La angustia de una sociedad que ya no resiste el encierro
El confinamiento de los últimos días potenció la zozobra; la paciencia y la comprensión que hubo el año pasado se debilitaron y la confianza ciudadana fue dinamitada por los abusos y la ineficacia
- 7 minutos de lectura'
¿Qué escucharía el Presidente si invitara a Olivos a una delegación de psicólogos y les preguntara qué ven en sus consultorios? ¿Con qué se encontraría si se sentara a conversar, sin filtros ni intermediarios, con ciudadanos de a pie, con madres y padres, con comerciantes, con abuelos, con adolescentes? Probablemente confirmaría que en la sociedad se ha instalado un clima de angustia e incertidumbre que sorprende por su magnitud. No es un fenómeno que registren, necesariamente, los sismógrafos de la opinión pública. No es fácilmente medible a través de encuestas, focus groups, preguntas “enlatadas” o cuestionarios de multiple choice. Es algo que se percibe en la intimidad de los hogares, que surge en la confidencia entre amigos y familiares; es una tristeza que se vive en silencio y que, sin embargo, empieza a dominar el estado de ánimo colectivo.
Si se presta atención a esos diálogos cotidianos, se observará que el confinamiento de los últimos días ha potenciado la angustia y la zozobra. Es natural: la paciencia y la comprensión que hubo el año pasado se han debilitado. La confianza ciudadana ha sido dinamitada por un cóctel de abusos e ineficacia. El balance es desolador: dogmatismo e improvisación en el manejo de la cuarentena, negligencia y falta de ética en el plan de vacunación, mezquindad política en medio de la emergencia y avasallamientos institucionales de todo calibre. Como si fuera poco, rige una suerte de “patoterismo jurídico” con el que se han limitado libertades y restringido derechos por decreto; se ha barrido el federalismo, se han levantado muros interiores y hasta se han creado “guetos sanitarios”, como hizo el inefable gobierno de Formosa. Todo eso con resultados pavorosos: la Argentina figura entre los países con mayores índices de muertes y contagios, a la vez que ha destruido resortes vitales de una economía que ya venía sufriendo los rigores de una prolongada recesión. ¿Cómo no se va a notar todo esto en el ánimo individual y colectivo?
Miramos por televisión cómo el mundo empieza a reencontrarse con la “vieja normalidad”. Europa y Estados Unidos han vuelto a vivir; sus calles y sus bares recobran el pulso; el público regresa a los estadios y a los cines; los pueblos turísticos recuperan su alegría. Las vacunas, en muchos países, se ofrecen hasta en los supermercados. La pandemia no ha sido derrotada, pero la inmunización, los ajustes en las estrategias preventivas y un enfoque multidisciplinario del problema les han permitido –con marchas y contramarchas– ver la luz al final del túnel.
La Argentina –en cambio– ha quedado atrapada en su propio laberinto. Esas imágenes del mundo contrastan con las que vemos a nuestro alrededor, donde, después de una cuarentena interminable, se insiste en el encierro como la única alternativa, sin medir las consecuencias.
El Gobierno pone el foco en la ocupación de camas, la curva de casos y los picos en cada región. Por supuesto que son indicadores que merecen especial atención, aunque hemos visto –también– una manipulación de cifras y una carga tan arbitraria de datos que sería razonable plantear algunas dudas. Pero ¿alguien desde el poder está midiendo la temperatura del ánimo social? ¿Alguien calibra el impacto de la soledad, del aislamiento, del cansancio y de la incertidumbre en las distintas generaciones?
