La ansiedad de los magnicidas
Cuando mató al archiduque Francisco Fernando de Austria, Gavrilo Princip tenía 19 años. Uno menos que Thomas Mattews Crooks, el frustrado asesino de Donald Trump.
Princip se salvó de la pena de muerte porque le faltaban 27 días para cumplir los veinte. Se fue a la tumba en 1918, tras cuatro años de soportar durísimas condiciones carcelarias, incluida una tuberculosis que destruyó sus huesos al punto que le amputaron el brazo derecho. Antes de morir -y de fracasar en varios intentos de suicidio- hizo una especie de balance de su corta vida: dijo que se arrepentía de haber matado a la duquesa Sofía Chotek, no así al archiduque, y que no se sentía responsable de la Primera Guerra Mundial (en esa época se llamaba Gran Guerra). Aunque no negó haberla desencadenado.
Por una u otra razón los magnicidas son personas que buscan cambiar o alterar el curso de la historia sin esperar a que los hechos se ocupen de hacerlo con su acostumbrada parsimonia, o temerosos de que el devenir se escore para un lado, en su opinión el lado indeseable. Visto así, a la luz de las consecuencias, a Princip tal vez habría que ponerlo al tope de los magnicidas exitosos. Valoración que en una plaza de Belgrado pierde toda sutileza: la plaza se llama Gavrilo Princip y en el medio una estatua de bronce recuerda al magnicida. Los bosnios también lo recuerdan, pero como terrorista.
Las consecuencias póstumas del instinto criminal de Crooks se encuentran ahora mismo en desarrollo. Hay que esperar. Pero por lo pronto el mundo está boquiabierto con los pronósticos electorales que de manera uniforme ayudan al sobreviviente Trump a sentirse (todavía) más optimista que hace una semana. Esto pasa mientras en Buenos Aires se lleva a cabo el juicio por el último intento de un magnicidio local, el de Cristina Kirchner, entre cuyas originalidades está la de haber sido dispuesto un feriado nacional al día siguiente del suceso. La víctima ha dejado traslucir que a ella debería corresponderle una amenaza más consistente que un grupo de marginales carentes de dimensión ideológica.
A menudo se evoca el asesinato de John Kennedy, en 1963, como la quintaesencia del crimen sin resolver. Tal vez Dallas hace olvidar Sarajevo. Para algunos historiadores la conspiración que llevó a Princip a descargar su pistola FN modelo 910 el 28 de junio de 1914 sobre el archiduque y sobre la duquesa, créase o no, todavía no quedó del todo esclarecida. A diferencia de Crooks, cuyo biotipo, por lo que hasta ahora se sabe, respondería más al modelo “copito” (magnicida silvestre a imagen y semejanza del argentino brasileño Fernando Sabag Montiel), Princip era, eso está bastante claro, un eslabón de una conspiración nacionalista. Conspiración no precisamente aceitada, con patrocinio político difuso. Formaba parte del grupo anarquista Joven Bosnia, cuya causa consistía en poner fin al dominio austrohúngaro en Bosnia y Herzegovina. Del célebre atentado participó además la Mano Negra, organización nacionalista serbia que, como su nombre grita, actuaba detrás de escena.
Era el primer aniversario de la derrota serbia en la Segunda Guerra de los Balcanes. El heredero del imperio austrohúngaro y su esposa, que ese día también celebraban su aniversario, llegaron en tren a Sarajevo a las 10 de la mañana y abordaron el tercer coche de una caravana de seis rumbo al ayuntamiento. Igual que Kennedy con el Cadillac convertible, a la pareja real le pareció que había que abrir bien la capota para que la gente pudiera verlos con mayor facilidad. Los conspiradores eran entre cinco y siete. Estaban parapetados a lo largo del camino. El primero sufrió un ataque de nervios. El segundo arrojó una granada de mano. El conductor la vio volar, aceleró y la esquivó. Este atacante se tomó el cianuro que llevaba y se arrojó al rio Miljacka, pero el veneno no funcionó. Estaba vencido. Y en el rio tampoco se ahogó por falta de agua, de modo que fue detenido.
El archiduque no levantó el puño cerrado como Trump pero se sintió igual de victorioso. Siguió hasta el ayuntamiento y después se fue al hospital a visitar a los heridos del auto de atrás. Previamente dispuso un cambio de ruta que los choferes de la caravana, todos checos, no entendieron. Cuando entraron por el camino equivocado tuvieron que esperar que la pendiente los ayudara a retroceder, porque los autos todavía no estaban provistos de marcha atrás. Y ahí apareció Princip. Tenía al archiduque casi inmóvil delante suyo.
Primero intentó desenvolver la bomba que llevaba en la cintura, sin lograrlo. Entonces sacó la pistola y disparó dos balazos. A Francisco Fernando le rompió la yugular. A Sofía le cortó la arteria gástrica. Al mundo lo puso patas para arriba.
