La amabilidad, un valor que los argentinos debemos recuperar
La Argentina debe recuperar el don de la amabilidad. En medio de tantas tribulaciones e incertidumbres, pareciera una nimiedad tratar este tema, algo tan secundario en relación con la inflación, la crisis cambiaria, la inseguridad y tantos otros padecimientos que aquejan a los argentinos. Sin embargo, en medio de un panorama que más de uno puede vislumbrar catastrófico, puede ser útil poner la mira en objetivos que deberían ser relativamente fáciles de implementar y cuya concreción podría actuar como un bálsamo a los tormentos señalados y como un punto de quiebre –al menos desde lo cultural– en el proceso de caída en que el país está inmerso.
Convengamos, por otro lado, en que el mundo que resulta de la contemporaneidad no es particularmente un terreno propicio para la amabilidad, donde todo pareciera estar condicionado por la utilidad y el beneficio. En ese sentido, “ser amable” implica el uso de una energía verbal y expresiva que no reportaría un beneficio de forma directa e inmediata (si puede generarlo de manera genérica). Con más nitidez se percibe ese conflicto en los dominios de internet, donde el escueto espacio –y tiempo– asignado a los mensajes virtuales relega el lugar que debería ocupar la amabilidad a un segundo plano. La modernidad no debería ser un antídoto de la amabilidad, ya que se trata de un componente esencial de la cultura de las sociedades. No obstante, no será una tarea sencilla incorporarla en el lenguaje sintético de la virtualidad, donde interesa sobre todo porque las nuevas generaciones tienen cada vez mayor participación e inmersión en ese universo.
Volviendo a nuestra realidad, entre las tantas cosas perdidas por el país, los argentinos deberíamos abocarnos a recuperar el grado de amabilidad que nos caracterizaba (pérdida mucho más notoria en el AMBA que en el interior). Es un desafío que no insumiría mayores recursos y que bien podría encarar cualquier gobierno que sienta amor por el país, ya que se iniciaría con el vasto espectro de espacios publicitarios que el Estado adquiere en el sistema de medios. Se trataría de reenfocar los mensajes públicos hacia la inculcación del hábito de la cordialidad.
Está claro que con ese instrumento no se aplacará la inflación, pero puede ser un tónico para ir mejorando de a poco el humor colectivo, tan deteriorado, como vemos permanentemente por reyertas y disputas que acaban en muchos casos de modo trágico.
Uno de los componentes esenciales de la amabilidad es la expresión corporal, el gesto cálido –en contraposición a la postura adusta– y la sonrisa, que emana lo contrario a la agresividad. Y las palabras claves: “gracias”, “por favor”, “buen día”, “buenas tardes”... son tan pocas y tan fáciles de aplicar como de enseñar su uso. A fin de cuentas, ese reducido repertorio cambiaría el tono a las relaciones entre ciudadanos. Complementario a esto se trataría de desterrar las malas palabras en el lenguaje y la escritura. Pero mucho más importante aún sería inculcar la costumbre de no apelar al insulto, al agravio y a la descalificación, que cierran las puertas a una eventual reconciliación. Mirada desde una perspectiva elevada, cualquier controversia humana podría saldarse de manera armoniosa si no mediara la agresión verbal de las partes involucradas. En el fondo, buena parte de las confrontaciones surgen de disputas por cuestiones muy menores o de malas interpretaciones de los sucesos. En un clima general de amabilidad, el insulto se evidenciaría patético.
A su vez, estudios médicos y científicos actuales –y no solo los del campo de la psicología social– advierten de los beneficios sanitarios a nivel individual y colectivo de practicar hábitos sociales enmarcados en la amabilidad. Tiene también una dimensión económica, por cuanto se trata de una aliada fundamental del turismo, algo que puede experimentarse particularmente en Uruguay, o en España, a diferencia de otros países de Europa donde no impera el mismo nivel de calidez humana, patente sobre todo en ciertas capitales más que en el interior de esas naciones.
En el caso de la Argentina, este movimiento en favor de la amabilidad solo podría ser promovido a iniciativa del poder central y debería implementarse como una política de Estado, con el acuerdo del oficialismo y de las diferentes corrientes que conforman el escenario político. Conllevaría por su parte una fuerte responsabilidad del gobierno de turno, que debería desterrar de sus prácticas comunicacionales el agravio, el insulto y la descalificación de los adversarios. Ese tipo de agresiones desde el atril gubernamental son el factor fundamental en la generación de la famosa “grieta” que consume las energías de la sociedad. Si desde la privilegiada posición de “la voz oficial” se emiten ataques y burdas descalificaciones a sectores de la sociedad que, aunque dispongan de recursos para expresarse, lo hacen siempre desde el llano, se da una situación de asimetría contrario al espíritu democrático.
También implica responsabilidades de los opositores, pero no en el mismo grado. En la esencia de la democracia y la república está la crítica, que incluye aquella que viene de los sectores más radicalizados, y que por tanto suele estar cargada de agresividad y mala fe, aun cuando pueda representar demandas legítimas. La respuesta oficial no debería emitirse nunca en los mismos términos, porque representa de alguna forma a todos los argentinos.
Hay coincidencia cuasi unánime en que la “grieta” es un factor pernicioso para la sociedad. Sin embargo, su crítica puede tener distintas interpretaciones según de qué vereda se la mire. Esa crítica debería estar focalizada hacia lo que es el núcleo generador de esa división de la sociedad: las agresiones y agravios desde el poder. Esa forma de agravios marcan los estilos de comunicación que imperarán, una suerte de reglas de juego que condicionan las respuestas. Esa es una ventaja del Estado: la capacidad de establecer esas normas no escritas en dominios que no dependen de la legislación parlamentaria. Y la crítica genérica a la grieta sin esa aclaración puede llevar a más de uno a interpretarla como que está dirigida a los que no se allanan sumisamente a las opiniones y puntos de vista de la voz oficial. Si todos se avinieran al oficialismo se acabaría la grieta.
En otro plano, que viene al caso solo a efectos de remarcar las diferencias entre la esfera pública y la privada, aun cuando reprochable, cualquier actor de un caso de corrupción, de modo genérico –habrá casos particulares que exigirán otra evaluación–, no es del mismo grado la responsabilidad de un particular que la de un funcionario, en tanto y en cuanto la esencia del funcionariado es ser custodio de los bienes públicos.