La alegría de una épica inmigrante
"Escenas que yo he visto una sola vez en mi vida y no he visto más, me gusta contarlas", escribió Mauricio Chajchir (1884-1971), hace más de sesenta años, en un manuscrito que recién ahora ve la luz completo (conoció una edición parcial en La Opinión, en 1976, realizada por Julio Ardiles Gray), bajo el título Viaje al país de la esperanza. Ese país era la Argentina, tierra de esperanza para centenares de inmigrantes judíos que a fines del siglo XIX huían de pogromos y persecuciones, uniéndose a los contingentes que formarían aquí las colonias del barón Hirsch.
El autor reunió sus recuerdos con un propósito servicial: dejar para sus descendientes testimonio de los orígenes de la familia. El resultado, sin embargo, como suele ocurrir con los relatos genuinos, es un legado de alcance mucho más amplio. La pluma de Chajchir pinta postales de un mundo desaparecido no solo a través de las situaciones que describe, sino también con las palabras que elige, un diccionario personal que combina las lenguas que conoció: turco, ruso, ídish, hebreo y el castellano argentino propio de las zonas rurales de Entre Ríos.
Los Chajchir eran oriundos de Crimea y llegaron a Buenos Aires en diciembre de 1891, en el legendario vapor Pampa, integrantes de un grupo de casi mil personas. El autor reconstruye las peripecias de la travesía, que tuvo tres etapas: un primer viaje a Marsella, el cruce del océano hacia la costa porteña y el traslado hasta los campos que finalmente trabajarían en el litoral (previo e insólito paréntesis en Mar del Sur, donde todos, especialmente los niños, como el entonces pequeño Mauricio, disfrutaron días de sol y playa).
También recuerda su infancia en Kerch, los años de prosperidad, cuando su padre abrió sucursales de su negocio de suelas, el modo en que su madre lavaba la ropa en la antesala de la casa: "Ponía un balde con nieve al lado del fuego un ratito y obtenía una cuarta parte de agua tibia para lavar".
Vendrían luego épocas difíciles. El padre migró, en busca de un lugar seguro donde instalarse con los suyos, y la madre se quedó con los chicos, sobreviviendo gracias a la venta de lo que quedaba del negocio, pasando miseria y esperando noticias. Que al cabo de un tiempo llegaron: su nuevo y provisorio hogar sería Estambul. De camino hacia allí, el niño conoció una forma distinta de cocinar un alimento que para él era habitual y que, ya adulto, señala como un antecedente tártaro de la pizza a la piedra. Se trasladaba la prole en carro cuando la noche les jugó una mala pasada y una de las yeguas que los conducían cayó en un pozo. El aldeano que los rescató los invitó a pernoctar y les ofreció el tradicional pité: "¡Lo raro es cómo lo hacían! En medio de la pieza hay un altar de piedra de un metro y algo de diámetro y a unos cincuenta centímetros del suelo, sobre el cual se enciende una fogata. Cuando está bien caliente la piedra se barren los tizones, se pone la masa y se deja caer una campana de hierro que cuelga del techo sobre el altar, y así se hornea".
La situación para la familia seguía sin ser segura, y el padre tomó una decisión audaz: embarcarse rumbo a América. La odisea estuvo plagada de penurias (tormentas, enfermedades, ratas) y tampoco fueron idílicos los primeros contactos con el nuevo continente (desde las barreras del idioma hasta las dificultades que implicaban las tareas de labranza y cría de animales para gente que se había dedicado al comercio). Pero todo lo narra Chajchir como una aventura, asombrosa y sencilla a la vez. No hay victimización, no hay siquiera un acento para la tristeza o la melancolía. Solo la callada alegría de estar vivo; de escribir, una tarde lluviosa de 1954, sus memorias para hijos y nietos que acaso no existirían si sus ancestros hubieran tomado otra decisión. La modesta felicidad de poder contar el cuento.