La amistad de los Fernández
Es sintomático que Alberto Fernández explique sus reuniones de tres o más horas con Cristina Kirchner diciendo que se juntan como amigos. La palabra amigo es muy corriente en la vida cotidiana, pero varía según el contexto. Una cosa es en la escuela primaria, otra en el frente de batalla. También están los amigos de Facebook, a muchos de los cuales uno nunca vio ni verá, las relaciones de amor camufladas, el vínculo afectivo continuado, el vitalicio, y el vendedor de autos usados que le ofrenda el mote de amigo a todo potencial cliente. De amigos ya hablaban los griegos y los romanos mucho antes de que en la literatura se formatearan amistades eternas como las del Quijote y Sancho Panza o las de los Tres Mosqueteros, que luego se encargarían de poner en valor el Gordo y el Flaco, los Tres chiflados y, entre muchos más, los encumbrados personajes de Friends.
Tampoco en política la palabra amigo es nueva. Lo saben dos millones de argentinos aún afiliados al partido radical, donde lleva más de un siglo prestando servicio. "Tengo treinta amigos en la parroquia dieciséis", podía decir un puntero en el comité para alardear musculatura. Como los comunistas se sentían camaradas, los radicales se identificaban por el lazo amistoso. El viento de la historia erosionó los apelativos. A cambio irrumpió de modo colateral como señal identitaria del kirchnerismo y de la izquierda el inventario de género para hablar junto con el tesón de imponerle la forma militante "chiques" al castellano. Pero la palabra compañero sigue hilvanando oraciones en el peronismo, sobre todo dentro de la rama sindical.
Si estuviéramos en los cincuenta o en los setenta nunca hubiéramos escuchado a Alberto Fernández diciéndose amigo de Cristina Kirchner: habría sido la compañera Cristina. De hecho, Fernández la llamaba así ayer nomás, en plena década ganada. ¿Cuándo se convirtieron en amigos estos dos protagonistas que eran jefa y subordinado y que en orden invertido devinieron fórmula?
Tal vez esté allí la clave del intríngulis, en el orden no sólo de las jerarquías sino del apogeo y decadencia de la amistad que dicen cultivar. Hubo en la historia argentina varios casos importantes de pares de amigos. Y a diferencia de los Fernández casi siempre fueron de mayor a menor, del entendimiento al desgaste, sin vuelta atrás. La relación de Roca y Pellegrini, por ejemplo, marcó la vida política durante veinte años. Se terminó en 1901 cuando "el Gringo", que no había podido salir de la sombra de "el Zorro", rompió con él en forma definitiva a raíz del proyecto de unificación de la deuda enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso. Algunos historiadores dicen que la ruptura fue política y personal, otros sostienen que lo que se rompió fue el orden conservador como epílogo de un largo proceso. Pero lo que acá interesa es el vector, parecido al del tándem de Ricardo Balbín y Arturo Frondizi.
La fórmula antiperonista Balbín-Frondizi, que en las elecciones de 1951 obtuvo 31,81 por ciento (justo la mitad de los votos que sacó Perón), no permitió imaginar que tras el cisma radical de 1957 ambos dominarían el escenario electoral, pero enfrentados. Con los votos cedidos por el exiliado Perón, en 1958 Frondizi vencía 44,79 a 28,80 a Balbín, luego aguerrido opositor. Dejaron de hablarse para siempre. Balbín murió en 1981, Frondizi en 1995.
El único caso significativo de un vector al revés, es decir que se pasó del odio al cariño, alcanzó una cúspide que la política venera. Se lo suele considerar magistral pero resultó más simbólico que práctico. Fue la amistad tardía, acaso póstuma de Perón y Balbín: "este viejo adversario despide a un amigo", rezaba Balbín, grandilocuente, en los funerales del general.