Crooks se subió a un techo y se puso a disparar. El FBI hasta ahora no halló nada más complejo que eso. La investigación, no obstante, promete un largo escándalo, concentrada como está en el hecho de que al tirador le faltó puntería pero le sobró impunidad. Es evidente y ya lo dijo todo el mundo (literalmente todo el mundo), si el tiro que dio en la oreja de Trump hubiera ido cuatro o cinco centímetros para la derecha -la nada misma- el tembladeral norteamericano y su oleaje planetario habrían sido inconmensurables. La escena de los agentes del servicio secreto que en un segundo socorren y blindan al expresidente ensangrentado impresiona. Más, tal vez, vista desde la Argentina, porque acá no tenemos servicio secreto. Para esas faenas está La Cámpora, cuyos militantes reducen al magnicida, y no lo matan, se lo llevan a las autoridades junto con el arma que retuvieron bajo la suela de algún zapato militante.
Quién sabe cuándo y por qué unas veces una bala cambia el destino de un país, el destino del mundo, y otras veces la bala se desvía, no sale, se traba o la pólvora se malogra y sólo queda el trauma. Estremece la frontera en la que se baten el azar, la suerte, la moral. Esa línea delgada entre el éxito y el fracaso que para los humanos de a pie Woody Allen retrató magistralmente en Match Point. Según Trump fue Dios el que evitó que pasara lo impensable. Robert Fico, primer ministro de Eslovaquia, no puede decir lo mismo. Hace dos meses un escritor -magnicida ilustrado- le metió cinco balazos.
¿Interviene el viento? ¿La humedad? ¿La impericia? Sobrecargado de pólvora, a Francisco Güerri, anarquista italiano que actuaba junto a su hermano Pedro, el trabuco se le disparó encima y le hizo perder el pulgar en vez de conseguir asesinar a Sarmiento, el primer presidente argentino que sufrió un atentado (ocho años antes en Washington había sido asesinado Abraham Lincoln). Sarmiento iba a ver a Aurelia Vélez, con quien mantenía un romance, y como era un asunto privado no llevaba custodios. Al doblar con su carruaje en Maipú y Corrientes fue atacado, pero no escuchó nada. Se enteró del episodio cuando llegó a destino. “Tentativa de asesinato contra la persona del presidente de la República”, tituló LA NACION el 2 de agosto de 1873.
A su turno Roca recibió un piedrazo en la puerta del Congreso. Le pusieron una venda en la cabeza e inauguró las sesiones de 1886 en forma normal.
En 1905 en Plaza San Martín un catalán anarquista gatilló apuntando al carruaje del presidente Manuel Quintana, pero la bala no salió. Al automóvil de Figueroa Alcorta sí le dispararon, aunque sin consecuencias mayores. En el centenario de la Independencia, el 9 de julio de 1916, otro anarquista disparó contra el balcón presidencial donde estaba Victorino de la Plaza, quien resultó ileso.
El atentado individual más serio de la primera mitad del siglo XX fue contra Yrigoyen, porque -como en el caso de Trump- la policía mató en el acto al frustrado magnicida.
Perón sufrió varios atentados, empezando por el más letal de la historia argentina, el bombardeo aéreo de la Casa Rosada, más conocido como bombardeo de Plaza de Mayo. En 1957 en Venezuela le volaron su auto -un Opel- con una bomba, pero ni Perón ni su chofer resultaron afectados. Como consecuencia, John William Cooke, por entonces, delegado del general, emitió una proclama en la que decía que si el líder llegaba a ser herido o muerto, el peronismo ocuparía “las fábricas, comercios, estancias y establecimientos de toda clase (…) deberán elegirse desde ahora su objetivo para esa eventualidad; debe procederse sin ninguna clase de reparos y matar a los gorilas de cada barrio, sus familias y servidores de cualquier categoría”.
A Perón un par de magnicidios concretados le pasaron cerca. Anastasio Somoza murió baleado en 1956 poco después de que Perón estuvo viviendo en su casa en Managua. Rafael Leóninas Trujillo, el hospitalario dictador dominicano que lo cobijó durante dos años, fue asesinado en 1961.
Después hubo un atentado contra Isabel Perón. Alfonsín sufrió tres. Dos fueron con explosivos. En el tercero el atacante usó un revolver calibre 32 largo, del que la bala se negó a salir.
Entre Lincoln y Kennedy (ambos sucedidos por vicepresidentes llamados Johnson) en Estados Unidos fueron asesinados James Garfield (1881) y William McKinley. A Ronald Reagan, recién asumido, le tocó en suerte el modelo psiquiátrico de magnicida. John Hinckley era entonces (quedó libre en 2016), un sujeto obsesionado con la película Taxi Driver y el personaje Travis Brickle y su leit motiv consistía en impresionar a la actriz Jodie Foster. La suerte estuvo en que Reagan recibió una bala rebotada. Le entró por debajo de la axila. Eso le permitió después de salir del hospital seguir gobernando Estados Unidos. Hinckley fue una muestra de la infinitud de magnicidas potenciales que puede llegar a haber.
La razón por la que los magnicidas norteamericanos eligen presidentes en ejercicio y no expresidentes es simple. Salvo uno a finales del siglo XIX -Glover Cleveland- los expresidentes no vuelven a la Casa Blanca. Después del período de entreguerras nadie siquiera lo intentó. Hasta Trump, este año.
En la Argentina, en cambio, nunca se consumó un magnicidio presidencial, pero fueron asesinados, curiosamente con diferencia de cien años, dos expresidentes: Urquiza y Aramburu. Ambos con hipotético futuro político. Por lo menos eso pensaban los asesinos.