a discreta luz de vela una especie de manual para matar españoles al estilo Robespierre).
La gente se dividía muy simplemente: los decentes y los otros (los negros, mulatos, pardos). Mariano Moreno, el liberal, lo definió así: "Se considera persona decente a toda persona blanca que se presente vestida de frac o de levita". Y entre los decentes el trabajo personal estaba mal visto. El pintor y viajero Essex Vidal escribió que los porteños eran exquisitos en el arte de no hacer: "Se cree que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada".
Estos porteños almorzaban casi por la mañana y cenaban entre las 5 y las 6. Sin contar sopas ni postres, las comidas eran de cinco platos casi invariables: asado de costilla, pollo o perdices, pescado frito, cordero y puchero (según Busaniche). Esto explicaba que los viajeros europeos nos describiesen como un pueblo de personajes de Botero: los porteños eran rechonchos y con pantorrillas abotellonadas, como un mazo de barajas compuesto solamente por sotas. Según Haigh, Gillespie, Vidal y otros agudos observadores, ellas eran mucho más rápidas, graciosamente deslenguadas y proclives a la guitarra, al baile y a la doble intención. Pero cuando se las abordaba, suponiéndose liberalidad, corrían hacia el marido, el novio, el padre o al mismo Fuerte si era necesario para que las salvara Cisneros. Transformaban un guiño en un intento de violación.
En aquella vida todo era calma, no había ni lujo ni voluptuosidad. Después del almuerzo y antes de la tremenda siesta, los señores pasaban por el café. Hablar de política se reducía a referirse a las reyertas y chimentos municipales. Era una sociedad más para el estar y el dejarse estar que para ser y hacer. Paraíso de la proteína al alcance de la mano como bíblico e infinito maná. Cuenta el viajero Concolocorvo que vio caer de un carro de carnicero un cuarto de res y que nadie se ocupó de levantarlo para evitar el trabajo de quitarle el lodo. Al atardecer, los carniceros regalaban al gauchaje y a la chusma los cortes sobrantes. Concolocorvo observa que los perros no eran menos obesos que sus amos y que muchos jadeaban por las calles con las patas abiertas, notablemente excedidos de peso.
Entre el 22, el 24 y el 25 de mayo, en una semana, con la ambigüedad que ya tenían los porteños, se hizo amablemente una verdadera revolución, que luego se consolidaría en Tucumán en 1816. Fue una revolución de terciopelo: se aseguraba la más constante fidelidad y adhesión a nuestro amado rey, señor don Fernando VII, pero se deponía al virrey Cisneros y se nombraría una Junta, la Primera, que asumía la soberanía nacional.
Con habilidad política, pero también con sinceridad, la revolución del 25 y la proclama del 26 demostraban que la revolución no era contra España ni contra los españoles (hasta se suspendió una resolución de confinamiento de los españoles opositores). Parecía más bien que le cuidábamos las espaldas al rey Fernando, depuesto por Napoleón. Esto, más que una hábil táctica diplomática, provenía de nuestra indecisión: ¿qué haríamos con los desiertos? ¿Podríamos resistir el embate imperial? ¿Puede una república sustituir la organización de un imperio? El 25 la cosa se definió con presencia de criollos de los regimientos y población de las chacras. Todo ocurrió en la cuadra entre el Colegio Nacional, San Ignacio y el café de Marco, en la esquina.
Pero la Argentina fue y las armas de San Martín y Bolívar con cabalgatas heroicas o alejandrinas se coronaron en Ayacucho, bajo el mando de un mariscal de 30 años, Sucre.
Para el festejo del aniversario en 1910, mostramos una nación moderna, articulada, que pronto estaría en el pelotón de vanguardia. Habíamos dominado los desiertos y casi por decreto nos creamos una nación, una mitología y hasta la etnia mediterránea-europea que sancionamos y programamos en la Constitución.
"Las naciones sin orgullo ni viven ni mueren. Su existencia es insular e inútil. Solo la pasión podría arrancarlas de su monótono destino" (Emile Cioran). Ojalá caigamos otra vez en la pasión de existir, de ser nosotros. Aquel coraje de mayo y de julio nos había llevado a ser uno de los diez países mayores. Hoy estamos en la otra punta de la lista. Necesitamos más que ser. Necesitamos la pasión de renacer. El coraje perdido, el olvido de Patria.
Miembro de la Academia Argentina de Letras