La angustia va a las urnas
Pocas veces se ha llegado a una elección en un clima de tanta amargura e indignación social
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Habría que remontarse a los tiempos más traumáticos de la Argentina para encontrar un momento de mayor incertidumbre, pero también de mayor angustia y desilusión. El país marcha hacia una crucial elección presidencial en un clima de amargura, escepticismo e indignación que parece teñir el ánimo colectivo. Son sentimientos tan comprensibles como peligrosos, que pueden condicionar la decisión ciudadana y promover un salto al vacío.
Los últimos días han abonado esa atmósfera sombría. Los casos de corrupción explícita que se han ventilado –desde el yate de Insaurralde hasta las tarjetas de Chocolate– han confirmado en imágenes las peores sospechas de la ciudadanía sobre los submundos de la política. Eso ha ocurrido en un país donde la economía se desmorona, la inflación devora los salarios y la moneda se parece al papel pintado. También ocurre en un país donde la vida puede valer menos que un celular y donde el gobierno ha caído en una pendiente de descrédito que desdibujó por completo la autoridad presidencial. Ocurre, además, en una Argentina que expulsa a miles de jóvenes y que condena a muchos otros a la precariedad laboral, mientras alquilar o comprar una vivienda se convierten en sueños inalcanzables. ¿Cómo no comprender la impotencia y el desánimo? Esos sentimientos, sin embargo, pueden conducir a callejones riesgosos y a la tentación de un “reseteo” del sistema que bordea la pulsión destructiva. ¿Estamos en la antesala de lo desconocido? ¿Hay un sector de la sociedad que prefiere que “vuele todo por el aire antes de seguir así”? ¿Hay una mayoría que ya no cree en la posibilidad de arreglar y mejorar las cosas, y que elige tirar del mantel, y “que se rompa todo de una vez”?
La búsqueda de atajos y soluciones mágicas parece sintonizar con los rasgos de una época que exacerban la impaciencia social. Los “sistemas” se confunden, en casi todos los planos, con algo obsoleto, trabajoso y pesado. La intermediación se pone en tela de juicio y la “acción directa” se impone con prepotencia. En ese contexto irrumpen liderazgos “disruptivos”, que asocian con “lo viejo” a cualquiera que se haya forjado en los peldaños de un sistema al que se identifica con el fracaso. No se propone sanear las estructuras viciadas, sino demolerlas. No se ofrece esperanza, sino venganza. Separar la paja del trigo exige método, tiempo y paciencia. ¿Cómo pedírselos a una sociedad agobiada y desmoralizada? ¿Cómo proponer sangre, sudor y lágrimas a una ciudadanía escéptica y cansada de sufrir? Aparece, entonces, la idea de “arrasar con todo” con la ilusión de que nazca algo nuevo, como si lo nuevo pudiera crecer sin esfuerzo, tiempo y sacrificio. ¿Cuánto puede tardar esa ilusión en chocar con una impaciencia social que ha sido incentivada por los propios “salvadores” con sentido oportunista? ¿Cuánta sería la frustración frente a la inexorable ausencia de las soluciones mágicas? ¿Y qué vendría después de un nuevo y acelerado desencanto? Son preguntas que nos conectan con el futuro incierto de una sociedad que, frustrada y decepcionada, podría tentarse con el atajo. Son preguntas que nos revelan, además, la fragilidad de un sistema de representación que luce cada vez más debilitado.
Ha sido precisamente otro atajo el que nos trajo hasta acá. La irresponsabilidad de gastar lo que no tenemos, de “exprimir” al Estado y de renunciar a las normas para institucionalizar la corrupción y el “toma y daca” ha socavado los cimientos de la Argentina hasta convertirla en un país empobrecido, institucionalmente degradado, con prestaciones públicas ineficientes y una economía inviable. La pregunta crucial, entonces, podría formularse de este modo: ¿aceptamos el desafío de emprender un camino, que en ningún caso será corto ni sencillo, hacia la recuperación y el desarrollo? ¿O nos tentamos con un nuevo atajo, aunque nos pueda conducir a otro desastre?