La amistad de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, pues, está fuera de norma, y no en un sentido sino en tres. Primero porque después de una ruptura hostil que parecía irreversible vino una inesperada reconciliación. Gracias a que los estándares del peronismo para ir y volver entre facciones son mucho más laxos que en las demás fuerzas políticas, el retorno de Alberto Fernández a los brazos políticos de la expresidenta no sonrojó a quien de ella había dicho cosas como esta: "toda su acción institucional es deplorable, todo lo que hizo en materia judicial es deplorable, lo que hizo con el Consejo de la Magistratura y con la asignación de los jueces subrogantes, lo que inició con la llamada democratización de la Justicia todo eso es deplorable, lo que hizo con el tratado de Irán es deplorable, la muerte de Nisman es deplorable, la no resolución de la muerte de Nisman es deplorable, (en) el segundo mandato de Cristina a mí me cuesta muchísimo encontrar un elemento valioso".
Lo segundo es que el amigo recuperado se convirtió de golpe en el jefe, por lo menos el jefe nominal. Alberto Fernández aclara día por medio que a los ministros los va a elegir él o que cuando conversan ella no le pide nada. No hay antecedentes de una reconciliación política tan generosamente compensada.
Y lo tercero –esto ya no va a contramano de los registros históricos locales sino mundiales-, la fórmula la armó ella, la líder, quien se puso de acompañante. Vale la pena decirlo de nuevo: nunca antes en ninguna parte un candidato a vicepresidente había seleccionado al candidato a presidente.
Mucha más información sobre los acuerdos logrados en el reencuentro no hay. Por lo cual especular acerca de si los acuerdos van a cumplirse es casi una abstracción. La fórmula amistosa, que probablemente gobierne el país de acá a 55 días, es un misterio, de allí que cada detalle para entenderla importe. Está claro que al presentarse como amigos los Fernández esquivan una definición jerárquica que podría resultarle incómoda a cualquiera de los dos y, lo que hoy pesa más, a los electorados de cada uno, sean cautivos o potenciales. Si los amigos se acompañan en los momentos importantes, no es el caso: Cristina Kirchner no sólo no fue a Santa Fe para el debate presidencial del domingo pasado sino que vio por televisión sólo una parte, alardeó, porque tenía visitas en casa. Ningún candidato a vicepresidente estándar diría algo así sin que su compañero de fórmula lo tomase como un desaire. Acostumbrarse a un nuevo protocolo no será fácil, mucho menos no sobresaltarse durante la interpretación de las señales.
Es que las fórmulas de amigos no abundaron. Los binomios se armaban mediante una superposición del criterio geográfico con el partidario y a lo sumo se apostaba a que hubiera un hilo de confianza capaz de disipar brumas conspirativas. En la tradición política argentina, a diferencia de la norteamericana, la pregunta central no era si el candidato a vicepresidente estaba en condiciones de ser presidente en caso de necesidad sino cuántos votos arrimaría su nombre. Hubo fórmulas mal avenidas y otras con vices tan opacos como sumisos.
En el primer grupo se destacaron las de Ortiz-Castillo, Frondizi-Gómez, De la Rúa-Alvarez, Cristina Kirchner-Cobos y Quintana-Figueroa Alcorta. Entre los vicepresidentes grises sobresalieron dos de los tres que tuvo Perón: Hortensio Quijano e Isabel Perón. El tercero, Alberto Teissaire (el único vicepresidente de la historia que revalidó su cargo en elecciones exclusivas), está considerado en el peronismo como la quintaesencia del traidor, debido a que, efectivamente, tras el golpe de 1955 se postuló ante los militares como arrepentido.
Ya se sabe que el binomio presidencial incuba tensiones por su propia esencia: el lugarteniente debe estar ahí por si un día hace falta, nunca antes. En caso de que las elecciones las gane el Frente de Todos se verá cómo los amigos Fernández concilian esa razón de ser de la fórmula con la administración del liderazgo residual, digamos, de la vicepresidenta, y con el poder que ella tendrá en el Senado, al que conoce como pocos. Es este un asunto institucional central de la futura estabilidad política, por lo que sería deseable que en el debate del próximo domingo los candidatos competidores -ya que los periodistas moderadores no pueden hacerlo- le demanden precisiones a Alberto Fernández.