La adicción a la instantaneidad
Los lectores que no hayan pasado largamente los cincuenta años desconocen lo que era dentro y sobre todo fuera del país, comunicarse con familiares o amigos a la distancia. Porque las comunicaciones telefónicas, además de ser muy caras, desconocían todavía el discado internacional directo, y aún comunicarse entre Buenos Aires y nuestras provincias no resultaba demasiado sencillo.
Quienes vivíamos en el exterior hacia fines de la década de los cincuenta o durante los sesenta y gran parte de los años setenta, se tratase de Caracas, Nueva York, Madrid, París, Roma o cualquier otra ciudad europea, para no irnos más lejos, tardábamos horas en obtener una comunicación telefónica y diez o quince días en recibir cartas. Para citar otro tipo de ejemplo: viviendo en Nueva York, yo recibía un paquete semanal de LA NACION, cada ocho o diez días. Es decir que la última edición de las siete que recibía, ya la leía con ese retraso y la primera, por lo menos quince días más tarde. Claro está, no teníamos computadoras, no existía todavía el fax, y menos aún Internet. Ni qué hablar del actual WhatsApp o del skype. Por supuesto, había teletipos, existía obviamente el telégrafo, pero se trataba de elementos utilizados para los negocios, las informaciones diplomáticas o para el periodismo.
Sin embargo, lo extraordinario era que todas esas tardanzas nos parecían normales. Tanto era así, que dábamos por vigente toda información que nos llegase por carta, cualquiera que fuera el tema que tratase. Es decir que una descripción sobre circunstancias diarias o de salud, y hasta una declaración de amor, formulada diez o quince días atrás, para el receptor equivalía a haber sido hechas prácticamente en el momento de leerlas.
Piense el lector de hoy, la absoluta instantaneidad que exigimos frente a cualquier pedido de información, haya sido hecho por teléfono, por mail o aun por el sistema de mensajes que utilizamos a través de nuestros celulares. Y acepte conmigo, con toda sinceridad, el enorme grado de inquietud y de ansiedad que puede causarnos la falta de respuesta inmediata a la pregunta formulada o al pedido de información requerido.
Claro está que ello es debido al exponencial desarrollo en estas últimas décadas de todo lo que tenga que ver con las comunicaciones. Y esto que es absolutamente muy positivo –teniendo en cuenta todo lo que facilita, sin perjuicio de que comunicarse más rápido no implica necesariamente comunicarse mejor– trae también aparejado algo bastante negativo –de lo cual no es culpable la tecnología en sí, sino de quienes la utilizamos– por el grado excesivo de intranquilidad y de exigencia que puede llegar a crearnos, hasta hacernos vivir pendientes de la menor señal de nuestros celulares, tabletas o computadoras, desatendiendo muchas veces por eso –hasta de manera poco cortés– conversaciones personales.
Y cómo no reconocer, incluso, la disminución de encuentros cara a cara, reemplazados por largas conversaciones telefónicas, extensos mails o infinidad de mensajes de texto. Tomemos conciencia de ello o no, estos modos de comunicarnos no pueden sustituir la mayor validez humana y social de los encuentros personales.
Periodista, escritor y diplomático