Esta semana se baja el telón de una campaña electoral por lo menos deslucida. Faltaron ideas innovadoras y sobraron consignas altisonantes y efectistas. El oficialismo puso el Estado al servicio de su candidato y revoleó plata sin importar las consecuencias, además de agitar una campaña del miedo basada en la subestimación del ciudadano. La oposición se distrajo en sus peleas internas mientras los eslóganes “rupturistas” lucraban con la frustración social. Mientras tanto, la inflación pegaba un salto monumental, la inseguridad no daba tregua y la corrupción quedaba en evidencia por una combinación de filtraciones y casualidades.
Las encuestas han dejado de ser una brújula confiable y acentúan la incertidumbre sobre lo que vendrá. Pero hay algo en lo que coinciden todos los termómetros del clima social: “la gente no da más”. ¿Por qué adquiere singular relevancia ese indicador anímico? Porque en cualquier escenario, aun en el más optimista que se pueda imaginar, el futuro resultará desafiante, y seguramente doloroso. La Argentina es un paciente de riesgo: no tendrá cura sin un tratamiento largo y trabajoso a la vez. No existen las recetas mágicas ni las curas milagrosas. Frente a problemas complejos, las respuestas simples suelen ser una trampa. Las soluciones sustentables y de fondo requieren un liderazgo que hoy parece estar ausente.
Se ha instalado, en esta atmósfera de pesimismo, cierta idea de que “peor no podemos estar”. Es cierto que la Argentina sufre un gigantesco deterioro, tanto en el plano material como en su escala de valores. Ha extraviado las nociones de ética pública, ha desalentado la cultura del esfuerzo y ha combatido la idea del mérito, al punto de romper el modelo de la movilidad social ascendente. Pero también es cierto que los países pueden hundirse en pantanos cada vez más profundos hasta el extremo de perder su última posibilidad de recuperación.
Hay una generación que, por haber nacido en democracia, no sabe lo que es perder la libertad, aun cuando sienta –con razón– que sus márgenes de elección son muy estrechos. Tampoco tiene memoria de la hiperinflación de los ochenta ni del colapso del 2001. Puede sufrir la falta de horizonte y las penurias de la crisis, pero no tiene experiencia de lo que significa caerse súbitamente del sistema para entrar en el pantanoso territorio en el que acecha la marginalidad. Conoce la intolerancia y el dogmatismo que se ha practicado desde el poder, pero le cuesta imaginar los extremos mayores a los que puede escalar. Está harta –y cómo no estarlo– de los excesos de la corrección política, pero quizá no imagine la asfixia que pueden provocar los excesos del oscurantismo. Tal vez se deje seducir por gritos e insultos contra un enemigo imaginario, sin calibrar que esa misma intolerancia mañana podría ser ejercida desde el Estado contra cualquiera que se atreva a disentir.
También hay sectores que coquetean con el “reseteo” y con que “estalle todo de una vez”, como si alguien pudiera quedar a salvo en un descalabro general. La idea de la ruptura suele menearse con cierta frivolidad. “Nos comportamos, muchas veces, como una sociedad adolescente”, alertó ayer con valentía Jorge Fernández Díaz en un ciclo de LA NACION que propuso pensar “La nueva Argentina”.
El país tiene, dentro de 72 horas, una cita crucial con su destino. Puede sonar grandilocuente, pero tal vez sea una de las elecciones más decisivas de la historia contemporánea, aunque también sea una de las que generan menos entusiasmo.
Cuarenta años después de haber votado con esperanza, orgullo y alegría por la recuperación de la democracia, las urnas hoy parecen envueltas de desazón y pesimismo. Un candidato propone explotar la bronca en el cuarto oscuro. Otro fomenta la idea de votar “con miedo” y agita el fantasma de la “quita de derechos”, mientras se financian campañas sucias y se agudiza la intolerancia en las redes. Los que deberían convocarnos a una ilusión, pero también al realismo, exacerban enojos y temores, fantasías y pasiones. Tal vez haya que votar con la cabeza y apelar a nuestra propia madurez. La democracia, como hace cuarenta años, es nuestra oportunidad y nuestra esperanza.