La amenaza global del populismo
Si el experimento antipopulista iniciado aquí en 2015 resultara exitoso, el país podría convertirse en una prueba piloto de referencia para el mundo
En un interesante artículo publicado el año pasado, Mario Vargas Llosa planteó que el comunismo ya no era el enemigo principal de la democracia, sino el populismo. Según el famoso escritor, aquel dejó de serlo "cuando desapareció la Unión Soviética por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario". A diferencia del comunismo, que es un ataque frontal a la democracia, el populismo opera desde sus entrañas. Y a veces los anticuerpos institucionales y culturales de la sociedad tardan en reaccionar o lo hacen cuando es demasiado tarde. La diferencia entre ambos es de matices. Mientras que el comunismo impone un régimen totalitario, el populismo, si no es frenado, evoluciona gradualmente hacia un autoritarismo creciente, como lo demuestra el caso de Venezuela.
La amenaza del populismo se ha globalizado. Luego de hacer estragos en América Latina (especialmente en la Argentina hasta 2015 y en Venezuela con Chávez y Maduro), hizo su irrupción (o reaparición) en los países avanzados en 2016, primero con Brexit en Gran Bretaña y luego con la campaña presidencial que llevó a Trump a la Casa Blanca. En 2017 siguió su avance con las elecciones en Francia (donde fracasó), con el proyecto secesionista de Cataluña y, más recientemente, en las elecciones parlamentarias de Italia. En prácticamente la mitad de las democracias de Europa del Este hoy gobierna un partido populista. Y en las elecciones presidenciales que se avecinan en Brasil, Colombia y México los candidatos populistas lideran las encuestas.
Un detalle muy interesante que se percibe en casi todos los brotes populistas en el mundo desarrollado es la injerencia solapada de Rusia. La primera ministra británica, Teresa May, declaró públicamente hace algunos meses que Rusia se ha embarcado en una campaña de desinformación para "sembrar la discordia" en Occidente. En Estados Unidos, la investigación del fiscal especial Robert Mueller ha revelado que, por lo menos desde 2014, los rusos montaron una "operación multimillonaria" para sembrar discordia en la política e interferir en sus elecciones operando en las redes sociales. Los acusados por Mueller no son funcionarios del gobierno ruso, sino que trabajan para organizaciones (troll farms) de origen y financiamiento oscuros basadas en Rusia. La sombra de Moscú se extiende también en Europa. Un informe elaborado por el Senado norteamericano sostiene que el gobierno de Putin se ha embarcado en un proyecto para degradar la democracia y el Estado de Derecho tanto en Europa como en Estados Unidos. Según el informe, publicado en enero de este año, para lograr sus objetivos Moscú utiliza una variedad de medios: una campaña de desinformación a través de redes sociales, el financiamiento de grupos extremistas y el apoyo solapado al crimen organizado y a la corrupción. Toda la evidencia indica que Rusia ha intensificado sus ataques, tanto en escala como en complejidad, como lo demuestra el caso de Cataluña.
Esto no debería sorprender. Dezinformatsiya fue el término que acuñó Stalin para definir la campaña de desinformación que lanzó contra Occidente después de la Segunda Guerra Mundial. Esta campaña fue una de las armas a las que durante décadas recurrió la Unión Soviética para socavar a las democracias occidentales. Putin fue agente de la KGB, la agencia de inteligencia de la URSS, que durante décadas dirigió este esfuerzo. Central a su estrategia es lo que en la jerga de los espías se denomina "propaganda negra", que tiene como principal ingrediente lo que hoy llamamos noticias falsas (fake news). Este tipo de propaganda logra influir sobre la manera de opinar o actuar de la gente sin que la gente se dé cuenta. Su objetivo es confundir a la opinión pública y profundizar las "grietas" subyacentes en la sociedad. Las redes sociales no solo han facilitado sino que han amplificado el poder de esta propaganda. Lo irónico (y trágico al mismo tiempo) es que para degradar las democracias occidentales Rusia se vale de uno de sus principios esenciales, la libertad de prensa, y uno de sus logros más extraordinarios, el avance tecnológico.
De cualquier manera, no hay que sobreestimar la amenaza rusa. El populismo existiría con o sin sus campañas de desinformación. Lo que logra Moscú es atizar el fuego, quizás acelerando un proceso en marcha. La raíz del populismo hay que buscarla en otro lado. Podríamos definirlo como la solución facilista que impone con su voto la mayoría (movilizada y estimulada por el discurso de un líder populista) cuando una sociedad enfrenta problemas estructurales que abren una brecha creciente entre las expectativas y aspiraciones de esa mayoría y la realidad, es decir, cuando se generan lo que Ernesto Laclau denominaba "demandas insatisfechas". Esta brecha de frustración es el caldo de cultivo en el cual la degeneración de la democracia se desarrolla con más vigor y rapidez. Es una brecha particularmente amplia en países ricos que se empobrecieron, como la Argentina y Venezuela.
En Estados Unidos la brecha de la frustración hoy es producto de varios factores estructurales: el avance tecnológico, que ha sido mucho más rápido que la capacidad de la sociedad de absorberlo y transformarlo en capital humano a gran escala, y la irrupción de China en el sistema económico global como potencia industrial, con bajísimos costos laborales (que logra mantener en parte gracias a la existencia de un régimen autoritario). Ambos factores han contribuido al estancamiento de los salarios reales promedio y, consiguientemente, también a una brecha creciente entre los segmentos de ingresos medios y los más altos (el famoso 1%).
Pero esta brecha no se cierra simplemente con proteccionismo y una redistribución de ingresos, tal como propone el economista Dani Rodrik, de Harvard. Se resuelve atacando los problemas estructurales. Y este es el gran desafío, porque esta solución justamente requiere reformas estructurales que toman tiempo y son costosas y, por ende, impopulares. La distinción que propone Rodrik entre populismo económico y populismo político (uno sería bueno y el otro, malo) es falaz. La realidad es que el primero necesita como precondición la existencia del segundo. El populismo siempre es destructivo en el plano económico, cultural e institucional.
Como advirtió Vargas Llosa, es hora de que el mundo tome conciencia de la amenaza que representa el populismo, ya que si sigue avanzando se producirá un desbarajuste del sistema económico y político instaurado luego de la última guerra mundial, lo cual probablemente desencadene otra crisis financiera. Es decir, corremos el riesgo de revivir los problemas que enfrentó Occidente entre las dos guerras mundiales.
Tanto en la identificación de la naturaleza del virus populista como en su tratamiento terapéutico, la experiencia argentina es relevante. Si el experimento iniciado en diciembre de 2015 resultara exitoso, lo cual todavía está por verse, el país podría convertirse en una prueba piloto para el mundo.
Economista