Si el Gobierno escuchara también a los psicólogos o tuviera un ojo atento a lo que pasa en los hogares, vería que los cuadros de depresión, las adicciones, el desgano y las fobias han provocado estragos en el último año. Basta ver las páginas de Sociedad de los diarios para encontrar retratados algunos fenómenos sociales con alto impacto psicofísico. Muchos abuelos, por ejemplo, han perdido lo que les inyectaba alegría y vitalidad, que era el encuentro y la interacción con sus nietos. Los adolescentes no solo han resignado calidad y continuidad educativa: han perdido también experiencias vitales irrecuperables. Sienten que en su vida quedará una suerte de “agujero negro” que no alcanza a cubrir la conexión digital. Hay familias repartidas en distintas ciudades que llevan quince meses sin reencontrarse: hijos que no han podido estar cerca de sus padres en momentos de dolor o que, directamente, no han podido despedir a sus muertos.
Se ha debilitado la vida social: desde el hábito cotidiano de encontrarse con amigos en el café hasta las cenas de camaradería, las celebraciones familiares y ritos ancestrales como los bautismos, los casamientos, los cumpleaños de 15 o los Bar Mitzvah. Todo esto, en el discurso oficial de la pandemia, parece arrumbado en el rincón de lo superfluo. Como si extrañar la vida misma fuera un acto de frivolidad y egoísmo. No se computa el hondo impacto emocional de ese sacrificio vital, como de la imposibilidad de proyectar el futuro, de hacer planes y de moverse con libertad. La tristeza parece un rasgo menospreciado por el poder, embarcado en una épica retórica que se asume como defensora y garante de la vida, aunque no ha servido para evitar un récord escalofriante de muertes.
A pesar del tiempo, del dolor y de los cambios transcurridos, el Gobierno insiste con el eslogan “quedate en casa”, sin dimensionar la profunda desigualdad que encubre esa consigna. ¿Se comprende lo que significa quedarse en casa para chicos que duermen con seis hermanos en un cuarto de dos por dos y paredes sin revoque? ¿Se entiende lo que significa para una mujer de 80 años que vive sola? ¿Se advierte la angustia de un comerciante que debe quedarse en su casa mientras su gimnasio, su bar o su peluquería se desmoronan? ¿Se dimensiona el impacto que tiene en las familias una rutina desarticulada por la falta de escuela y el teletrabajo forzado? ¿Se repara en la angustia de adolescentes sin deportes, sin encuentros con amigos, sin viaje de egresados ni baile de fin de curso? ¿Se imagina, por un momento, el dolor de las muertes cercanas agravado por el desparpajo ético de los vacunados vip? Quizá en estas preguntas esté la explicación de una cuarentena que se ha hecho inviable y de un confinamiento que, en muchas zonas del país, se parece a una ficción.
¿Cuál es la empatía del poder con los ciudadanos que sufren este descalabro en su vida cotidiana? Nada, en la verborragia gubernamental, parece conectar con estas angustias colectivas. Al contrario: el Presidente insiste en un reproche al comportamiento social y en un revoleo de culpas que incluye, invariablemente, una generosa autoamnistía. El Gobierno ve en los padres que reclaman por las clases presenciales “una conspiración de la derecha”; en los comerciantes que piden abrir sus locales, un acto de individualismo pecaminoso, y en los dirigentes o los periodistas que evalúan la gestión de la pandemia con ojo crítico, una legión de perversos que “hinchan por el virus” y provocan muertes. Es un discurso que abona la angustia en una sociedad que necesita todo lo contrario.
En un contexto de tanta tristeza y desasosiego, hay también enormes ejemplos de fortaleza y de coraje que nos rescatan del escepticismo. Muchos comerciantes logran reconvertir sus negocios, y hasta hay ejemplos alentadores de algunos que han logrado crecer por su propio esfuerzo y creatividad. Muchos abuelos dan testimonio de resiliencia y vitalidad, aun cuando estén solos y alejados de los suyos. Hay modelos de innovación, de solidaridad y de resistencia que se han forjado en la adversidad. Esos ejemplos también son una vacuna. No saldremos solo con un pinchazo en el brazo. Será fundamental una inyección de esperanza, aunque ese factor anímico sea tan despreciado en la burbuja del poder.