La amenaza de una hiperinflación
En una reciente entrevista, el premio Nobel de Economía Edmund Phelps juzgó que en nuestro país "no se puede imprimir dinero a una tasa tan alta, porque tarde o temprano desembocará en una hiperinflación".
Una hiperinflación no es un trauma menor. En el pico de la hiperinflación de octubre de 1989, la pobreza en la Argentina alcanzó un 47%. Pero antes de entrar en tema corresponden dos aclaraciones.
En estos años, muchos profesionales alertaron sobre las políticas implementadas desde 2007. Hoy estamos conviviendo con esas consecuencias, que no son apocalípticas, pero sí preocupantes: retraso cambiario, limitación a las posibilidades exportadoras de la industria y de las economías regionales, espiralización de la tasa de inflación, restricciones a la importación, destrucción del Mercosur, socios comerciales que inician acciones para imponernos sanciones comerciales, control de cambios, déficit presupuestario, pérdida de dinámica del mercado de trabajo, aumento de la desigualdad social y caída de la tasa de crecimiento. Si la política pública hubiese atendido las alarmas, no estaríamos pagando estas consecuencias. Porque nunca fue cierto que se crece más y con más equidad a través de la inflación.
La segunda aclaración refiere a la forma en que el pensamiento heterodoxo reacciona y reaccionaba frente a los temas monetarios. En décadas pasadas, los economistas críticos al FMI y a las recetas neoliberales despreciábamos los temas monetarios y subordinábamos la resolución de la inflación a las políticas de desarrollo económico. Las inflaciones altas, que culminaron con la hiperinflación de 1989, y su consiguiente costo social, nos impusieron la obligación de estudiar y debatir el tema con más rigor. Los que vivimos esa experiencia seguimos criticando las recetas neoliberales, pero tomamos con seriedad el problema de la inflación y nos preocupan manifestaciones como la de Phelps. La preocupación es mayor porque percibimos a "nuevos" heterodoxos que no sufrieron la hiperinflación y son demasiado disciplinados para evaluar críticamente medidas oficiales que están más motivadas por urgencias políticas que por la responsabilidad en la gestión de la economía. Los nuevos heterodoxos se perdieron la riqueza conceptual de aquellos debates, porque ya nadie discute sobre inflación.
Para colmo, el clima intelectual del país no parece permitir debates desapasionados: la sola mención a la inflación, al índice de precios o al Indec establece una ridícula divisoria de aguas.
Hechas las aclaraciones, señalemos que en hiperinflación a la gente le "quema" la moneda local y se la quiere sacar de encima comprando bienes o moneda extranjera. Para llegar a ese punto, habitualmente, el gobierno emitió pesos en exceso, por encima de lo que la población estaba dispuesta a aceptar. Y la población no quiso aceptar esos pesos porque el dólar y el resto de los precios aumentan a un ritmo tal que todo el mundo percibe que, con el dinero en el bolsillo, se pierde capacidad de compra.
El Gobierno emite pesos por varias vías. Cuando el Banco Central compra los dólares de las exportaciones, dosifica los dólares de las importaciones y restringe los dólares para viajar o ahorrar, los pesos del saldo del comercio exterior quedan dando vuelta en el país. Si a eso se le suma la emisión de más pesos para cubrir el déficit de las cuentas públicas y las dificultades para tomar dólares prestados -debido a las mismas inconsistencias de la gestión-, el peligro que menciona Phelps existe.
Hay señales de que muchos argentinos empiezan a fastidiarse con los pesos acumulados y quieren salir a gastarlos o a comprar dólares en el mercado paralelo. No vendría mal prender luces amarillas.
Pero todavía las luces no deben ser rojas: la inflación aún no es tan alta como en los años previos a 1989, el Gobierno tiene mucho espacio para resolver los problemas fiscales, la emisión de pesos que se genera por las compras de dólares se puede absorber volviendo a la libertad de cambios y, con algunas señales de respeto a la ley, podríamos volver a captar dólares en el mercado internacional. Estamos lejos de las condiciones de 1989: la soja a más de 600 dólares da una holgura que no existía en ese momento.
Lo inquietante es la persistencia de una política agotada, la falta de pensamiento crítico y de estudio sistemático: la negación del problema.
En plena Guerra Fría, Raymond Aron acuñó una expresión que sintetizaba ese momento: "Guerra improbable, paz imposible". En nuestro caso, sería: "Hiperinflación improbable, estabilidad imposible". Pero si el costo puede ser el de un 47% de pobreza, más vale tomar con seriedad esa probabilidad e intentar reducirla. Lo lamentable es que profesionales disciplinados por poder y jóvenes con el corazón intimidado difícilmente sirvan para esa tarea.
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