La agonía de los bares, otro síntoma de un país que se empobrece
El cierre de restaurantes y cafés muestra una Argentina que aplasta la actividad comercial y degrada el entramado social
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Puede parecer solo un dato pintoresco de la crónica urbana. Sin embargo, el cierre masivo de bares, confiterías, restaurantes y bodegones tradicionales es un fenómeno que entrelaza cuestiones económicas, sociales, culturales y urbanísticas. Es otro indicador de un país que aplasta la actividad comercial, desalienta al emprendedor, debilita los ámbitos de integración comunitaria y degrada el entramado social de las ciudades.
Cuando se bajan para siempre las persianas de uno de estos lugares, muere mucho más que una actividad comercial. Muere una parte de la identidad urbana, muere un espacio de encuentro y de conversación. Con cada bar o bodegón que cierra, hay una comunidad que se dispersa, un diálogo cotidiano que queda interrumpido y un rito social que se desvanece: el de mirarnos las caras los unos a los otros. Se pierde, también, la interacción en espacios socialmente heterogéneos, donde todavía sobrevive un rico entramado policlasista que tiende a romperse en la Argentina.
El cierre de bares tradicionales produce una suerte de orfandad. Pero detrás de ese impacto más intangible, si se quiere, hay un fenómeno con profundas secuelas económicas. Se estima que en el último año, la crisis del sector gastronómico y hotelero provocó el cierre de 10.000 locales y la pérdida de 150.000 puestos de trabajo en todo el país. Queda un tendal de litigiosidad laboral y quebrantos societarios. Debilita, además, el espíritu emprendedor de generaciones desanimadas ante las dificultades para desarrollar cualquier actividad empresarial o comercial en la Argentina. Es cierto que se han abierto algunos emprendimientos nuevos, pero la ecuación entre cierres y aperturas es muy deficitaria.
Muchos de los bares y restaurantes que se han despedido en los últimos meses comparten la cultura del emprendimiento familiar: los fundaron los abuelos, los remodelaron los padres y hoy los cierran los hijos. La tercera es la generación que ha perdido la esperanza. Siente que aquel esfuerzo de los abuelos y los padres hoy no tiene sentido. En una Argentina achicada, vender el inmueble puede ser más rentable que expandirse y reconvertir el negocio. No solo bajan las persianas de un comercio: le bajan las persianas al futuro. Se renuncia a aquella cultura emprendedora y al espíritu de sacrificio con el que los abuelos inmigrantes fundaron esos bares, como tantas otras cosas. ¿Por qué se produce esa renuncia? No hay una única respuesta, pero una cosa es segura: la Argentina no invita a asumir riesgos. Desde el poder baja un discurso que justifica el desaliento. Las nuevas generaciones, que podrían aportar energía y flexibilidad para adaptarse a los cambios y desafíos, ven más tentador irse del país que refundar el bar.
El cierre de espacios gastronómicos se ha acelerado dramáticamente por la cuarentena del año pasado. Pero ya era un rubro muy golpeado, como muchos otros, por la rigidez de la legislación laboral, la voracidad impositiva, la falta de crédito y la burocracia que asfixia a pequeños y medianos comerciantes. En cualquier bar o restaurante, un ticket de 400 pesos incluye –según los cálculos del sector– 149,6 pesos de impuestos. Un sueldo de 50.000 pesos representa, para el empleador, un costo de casi 80.000. En ese paisaje, las restricciones y el cierre por la pandemia fueron un golpe de knockout. No es un problema sectorial. Es un problema que la Argentina paga con pobreza, desempleo, marginación. El ahogo de comerciantes, empresarios y emprendedores es el que explica que el país tenga 20 millones de pobres. ¿Cuántos mozos y cocineros han pasado a engrosar la estadística de la desocupación?
Hay un falso progresismo que desvincula el drama social de las penurias del sector privado, como si no existiera entre una y otra cosa una relación directa. Quizá sea por esa distorsión conceptual que algunos miran el cierre de estos comercios como un dato menor.
Además de la tragedia económica, la agonía de los bares provoca una dolorosa pérdida simbólica, que acaso parezca algo suntuario en medio de una Argentina en la que la inseguridad arrebata vidas todos los días y la indigencia les amputa la dignidad a las personas. Pero el cierre de esos espacios de pertenencia abre otra herida en el tejido comunitario. Pensar las ciudades sin sus bares es como pensar un cuerpo sin alma. Son espacios fundamentales de la vida cotidiana, pero también son referencias históricas, señas de identidad, albergues de memorias y emociones colectivas. ¿Qué sería Buenos Aires sin sus cafés? En ellos late el bullicio de la vitalidad urbana, pero sobreviven, además, los recuerdos de su gente. Son lugares que conservan la historia de los barrios, en los que se escribe una crónica doméstica de la vida urbana. Duele imaginar a cada ciudad o pequeño pueblo sin esos lugares en los que habita la vida social y se teje la cultura popular.
Los bares son, como el ágora de los griegos, lugares democráticos en los que el debate brota con espontaneidad y sin jerarquías. El respeto y la atención de los otros deben ganarse con ingenio y con talento; no se obtienen por cargos ni credenciales. En sus mesas se cultiva un hábito en retirada, como es el de la conversación: se analizan y se discuten el fútbol, la política, la economía y las modas. Son, al fin y al cabo, los lugares donde “se arregla el mundo”.
El café suele asociarse a cierta superficialidad. La “filosofía de café” se contrapone al supuesto rigor de la academia y la universidad. En homenaje a la diversidad y la riqueza del debate, quizá deberíamos reconocer, sin embargo, que hoy sobrevive un mayor pluralismo en las mesas de los bares que en los recintos académicos, donde impera el discurso único y se combate la disidencia. Con cada café que cierra, se empobrecen entonces la conversación y el debate públicos. Muere, además, el hábito de la sobremesa, que propicia el diálogo más distendido, menos utilitario y reglado, donde suele surgir la mejor posibilidad del encuentro con el otro.
Aunque en el lenguaje técnico la “charla de café” no parece gozar de especial prestigio, suele ser la incubadora de nuevas ideas, de proyectos creativos y corrientes de opinión. Lo saben los científicos sociales: los mejores lugares para tomar el pulso y la temperatura de una sociedad son las mesas de los bares. En ellas se refleja, sin filtros ni caretas, el humor social. ¿Cuántos proyectos se dibujan primero en la servilleta de un café?
El repliegue del bar puede potenciar cierto encapsulamiento y aislamiento que proponen las redes sociales. Las redes, a diferencia de los bares, se desenvuelven en microclimas más homogéneos y tabicados. Twitter es una especie de cámara de eco en la que el debate se circunscribe a un círculo determinado. El bar representa, simbólicamente, una polifonía que se apaga en la interacción digital, además de verse desvirtuada detrás de las máscaras del anonimato. Mudarse a Twitter desde la mesa de un bar es como irse de la ciudad a vivir a una isla artificial. No es casual, después de todo, que cuando definen a “su bar” muchos apelan a la misma figura: “mi segunda casa”. ¿Alguien diría eso de Twitter?
Evitar el cierre de bares y restaurantes no sería una concesión a la nostalgia ni a una bohemia del pasado. Sería defender fuentes de trabajo y alentar el espíritu emprendedor. Sería valorar los espacios en los que sobreviven la integración y la mixtura social. Sería defender las mesas en las que se practican el diálogo y el debate, sin sectarismos y sin el corsé de la corrección política. Sería, por si fuera poco, preservar el alma de las ciudades, en las que anida, al fin y al cabo, nuestra propia identidad.