La angustia alrededor de un tren descarrilado
Los primeros minutos fueron de angustia y confusión; la escena del accidente ofrecía un panorama inquietante, entre ambulancias y bomberos
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“¿Podés irte de un pique a Dorrego y Figueroa Alcorta? Parece que se descarriló un tren. No se sabe nada más”. Son pocos los minutos que tarda en llegar el remís, pero se hacen largos. En la redacción sobrevuela un halo de angustia. Nadie lo dice, pero todos lo pensamos: la imagen de un “tren descarrilado” nos transporta inmediatamente a aquel fatídico 22 de febrero de 2012, que marcó para siempre a muchos cronistas, y que también empezó, como esta vez, con un simple: “Parece que se descarriló un tren”.
Subo al auto sin saber si me espera un panorama similar o solo un desperfecto técnico. Ya en la radio se escuchan las primeras versiones: todo indica que, en verdad, fue un choque frontal; que hay muchos heridos, que hay pasajeros a los que está costando sacar.
A la incertidumbre inicial se suma, ya en Palermo, la dificultad de conseguir la información: las trabas físicas -cintas de peligro, cordones de policías que impiden el paso-, el silencio de los voceros -”Todavía no te puedo decir nada”-, y también el de los ocupados bomberos y paramédicos, que acarrean en camillas a decenas y decenas heridos.
En medio del caos, llegan los primeros mensajes de la redacción, pedidos lógicos en este tipo de coberturas: un “Contame lo que ves” del editor; pocos minutos más tarde, un “Apenas tengas algo, pasame”.
Pero lo que veo es mucho y, al mismo tiempo, es muy poco: sobre el puente de hierro verde que cruza la avenida, la trompa destrozada de un tren y la cola de un furgón ferroviario; abajo, una lluvia de combustible que cae desde la estructura flotante y forma un charco en el asfalto; una avenida cortada con una treintena de ambulancias, y un helicóptero del SAME.
La información visual abunda, pero la posibilidad de interpretar los hechos, todo lo contrario. ¿Qué tan heridas están estas personas? ¿Cómo fue el choque?¿Cómo es posible que un accidente de esta magnitud haya sucedido?
“Estoy bien, ma, solo un poco dolorido”, escucho a mis espaldas. Es un joven que habla por celular, en medio del parque. Es, y eso es lo más importante, un pasajero del tren accidentado. Todavía le tiemblan las manos. Es el estrés postraumático, dice. Siente un dolor intenso en las rodillas. Viajaba en la primera fila del tercer vagón cuando se produjo la colisión, y la inercia lo empujó contra la barra de metal ubicada frente a su asiento.
Antes de volver a atender a su madre, que llama sin cesar, me señala a otra pasajera, una mujer mayor que se mueve errática por la avenida junto a una niña de cinco años. “Mi nieta quería levantarse del asiento, menos mal que no la dejé. En cuanto sentí la frenada la abracé fuerte”, cuenta la mujer con los ojos llorosos y su mano acariciando la frente de la menor de flequillo castaño y mochila de unicornios.
Desde mi celular, envío al diario los dos primeros párrafos, y enseguida la cobertura periodística se complica. La policía busca a los pasajeros desperdigados por la zona y los lleva a un corralito. Luego crea un segundo corralito, esta vez para nosotros. Es una cinta de peligro que extienden entre los árboles y que nos deja a por lo menos 40 metros del puente, lejos de toda fuente de información.
Los únicos que se acercan son algunos funcionarios del gobierno de la ciudad y del SAME, pero previo a su llegada, sus encargados de prensa aclaran: “no van a responder preguntas, solo van a dar un parte oficial”. El problema es que nosotros estamos llenos de preguntas, y muchas quedan sin respuesta.
Después del mediodía intento buscar otras aristas. Doy la vuelta al predio e ingreso por un camino interno del puente, cuyo paso está abierto y desemboca en el tren extraviado. Personas de mameluco blanco y otras de chaleco amarillo hacen el rastrillaje del lugar con una naturalidad llamativa, como si no estuvieran buscando cadáveres junto a perros entrenados para eso, o como si esa tarea fuera -lo cual efectivamente es- parte de su rutina laboral.
Rodeando la escena, junto a un colega del diario, accedemos a algunos paramédicos. Cuentan que, tras el choque, el estado general de los pasajeros era de crisis de pánico y que, apenas sucedió, ante la desesperación, muchos se tiraron del tren y se lastimaron las piernas contra el suelo de piedras. “Si hubiese pasado una hora antes estaríamos hablando de otra cosa”, dice uno. “Podría haber sido una tragedia”, suma otro. No hace falta que sean más explícitos.
Vuelvo a mi casa con imágenes mentales imborrables: los perros recorriendo el tren, la pasajera mayor abrazando a su nieta al momento del impacto; la estructura del primer vagón apelmazado sobre el segundo; las sirenas; las camillas; las ambulancias. Y entonces repaso la pregunta contrafáctica que la mayoría de los periodistas ahí presentes nos hicimos durante todo el día: ¿qué hubiese pasado si esto sucedía durante la hora pico? Si la mayoría de la gente, en lugar de viajar cómoda y sentada, lo hubiera hecho parada, apretada, como sucede todos los días en la Argentina, como sucedió, también, aquel 22 de febrero de 2012, en Once. En ese caso, posiblemente, estaríamos contando otra historia.